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Decidió postergar el viaje a Ciudad de México porque la pista de la Santa Muerte le pareció difícil de justificar ante Lisa Pembroke.

Voló en cambio a Nueva Orleans vía Miami. Aterrizó a mediodía en el aeropuerto Louis Armstrong después de sobreponerse a la inhumana estrechez de la butaca y la detestable bandeja de comida de la clase económica. Los pasajeros de esta clase devinimos galeotes modernos, concluyó cuando pudo estirar las piernas en tierra, lejos del Boeing 767 de American Airlines. Recordó la escena en que Ben-Hur rema entre esclavos al endemoniado ritmo de un tambor. Se imaginó que en un futuro no lejano le pasarían un remo a cada pasajero antes de abordar los aviones.

Una vetusta furgoneta del Best Western lo condujo al French Quarter con otros turistas, que ya lucían camisetas, bermudas, sombrero de ala ancha y sandalias.

Se instaló en un cuarto del segundo piso, que tenía una terraza con balaustrada y maceteros colgantes. No tardó en sentarse afuera, bajo la cola de los helechos, a contemplar el ir y venir de la Bourbon Street. Desde allí subían las voces de afroamericanos que conversaban en las veredas y la música dixie de una banda que tocaba en una esquina.

Lo entusiasmó la perspectiva de husmear en el French Quarter. Como la reunión con los Pellegrini tendría lugar al día siguiente, estimó que lo mejor era visitar el legendario café Du Monde y las casas de William Faulkner y Truman Capote. De Faulkner había comenzado a leer hace mucho una novela farragosa, cuyo título había olvidado; de Capote, A sangre fría, que consideraba una lectura clave para un detective. También planeó subir al tranvía number one de la película Un tranvía llamado deseo, interpretada por Marlon Brando. Y si le sobraba tiempo, hasta echaría un vistazo en una tienda de guayaberas y sombreros tropicales de la Canal Street.

Bajó a la Bourbon Street y se instaló en la penumbra fresca de un bar con ventiladores. Ordenó un mojito. Es como estar en La Habana, se dijo deleitado, es como haber llegado a La Bodeguita del Medio o La Fortaleza, donde también te acogen muros, óleos y fotos con historia.

Seguro que los Pellegrini aportarían algo a su investigación, pensó sopesando el vaso frío en la mano. Los corredores de propiedades habían sido vecinos de camarote de Pembroke en el Emperatriz del Pacífico y las personas más cercanas a él durante el crucero.

Después del aperitivo se dirigió a un restaurante de comida cajún. El Boston Café no era barato y, a juzgar por la decoración y las copas de cristal sobre los manteles color burdeos, parecía un sitio de categoría.

Ordenó crawfish Jambalaya y cerveza. Necesitaba planear sus próximos pasos, porque un detective privado es como un cantante en escena: jamás debe improvisar ni olvidarse de aclarar la garganta entre canción y canción.

¿Qué había llevado a unos malhechores a asesinar al académico que viajaba en el Emperatriz del Pacífico?, volvió a preguntarse. No se trataba de delincuentes comunes. Nadie decapita y marca un cuerpo a hierro y fuego solo para robar una billetera y un celular. Sentía que la constelación formada por la guadaña, la Santa Muerte y la Ciudad de México encerraba un mensaje intrincado y arduo de descifrar.

—¿No acompañaría el señor el cangrejo con otra cerveza? —le preguntó la sommelier, una fornida afroamericana vestida de negro.

Optó por una cerveza belga y se dijo que debía asociar la muerte de Pembroke con una dimensión misteriosa de él. Era una premisa peregrina, pero al menos le servía como punto de partida, como una palanca para mover el planeta. Lo otro era suponer que el crimen se debía al azar, lo que no dejaba de ser tentador. Pero la presencia forzada de la guadaña parecía sugerir, sin embargo, algo diferente e igualmente misterioso.

Lo llamativo era que tanto el FBI como la PDI, que en un comienzo se habían enfocado en la guadaña marcada en el pecho de Pembroke, habían abandonado más tarde esa línea investigativa.

¿Existía en Chile una banda de delincuentes que empleaba el símbolo de la Santa Muerte? Armando Milagros lo ignoraba. Tal vez, Matías Rubalcaba podría averiguar algo más al respecto con El Jeque. Quizá, Pembroke había transgredido ciertos límites y la venganza no se había hecho esperar. Era una probabilidad, pensó degustando la consistencia del crustáceo. Pero ¿qué límites? Tampoco podía descartar del todo un crimen pasional. Pembroke era un tipo apuesto y exitoso como académico. Quizá se había metido en un lío de faldas.

Salió del Boston Café con una deprimente sensación de derrota. Afuera lo abrasó la canícula de la tarde, apenas atenuada por los árboles frondosos. Ya en la habitación encendió el ventilador, se tendió en la cama y se quedó dormido bajo las aspas en movimiento.

Soñó que estaba en La Habana y que su padre le leía un fragmento de El viejo y el mar, su libro predilecto, antes de marcharse para siempre a Estados Unidos, donde tocaría trompeta en el Blue Note, de Manhattan, hasta su muerte. Escuchó su voz gruesa y ronca como si estuviera a su lado, pudo sentir la caricia de su mano grande sobre su tupida cabellera de niño, e incluso aspirar el olor de su tabaco y crema de afeitar Yardley. Le reconfortó sentir que la vida comenzaba de nuevo, que el universo le brindaba una nueva oportunidad y que todo volvía a ser como antes de que la isla se convirtiese en un paisaje envuelto en nostalgias.