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Esa noche, al regresar a la habitación del hotel, abrió las ventanas y se dedicó largo rato a contemplar la catedral y el palacio de gobierno iluminados. En el Zócalo había una infinidad de carpas y quioscos de maestros en paro. Luego llamó a O’Higgins Monardes, en Valparaíso.

—Profesor, buenas noches. Habla Cayetano Brulé. Disculpe la hora, pero tengo una consulta urgente.

—Usted dirá.

—¿Sabe algo del marinero Juan Fernández?

—¿Se refiere al que le dio el nombre a las islas del Pacífico en las que vivió Robinson Crusoe?

—Exactamente.

—Juan Fernández fue un español de Cartagena, que en el siglo XVI residió en el entonces Reyno de Chile. Descubrió las islas San Félix y San Ambrosio, y el archipiélago que hoy lleva su nombre. Se dice que también descubrió Nueva Zelanda y que llegó hasta Australia.

—Gran explorador, entonces.

—Imagínese, estamos hablando de 1550. Además, algo que pocos saben, Juan Fernández descubrió que más allá de la corriente de Humboldt, que fluye desde la Antártica hacia el Perú, pegadas a la costa americana, hay aguas que permitían acortar el viaje desde Callao hasta Valparaíso de seis meses a treinta días. Y lo demostró en 1564.

—Coño, eso es notable —exclamó Cayetano—. Deben haber creído que era mago.

—Creyeron que era brujo y, algo terrible entonces, que tenía un pacto con el demonio. La Santísima Inquisición lo juzgó por brujo.

—¿Cómo?

—Tal como lo escucha. El Santo Oficio de Lima lo juzgó por brujería, pero se logró demostrar a última hora su inocencia.

Lo consternó esa información, que al menos le permitía suponer por qué Juan Fernández aparecía en la lista de Pembroke. Se sentó en la cama con la mirada puesta en el Palacio Nacional. Recordó que el libro de Leonardo Sáez mencionaba la isla perteneciente a la circunscripción de Valparaíso, donde había vivido Robinson Crusoe, pero no hacía referencia a ese aspecto siniestro de la historia.

—Gracias, profesor Monardes. Creo que ya es hora de que me acueste. La altura del D.F. me deja extenuado.

Cortó y se quedó viendo los vehículos que circulaban alrededor del Zócalo: le evocaban la carrera en el circo romano de la película de Ben-Hur. Hojeó el cómic que había comprado en el aeropuerto de Santiago de Chile y encontró un relato que le atrajo, pues ocurría en el cerro Panteón, de Valparaíso. Allí, según Armando Milagros, vagan desde hace dos siglos las ánimas por la noche. Estaba entretenido leyendo la historieta cuando su celular comenzó a sonar.

—¿Jefe? ¿Me escucha?

—Sí, Suzuki. Perfectamente.

—¿Me escucha bien?

—Claro. ¿Qué ocurre, Suzuki?

—Tengo una mala noticia, jefe.

—¿Qué ocurre?

—Más bien terrible.

—Suelta esa pepa de una vez, coño. Destrábate, por lo que tú más quieras.

—Rubalcaba, jefe, Matías Rubalcaba.

—¿Qué pasa con él? ¿No puedes contar todo de una vez, carajo?

—Lo siento de veras, jefe, pero tiene que volver de inmediato, jefe. Lo siento de veras, pero a Matías Rubalcaba lo mataron esta noche.