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Salieron a la calle Colima y subieron a un destartalado taxi Volkswagen con taxímetro defectuoso, que los dejó en el mercado de Tepito. Pasaron entre las tiendas de artículos de magia negra, cruzaron los pasillos que exhiben ropa y aparatos electrónicos de marcas falsificadas, y alcanzaron una puerta que el profesor empujó con determinación. Desembocaron entonces en un espacio en penumbras, donde vieron un escritorio con computador y, detrás de él, la ancha cabeza rapada de un tipo enfundado en chaqueta de cuero. A Cayetano lo inquietó su aspecto simiesco.
—Necesito un golpeador —anunció Solórzano del Valle en tono resuelto.
—¿Especialidad? —preguntó el tipo, sin mover un músculo de la cara.
Desde afuera llegaba la agitación de avispero del mercado, el más peligroso de Ciudad de México. En el taxi, Solórzano le había advertido a Cayetano que lo dejase hablar solo a él, pero que se mostrara desafiante y seguro de sí mismo. Un titubeo o una mirada esquiva podían acarrear riesgos en ese ambiente veleidoso y violento.
—Necesito protección por tres horas —explicó Solórzano del Valle—. Va con nosotros y lo mando de vuelta en taxi. Lo necesito armado, pero solo como precaución.
—¿Adónde van?
—Al Adoratorio de la Invencible.
—Mil pesos, si no ocurre nada.
Solórzano puso dos billetes sobre el escritorio. El hombre marcó un número en un celular y dijo algo que ni Solórzano ni Cayetano lograron entender.
Al rato un individuo fornido, moreno y de grandes manos, vestido de negro, copó el marco de la puerta. Abordaron con él un taxi sin taxímetro, pero con una radio en la que cantaba a todo volumen Juan Gabriel. El carro avanzó dando barquinazos por un barrio atestado de tiendas de repuestos para vehículos.
—Todo lo que ves aquí es robado o falsificado —aseveró el profesor.
Cuadras y cuadras de garajes, almacenes y cantinas. Cayetano y Solórzano del Valle iban en el asiento trasero. En el delantero el golpeador viajaba mudo, haciendo sonar en las luces rojas las articulaciones de sus dedos. Más adelante, el profesor se lo explicó a Cayetano: este tipo de profesionales se ajusta a las estrictas tarifas que rigen en el mercado de Tepito. Uno acude allí con la foto y datos de la persona que se desea «ablandar», que puede ser un hombre o una mujer, un marido o una esposa infiel, un socio desleal o una vecina molesta, y el golpeador se encarga de hacer llegar el mensaje sin medias tintas.
Las tarifas varían, eso sí, según la especialidad y la colonia en que se aplica el tratamiento. Quebradura de huesos de los dedos de una mano: 280 pesos; de ambas: 350. Quebradura de un brazo: 500 pesos. De nariz: 300 pesos. Pateadura entre varios: 1.500 pesos. Trabajos más complejos se cobran de acuerdo a los requerimientos específicos del cliente. Los golpeadores son serios, discretos y cumplidores, pero jamás realizan la labor propia de un sicario. «La vida no vale nada», pensó Cayetano. José Alfredo Jiménez tenía toda la razón porque la canción encierra una verdad sobre el México profundo.
—Cerca de aquí está La Utopía Estofada —comentó de pronto el profesor.
—¿La utopía estafada?
—Estofada. ¿Conoce ese restaurante?
—No.
—Es de Lenin P. Recabarren, un exiliado chileno de Valparaíso, como usted. Comida chilena tradicional y punto de encuentro de los nostálgicos setenteros. El local aquí es modesto, pero hay otro en Coyoacán, cerca de la casa de León Trotski, mucho más amplio y de mejor pelo: empanadas, machas a la parmesana, humitas, pastel de choclo, cazuela, pisco sour y buenos vinos. Recomendable.
Con ese nombre, pensó Cayetano, es fácil imaginar de qué pie cojeaban sus padres. ¿Quién, si no, bautizaba como Lenin o Stalin a su hijo en la década de los cuarenta? Sería bueno darse una vuelta por esos lodazales, pensó Cayetano, para ver qué se comentaba sobre Chile. Media hora más tarde, el taxi irrumpió en una calle estrecha, donde autos último modelo aparcados entorpecían el tráfico.
—Les presento el Adoratorio de la Santa Muerte, caballeros —anunció el taxista—. ¿Prefieren que los espere o se atreven a volver por su cuenta?
Solórzano optó por lo primero.
Bajaron del carro. Era una casa de un piso, sin antejardín, pintada de amarillo. Un friso blanco con letras negras anunciaba: «Santuario Nacional del Ángel de la Santa Muerte». En la fachada había dos vitrinas con imágenes de tamaño natural, finamente ataviadas: san Lázaro y la Santa Muerte. Esta llevaba túnica blanca bordada con flores de hilo de seda y capa dorada con brocados. Una mano, reducida a huesos, se abría al cielo. La otra sostenía la guadaña. El rostro era una calavera sonriente. Dos toldos blancos protegían a las figuras del sol.
Entraron a un salón de paredes amarillas, rematado con un altar modesto. Frente a él había diez hileras de bancas ocupadas por hombres solos o mujeres con niños. Un sacerdote celebraba misa entre varios esqueletos desnudos. En tono solemne afirmaba que todos los seres humanos, sin importar su origen ni actividad, merecían amor y respeto. Llamaba a los fieles a confiar en sí mismos, a no dejarse discriminar por la sociedad, a sentir que eran tan valiosos como cualquier otro que vivía en la metrópoli. Cayetano pensó que no le hubiese gustado cruzarse con ninguno de esos hombres en una calle solitaria.
—Sígame —le dijo el profesor.
Pasaron a un salón con imágenes y alcancías, y cruzaron hasta una puerta cerrada. El profesor dio tres golpecitos.
Abrió un hombre mayor, enjuto, de ojos alertas y ojeras azules. Preguntó qué se les ofrecía.
—Hermano consistorial, aquí el amigo necesita hablar con usted —explicó Solórzano del Valle—. ¿Lo podría recibir ahora?
El religioso escudriñó a Cayetano, lanzó un vistazo al golpeador y dijo:
—Mañana, a las diez de la mañana. Sin golpeador ni celular. Adelanten 500 pesos. Desde que haga ingreso al templo, la protección del bigotudo corre por mi honor y mi cuenta. Bendiciones, hermanos, en la Santísima, ángel invicto, aliado eterno.