4

Pero nadie mata por amor de ese modo, recapacitó Cayetano mientras caminaba a mediodía por la calle Victoria hacia el restaurante O’Higgins, ubicado en un edificio de dos plantas de comienzos del siglo XX, que se alza frente al adefesio que sirve de sede al Congreso Nacional. No solo aquello era horrendo, sino también la inmensa escultura, en forma de lulo de perro, instalada en la avenida Argentina. Tal vez se trataba de un mensaje del artista a los parlamentarios, suponía Cayetano.

Se fue esquivando camiones estacionados, perros echados y pozas de agua, y mirando de reojo el interior lúgubre de los talleres y tiendas de antigüedades del barrio del Almendral, convencido de que pocos decapitan al amado. Además, le costaba imaginar que la distinguida señora Pembroke hubiese encargado por despecho un crimen semejante. Empujó decidido la puerta batiente del O’Higgins y se acomodó en la barra.

—Un sour O’Higgins —ordenó tras saludar a la barwoman—. Y que sea plenamente legal, mire que vengo del Servicio de Impuestos Internos.

Le gustaba ese trago, mezcla de whisky, jugo de naranja y triple sec, porque lo reconfortaba y animaba. A través de la ventana vio las banderas de un grupo que exigía algo frente a las rejas del Congreso. Una manifestación más, pensó.

La gente exige de todo, quiere que le den de todo. Después llegarán los pescadores, los mineros, los empleados públicos y los agricultores, y al final los estudiantes. Actos de violencia, destrucción y pillaje pondrían el broche de oro en el barrio. Lo criticable no eran las marchas, sino el saqueo que dejaban a su paso. Se preguntó cómo sería su vida si en lugar de investigador se hubiera dedicado a la política, si en lugar de arrendar un despacho en el Turri hubiese dispuesto de oficina, secretarias y asesores pagados por el papá fisco.

Saboreó el sour O’Higgins. Su paladar le confirmó que allí empleaban auténtico Chivas Regal. Sintió que se reconciliaba con el mundo.

En todo caso, como parlamentario ganaría más, seguro trabajaría menos y hasta pontificaría sobre algún tema que le acomodara, la delincuencia, por ejemplo, pensó, estimulado por el trago y el maní que se echó a la boca. Sí, como parlamentario podría hacer muchas cosas, se dijo echándose un nuevo sorbo, mirando con otros ojos la mole del Congreso, pero cada cuatro años —en caso de ser diputado— o cada ocho —en caso de ser senador— tendría que someterse al escrutinio público, con lo que su futuro dependería de la voluntad de una masa anónima que nunca llegaría a conocer del todo. Se arrepintió de inmediato. No, él no estaba para promesas, besamanos ni obligadas muestras de simpatía hacia electores pedigüeños que, con memoria de elefante, exigían el cumplimiento de la palabra empeñada por los candidatos.

—Disculpe el atraso —dijo de pronto a su espalda Lisa Pembroke, con la frente perlada de sudor—. Me costó cruzar hasta acá porque unos encapuchados quemaban neumáticos frente a una plaza. Ojalá esto no sea el comienzo de la anarquía en este país.

—No se preocupe —dijo él—, este país es un ave fénix que renace de las cenizas cada cuarenta años.

Lisa no entendió la broma y ordenó un jugo de mango. Luego preguntó:

—Y ¿qué me dice, Cayetano? ¿Acepta o no mi encargo?