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Llamó a Soledad Bristol. La sorprendió en un bar de Nueva Orleans, donde bebía con amigos y sonaba un grupo de rock duro. Ella apenas escuchaba su voz, pero la alegró sobremanera su llamada desde Valparaíso.
—No quiero arruinarte la fiesta —anunció Cayetano. El Escorpión lo miraba examinando la lista de empresas con las siglas CPH—. Sé que el profesor Pembroke estuvo en Galway, investigando su materia predilecta.
—Exacto, varias veces —gritó Soledad entre alaridos de gente eufórica—. Joe descubrió Galway a través de la obra del profesor Forbes. ¿Te acuerdas de que te lo conté? Allí fue donde Cristóbal Colón se convenció de que llegaría a otras tierras navegando hacia el oeste.
—Lo recuerdo, Soledad, lo recuerdo. Colón era entonces un tipo joven.
—Exacto. ¿Cómo puedo ayudarte?
—Me urge averiguar el nombre del contacto del profesor Pembroke en Galway.
—¿Piensas viajar a Galway?
El Escorpión seguía mirándolo. Su amigo tenía un aspecto demacrado bajo la luz pálida de los tubos fluorescentes. De pronto tuvo la convicción de que había envejecido súbitamente, apartado de la PDI. Era un policía de pura sangre y su jubilación prematura dejaba huellas en él. Ahora estaban solos en aquella oficina sin ventanas. El oficial Huerta se había retirado.
—Estoy tratando de ir a Galway —precisó Cayetano—. Pero me faltan los contactos de Pembroke allá.
—Por lo que recuerdo, tenía un amigo.
—¿Era guía turístico?
—Exacto.
—¿Cómo se llama?
No respondió de inmediato. Cayetano se pasó la mano por la cabellera, nervioso, y luego se acomodó los espejuelos sobre la nariz.
—No quiero darte información equivocada —dijo Soledad—. ¿Me permites que te lo envíe por e-mail? Debo tener el nombre en alguno de mis apuntes. En cuanto lo encuentre te lo envío.
—Envíalo al mail cayetanobruledetective@gmail.com
—Cayetano.
—¿Sí?
—¿Te puedo preguntar algo?
—Lo que tú quieras —tartamudeó al decirlo, lo que acrecentó el interés de Marín por la conversación.
—Me has extrañado un poquito, ¿verdad?
—Un poquito.
—¿O tal vez más que un poquito?
El tono implorante que ella empleaba le ablandó el corazón. Recordó su boca de labios húmedos, su cuerpo bien formado, sus manos sabias, la pasión con que se adhería a su vientre cuando hacían el amor. A ella también le gustaba tirar a la porteña, es decir, acodada sobre el rellano de alguna ventana, de frente a la calle, con la grupa orgullosamente en ristre, disimulando el tejemaneje que tenía lugar entre los visillos, donde Cayetano, desde un excitante anonimato, se esmeraba por atenderla como se merecía.
—Claro que te extraño —repuso Cayetano—. ¿Cómo no voy a extrañarte?
El rostro de El Escorpión se aguzó.
—No sabes cuánto me alegra escuchar eso, Cayetano mío. Necesito verte —agregó Soledad con voz calenturienta—. Nada me gustaría tanto como encontrarme contigo en Galway. Podría llevarte lo que encuentre de Joe. De día podría estar a tu lado como tu asistente y de noche, como tu amante. Me encantó fundir las fantasías de un detective de La Habana con las de una maestra de Nueva Orleans.
—Tienes razón —admitió Cayetano, tratando de disimular ante Marín, aunque sin poder apartar las imágenes de la febril despedida con la académica.
En el bar de Nueva Orleans cantaba ahora Lady Gaga.
—Cayetano mío —dijo Soledad, elevando el tono de la voz—. Si me mandas el pasaje, yo tomo el próximo avión y te espero en Galway. Vamos, no seas malito, mi amor. No me abandones de nuevo. Recuerda cuánto disfrutamos juntos. No me tortures, abusador. No sabes lo que me haces falta y ni te imaginas todo lo que aún puedo entregarte. Vamos, amorcito, ¿nos vemos entonces en Irlanda?