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Esperó a Matías Rubalcaba bebiendo un pisco sour en la pequeña terraza del Amaya. Consultó el significado de guadaña en el Wikipedia de su celular. Halló algo que le podía servir: «La imagen de la muerte se suele representar como un espectro con capucha y que porta una guadaña. En inglés, su nombre Grim Reaper, que debe traducirse como “Cosechador Siniestro”, obedece a que la muerte viene por las almas para cosecharlas y llevarlas al otro mundo. Como la guadaña era utilizada para segar cereales, se trata de una analogía, segar la vida de los seres humanos».

Miró la bahía pensando en la guadaña y en las enardecedoras escenas de las películas de Stacy. La muerte y la vida, jodido misterio, pensó. ¿Hasta cuándo tiraría él con amantes? ¿Hasta cuándo sentiría deseo y tendría vitalidad para acostarse con una mujer? Debía llamar a Andrea Portofino, la joven poeta y maestra de literatura de la Scuola Italiana, con la cual mantenía una amistad íntima con beneficios y sin compromisos, algo que le permitía dosificar la compañía y la soledad.

Vio los cargueros en la bahía a la espera de fruta y cobre, las gigantescas grúas chinas que afeaban el puerto y jugaban con los contenedores convertidos en cajas de fósforos, y la bella Esmeralda con su casco blanco y verde, y los mástiles desnudos. En el dique flotante calafateaba una nave. Era, en fin, uno de esos días despejados de Valparaíso en que las escaleras y las callejuelas de los cerros resplandecen como recién lavadas. Ahora, Nueva Orleans, los Pellegrini y el salvavidas que vivía en el yate del embarcadero de Miami pertenecían a un pasado remoto.

Siempre llegaba con antelación a las citas. Media hora antes, por lo menos. Así podía disfrutar en sosiego un trago a solas, ordenar algunas ideas y escoger las preguntas que haría. Pero esta vez se sentía despistado y huérfano de apoyo. Las posibilidades de investigación eran un laberinto, un abanico abierto, un enredo de algas en la marea. ¿Pembroke había estado vinculado al narcotráfico y su muerte se debía a un ajuste de cuentas, o esta se debía más bien a un lío de faldas? Pensó en Stacy y Stan Pellegrini. Supuso que enredarse con una actriz porno no era solo un lío de faldas, puesto que había muchos dólares en juego. La decapitación tornaba más factible la primera hipótesis. En esos días, sicarios de los carteles de Colombia y México cumplían el encargo que se les encomendase si la paga era suficiente.

Qué bella y contradictoria le parecía Stacy, admitió aún excitado por el recuerdo de los vídeos. Era al mismo tiempo la señora Stacy Pellegrini y la actriz Stacy Soireê. Era ella y su antípoda. Era la encantadora dama inmersa en el mundo de Nueva Orleans y los viajes, y la actriz que satisfacía fantasías sexuales.

Había visto muchas películas porno, recordó mientras sorbía el pisco sour, pero pocas con la calidad y originalidad de las de Stacy. En ninguna otra lograban entreverar en forma natural el sexo explícito y la sosegada reflexión cultural. Siempre había deseado conversar con una actriz porno, y lo había hecho sin darse cuenta. A veces llegaba a preguntarse cuántas de las muchachas angelicales que veía pasar eran o habían sido en algún momento actrices de películas triple X. Debía aceptarlo: no podía separar en su mente a la mujer equilibrada y sofisticada, con la cual había platicado en la mansión de Nueva Orleans, de la tórrida estrella porno que actuaba bajo la dirección del esposo.

¿Habría tirado ella a lo mejor con Joe Pembroke? ¿Se había dado entre ellos en el crucero un rollo que Stan había descubierto? ¿Por eso habían asesinado a Joe en Valparaíso? ¿Y era capaz Stan Pellegrini de ordenar una venganza tan espantosa? ¿Era capaz de conseguir sicarios en un país que no conocía y en un puerto donde atracarían por pocos días? Le pareció factible. La industria pornográfica estadounidense mueve miles de millones de dólares cada año. Tal vez, Pembroke la había convencido de dejar el cine, poniendo en riesgo un negocio en extremo rentable.

—Para mí otro pisco sour —dijo alguien a su espalda—. ¿Cómo le fue en el norte?

Era Matías Rubalcaba.

—Entero aún, mi amigo. ¿Almorzamos?

—Me gustaría, pero tengo clases. Con un aperitivo me basta. Después sigo mi camino.

Ordenaron al final empanaditas fritas de queso, picorocos y machas a la parmesana, y de remate media botella de un chardonnay de la viña Montes Alpha. Cuando los per diem son generosos, uno no se fija en gastos, pensó Cayetano con regocijo.

—¿Y qué cuenta El Jeque? —preguntó.

—Por eso vine —anunció Rubalcaba, mirando a su alrededor. No había de qué preocuparse: eran los únicos clientes en la terraza del Amaya—. Me dijo que nadie del barrio estuvo metido en lo del turista estadounidense.

—¿Seguro? Mira que a ese Jeque no le creo ni las mentiras.

—Seguro, don Cayetano.

—¿Entonces la decapitación fue un suicidio?

—Me aseguró que nadie del barrio estuvo involucrado en el asunto, que no sabe quiénes son los que dejan la marca de la guadaña, y que si lo supiera se los cobraría de inmediato. ¿Sabe por qué? Porque no le conviene tener líos en su sector. Mientras más pacífica sea la vida en el cerro, menos policía y más tranquilidad para su trabajo. Sosiego es lo que necesita para expandir las operaciones.

Cuando el mozo colocó los platos sobre la mesa, Cayetano aprovechó para jugar con la copa entre las manos. Estaba fría y empañada por fuera. No sabía tan mal el pisco sour peruano, admitió condescendiente. Abajo, Valparaíso, envuelto en un rumor de motores, era techos, un trazo de palmeras y un océano centelleante.

—¿Eso es todo cuanto dice El Jeque? —insistió.

—Absolutamente —repuso Matías, agarrando con delicadeza un picoroco por el piquillo—. El Jeque no quiere líos, menos con el FBI o la CIA. —Se echó la blanca carne entre los dientes y la disfrutó—. Aún está preocupado por la presencia, el año pasado, de los servicios norteamericanos. No olvide que él viaja cada seis meses a Las Vegas. Lo aterra que lo pongan en la lista negra. Sabe que allá las cárceles son herméticas.

—Con esa actitud nos liquida. Es como la escultura de los monos: nadie sabe nada ni vio nada ni escuchó nada ni dirá nada.

—Pero yo tiendo a creerle a El Jeque —continuó Rubalcaba antes de echarse a la boca otro picoroco.

—Lo concreto es que fue en su reino donde troncharon a Pembroke.

—Sigo pensando que El Jeque está diciendo la verdad, don Cayetano. Lo conozco desde cuando jugábamos a las bolitas en la calle. Me respeta y sabe que yo no entro en su mundo, pero la complicidad del barrio no se olvida nunca. Además, ayer volvió a visitarme, preocupado.

—¿Por qué?

—Algunos le están lanzando dardos. Justo ahora, cuando arrecia la batalla contra la droga y él necesita que lo dejen tranquilo.

—Me conmueve el dolor de El Jeque. Estoy a punto de echarme a llorar.

Cogió una macha a la parmesana y la degustó con deleite. Luego se limpió con la servilleta el queso fundido de los bigotazos y preguntó:

—¿Y entonces no tenemos novedades?

—Sí, traje algo, don Cayetano. Escúcheme con atención: El Jeque sabe que hay un vagabundo en la ciudad que fue testigo del crimen.

Cambió de postura en la silla, sorprendido. Le arrancó un trozo a una empanadita y sus labios quedaron unidos a ella por el hilo de queso. Trató de cortarlo, pero mientras más apartaba la empanadita de su rostro, más se estiraba el hilo. Pensó por un segundo en la película El hombre, y luego se dijo que aquello que acababa de contarle Matías era un aporte notable a la causa.

—En la investigación se dice que no hubo testigos —comentó, pasándose de nuevo la servilleta de papel por los bigotes.

—Pues sí hubo uno. Y nunca lo sabrá la policía, porque el tipo anda fondeado, muerto de miedo —precisó Rubalcaba. Luego probó una macha y asintió satisfecho con la cabeza—. El testigo no quiere saber nada de autoridades ni periodistas. No quiere que nadie sepa lo que él sabe. Y, triste es decirlo, don Cayetano, pero no creo que le apetezca mucho la idea de ir a conversar con un detective privado que tiene su oficina en un entretecho.