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—¿Una guadaña con llamas debajo? —le preguntó O’Higgins Monardes, deteniéndolo en el umbral de la mampara de su casa, como si de un predicador mormón o un testigo de Jehová se tratara.
—Exactamente. Las llamas parece que estuvieran por consumir la guadaña —explicó Cayetano—. Las vi impresas en una coroza.
Conversaban en la puerta de la casa del profesor de historia, jubilado hace decenios del Colegio Alemán, en el cerro Alegre. La dirección se la había dado Tristán Altagracia, un poeta del pasaje Fischer, del cerro Concepción: «Ve a esta casa de la calle Galos, que queda en diagonal a la parroquia de San Luis Gonzaga, allí encontrarás a Monardes, que lee por las mañanas y lee por las tardes». Altagracia presidía un cenáculo de poetas inéditos y fantasmas del puerto, y por ello se codeaba con la crema y nata del atomizado mundillo intelectual de Valparaíso.
Cuando Monardes superó su desconfianza, lo invitó a pasar al living. Cayetano se arrellanó en un sillón con resortes desvencijados. La sala tenía varios estantes con libros, y a través de sus ventanas entraba la luz amarillenta de un farol de la calle. Cayetano acababa de tomar una cerveza en la barra de mármol del Vinilo, así que rechazó el café que le ofrecieron.
—Usted tiene noción de lo que eso simboliza, ¿verdad? —preguntó Monardes desde el fondo del pozo de sus dioptrías, que le empequeñecían los ojos en su rostro ancho y mofletudo.
—Encontré unas referencias en Wikipedia, profesor. Pero quisiera saber algo más contundente. Según el bardo Altagracia, usted podría ayudarme.
—Altagracia obtiene un siete por afirmar eso. Usted, en cambio, un cero en cultura general, mi amigo, por ignorante —pontificó Monardes, y lanzó un suspiro y entrelazó las manos sobre su voluminosa barriga, ceñida a duras penas por un desgastado cinturón de cuero.
—Disculpe, soy una nulidad en historia medieval —repuso el detective, afianzándose los espejuelos.
—No hay que tener un doctorado en historia para saber de eso. Es simple y llanamente cultura general —aseveró Monardes, impertinente.
—Le ruego me perdone, profesor.
—En fin, esa es agua que pasó ya hace rato bajo el puente, aunque en esta ciudad, hace cosa de un año, apareció un decapitado con la marca de la guadaña sobre el pecho. A propósito, ¿por qué le interesa este asunto?
—Soy corresponsal free lance de una revista colombiana y a veces escribo sobre temas como estos. Es lo que demanda hoy la gente, usted entiende.
El profesor jugaba al molinete con los pulgares sobre su barriga. No había duda de que no le creía. Incómodo, Cayetano miró a la calle. Una furgoneta de vidrios polarizados se detuvo frente al atrio de la parroquia. Valparaíso celebrando afuera la noche, y yo ocupado de la Inquisición, la España medieval y un experto en la conquista de América decapitado, pensó. Lo cierto era que reaparecían españoles. De nuevo se entreveraban la historia de la ciudad y la de España.
Si a Pembroke le habían encasquetado la coroza con esos símbolos antes de decapitarlo, entonces el asunto adquiría un cariz más escalofriante porque podía estar vinculado con su área de especialización académica. Pero ¿no podría tratarse a la vez de los narcos? Difícil, pero no imposible, pensó. Ni El Jeque ni Anselmo Marín conocían la existencia de alguna banda de narcotraficantes que empleara esos símbolos. En México estaban los Caballeros Templarios, cuyo nombre resonaba a Medioevo, pero no se identificaban ni con la guadaña ni con el fuego, según había visto en Wikipedia. Los Zetas, por su parte, estampaban la última letra del alfabeto en las paredes o el pecho de sus víctimas. Lo que estaba fuera de duda: los verdugos de Pembroke enviaban una señal con la coroza, y esa coroza podía ser asociada a la vez con la Santa Muerte, la Virgen de los narcotraficantes.
¿O es que seguía viva la Inquisición?, se preguntó atento al silencio que reinaba en el cerro Alegre. La furgoneta seguía detenida afuera sin que nadie bajara de ella, y la calle continuaba desierta. La Inquisición desapareció hace casi doscientos años, recordó. Incluso el papa Juan Pablo II pidió perdón al mundo por sus crímenes, y en Valparaíso existía solo una calle con el nombre de Torquemada, en el cerro Toro, que tal vez ni siquiera se refería al inquisidor.
—El Papa habló de la Inquisición —masculló para reiniciar el diálogo.
—Correcto. Lo hizo en 1998, cuando abrió al mundo los archivos secretos de la institución, almacenados en el Vaticano —repuso mecánicamente Monardes.
—El perdón que le pidió a la humanidad el año 2004 llegó harto tarde para los torturados y achicharrados —alegó Cayetano.
—Permítame aclarar algo: a los condenados por herejía, la Inquisición les encasquetaba el capirote. Si el delito era leve, el capirote llevaba una cruz verde. Si era grave, llamas rojas. Ya se imagina usted en qué terminaba el amigo premiado con fuego.
—Es lo que averigüé.
—La cruz verde con cuatro lados iguales, semejantes a aspas, es la de san Andrés. Representa el martirio del santo, que fue crucificado en Patrás, Grecia, en el siglo primero de nuestra era. ¿Sabe por qué lo amarraron a una cruz en forma de X?
—No, señor.
Monardes dejó de jugar con los pulgares pero no se movió, apoltronado como estaba en el sillón.
—Porque se consideraba indigno de morir en una cruz como la de Nuestro Señor Jesucristo —explicó, enarcando las cejas—. Estando crucificado sufrió torturas, no probó pan ni agua y predicó durante tres días hasta su muerte. En esa época a los crucificados los dejaban morir a la vera de los caminos para que sirvieran de escarmiento a los demás. ¡Pobre de quien los asistiera!
—¿Y por qué usaba la Inquisición esa cruz? ¿No murió san Andrés precisamente por no renunciar a su fe?
—Excelente pregunta, mi amigo —repuso Monardes, asintiendo con una inclinación de cabeza y un mohín de sonrisa en sus labios—. En la tradición católica, la cruz de san Andrés simboliza al piadoso que no renuncia a su dogma. De esto se apropió la Inquisición, cuyo papel era defender la verdad revelada.
—¿Y existe alguna relación entre esa cruz y España?
—Desde luego.
—A ver, eso me interesa muchísimo.
—Una descendiente de la cruz de san Andrés es precisamente la cruz de Borgoña, de Francia. San Andrés es el patrón de Borgoña. Y fíjese que Felipe el Hermoso llevó en 1506 ese emblema a España. ¿Sabe por qué? Porque su madre era oriunda de esa región. Desde entonces, la cruz de las aspas permaneció en los escudos de armas y banderas de España.
—Ahora entiendo.
Monardes balanceó la cabeza con los ojos fijos en las manchas de humedad del techo.
—Escúcheme bien —agregó tras soltar un suspiro—. Cuando en 1936 el generalísimo Francisco Franco inicia el levantamiento contra el gobierno republicano, ordenó pintar en la cola de todos sus aviones una cruz de aspas negras sobre fondo blanco. Curioso, pero hasta hoy la llevan los aviones de guerra de España. ¿Qué le parece?
España de nuevo, pensó Cayetano. Sintió que avanzaba. Si lo anterior había sido un escarpado ascenso, ahora tenía la sensación de haber alcanzado una cumbre desde la cual podía contemplar una llanura vasta, infinita, promisoria.
—Me parece notable —comentó, rascándose una oreja—. Es el puente entre la Edad Media y la actualidad.
—Pues bien, si usted quiere conocer algo asombroso, lo espero mañana, a las once de la mañana, en la iglesia anglicana, del cerro Concepción —anunció Monardes, poniéndose lentamente de pie, dando por terminada la cita—. Tendré el gusto de revelarle un secreto que usted no imagina.