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Haciendo tintinear el manojo de grandes llaves oxidadas que portaba, don Lucho los guió hacia la parte más antigua del edificio, más allá de los pimientos. Rengueaba y llevaba la cabeza algo encogida entre los hombros.
—Ahora funciona aquí un instituto profesional —aclaró. Cuando no había clases, él aprovechaba la tranquilidad para hacer reparaciones en las aulas—. Los voy a dejar en la sala de los bolos y vuelvo a lo mío. Cuando terminen el recorrido me avisan.
—Llévenos, por favor, al Festsaal —pidió Monardes.
Subieron varios peldaños y don Lucho abrió una puerta de madera de doble ancho. Cayetano había escuchado descripciones del salón de festejos, pero era la primera vez que lo visitaba. Lo impresionó: era enorme y de puntal altísimo, con piso de parquet, balcones, generosas ventanas que miran a los cerros, una lámpara de cristal gigantesca y un gran espejo biselado. En la parte superior de las paredes brillaban los escudos de los estados alemanes de antes de la Segunda Guerra Mundial.
—Este es uno de los salones de actos más bellos del continente —afirmó Monardes, extendiendo los brazos con orgullo—. Por este escenario pasaron en otra época las mejores obras de teatro y grandes concertistas, y el salón albergó las fiestas más exclusivas del país, mi amigo.
Volvieron al pasillo. Don Lucho les abrió otra puerta y se alejó. Cayetano y Monardes bajaron por una escalera y se encontraron con varias pistas de juego de bolos. Vieron también una hilera de ventanas y los pilares de ese edificio con más de siglo y medio de historia que está construido en las laderas del cerro Concepción. Junto al muro de ladrillo a la vista había mesas y sillas antiguas, y botellas de cerveza alemana vacías. De pronto tuvo la sensación de haber llegado a una Alemania de antes de la última guerra.
—Le suplico que me siga —dijo Monardes, que caminaba a sus anchas por el lugar—. Mire lo que hay acá.
Bajaron cinco peldaños y entraron a una sala donde se apilaban muebles cubiertos de polvo. Monardes encendió la linterna que llevaba en la chaqueta y guió a Cayetano por un pasadizo de paredes agrietadas, donde olía a humedad. Un ratón cruzó veloz por el piso de tablas y desapareció por un hueco. Subieron por una escalera de caracol y alcanzaron un hemiciclo con varias puertas.
—Sígame —dijo Monardes, franqueando una de las puertas.
¡Estaban en el escenario del Festsaal! El magnífico parquet refulgía perfecto bajo el sol que se filtraba por las ventanas.
—Y ahora sírvase venir por acá —dijo Monardes con voz trémula.
¿Qué tenía que ver todo eso con su investigación?, se preguntó Cayetano apoyándose en el pasamanos de la escalera de caracol que lo devolvía al pasadizo en penumbras, que lo recibió con una crujidera de tablas resecas. Temió que se estuviese convirtiendo en uno de esos detectives que con los años disfrutan más los desvíos del recto camino que el cumplimiento de la tarea encomendada.
Monardes avanzaba confiado. Lo siguió. Pasaron por una sala de estar y dos amplios dormitorios, y finalmente llegaron a una cocina. Allí había un horno de gas, una mesa con seis sillas y cajas de cartón llenas de documentos. De una puerta colgaba un calendario alemán de 1944, impreso en letra gótica. Mostraba una foto aérea del Berlín de los años treinta del siglo pasado.
—¿Qué le parece todo esto? —preguntó el profesor.
Le dijo que jamás habría supuesto que detrás de la imponente fachada con forma de fortaleza del antiguo colegio se ocultase un mundo paralelo, disimulado para quienes lo contemplaban desde el exterior, e inaccesible a la vez para quienes frecuentaban el establecimiento. Lo habían construido en las escarpadas laderas del cerro, adosándolo a la estructura central del edificio, creando una suerte de doble fondo del colegio. Desde la subida Almirante Montt o la calle Beethoven, situadas diez o doce metros más abajo, nadie sospecharía que allí había una amplísima vivienda.
—Es un departamento secreto —afirmó Cayetano.
—Usted me preguntó ayer por la vigencia de los símbolos medievales vinculados al capirote. Pues en este edificio del siglo XIX tiene una respuesta —dijo Monardes con un atisbo de locura en las pupilas.
—¿A qué se refiere?
—En el siglo XIX, las colonias más poderosas de Valparaíso eran la alemana y la inglesa, integradas por comerciantes, agentes navieros y profesionales. Eran ricos y vivían en el cerro Alegre y en el Concepción. Este era su mundo —precisó Monardes, ceremonioso—. Los chilenos no habitaban en estos cerros. Aquí se hablaba solo alemán e inglés. Era un reducto anticatólico, si se quiere. Recuerde que en el Chile de comienzos del XIX, solo los católicos podían ser enterrados en los cementerios. El resto simplemente era arrojado en saco al mar. Nuestra bahía está llena de misterios.
—Los arrojaban al Pacífico como lo hicieron con el vagabundo —masculló Cayetano.
La mirada de O’Higgins Monardes se tornó sombría.
—¿Su investigación tiene algo que ver con el vagabundo que vivía bajo el puente Capuchinos? —preguntó, clavándole una mirada severa.
—No, pero ese tema me vino a la memoria.
Monardes lo escrutó con aire burlón desde la hondura de sus cristales.
—Si tuviera algo que ver, yo podría ayudarlo —afirmó Monardes, insidioso—. En fin, lo que quería decirle es que en los años treinta y cuarenta del siglo pasado, en esta ciudad hubo espías, intrigas y enfrentamientos entre quienes apoyaban a Adolf Hitler y quienes se oponían a él.
—Así es que la Segunda Guerra Mundial tuvo entonces su reflejo aquí tal como la Guerra Fría lo tuvo en los años setenta.
—Así fue. Los alemanes residentes en Valparaíso ingresaron al partido nazi con la ilusión de conquistar el poder en Chile. Recuerde que este país le declaró la guerra a la Alemania nazi recién en 1945, cuando la suerte de la conflagración estaba echada. Hasta ese momento, este país fue estrictamente neutral. Imagínese, ¡neutral entre el nazismo y el Occidente democrático, neutral frente a los campos de concentración y el exterminio de judíos!
Entonces la atracción fatal de muchos chilenos por las dictaduras era de larga data, concluyó Cayetano mientras el profesor lo guiaba a un salón de ventanas estrechas y paredes descascaradas. Ahora podía explicarse por qué unos justificaban sin ruborizarse a Pinochet, Franco y Hitler, y otros a Stalin, Kim Il Sung y los Castro. Se imaginó el Valparaíso de los años treinta y cuarenta del siglo pasado: mítines y marchas callejeras nazis y antinazis, enfrentamientos, golpizas, asesinatos, espías, agentes dobles, encuentros clandestinos. Unos tratando de sumar a Chile al Eje, otros tratando de impedirlo.
—Nadie sabe que aquí hubo colaboración entre los nazis y el medio centenar de españoles nacionalistas, que se refugió acá en 1937, huyendo del gobierno republicano —agregó Monardes—. Claro que cuando triunfó Franco llegaron más de tres mil quinientos republicanos, dos mil doscientos de los cuales lo hicieron en el barco francés Winnipeg, contratado por Neruda.
—Esa parte sí la conozco.
—Pues bien, fíjese que unos seiscientos cincuenta se instalaron en Valparaíso. Pero lo cierto es que en los años de los campos de concentración y el Holocausto, en esta tranquila ciudad en la que usted vive, los alemanes nazis y los españoles nacionalistas se aliaron para lograr que Chile apoyara al Eje. Era una tarea secreta que tenían los nazis en todo el mundo.
Monardes se detuvo en el centro del salón, junto a una maciza columna de roble. La palmoteo con una mano y luego dijo:
—Observe con atención, señor Brulé, esta es la columna principal del edificio. Y esa magnífica viga de pino Oregón que pasa sobre nuestras cabezas —señaló hacia lo alto— se denomina viga maestra. La intersección entre la columna y la viga es lo que sostiene, como Atlas al mundo, todo el entramado de este maravilloso edificio del siglo XIX. En ese cruce entre la columna y la viga maestra anidan el alma y el músculo de esta construcción.
Tras decir esto, Monardes cargó a duras penas una escala de madera hasta la columna. La apoyó en la viga maestra, se cercioró de que estuviese segura e invitó a Cayetano a trepar por ella.
Comenzó a hacerlo peldaño a peldaño, titubeante y tembloroso, preguntándose de nuevo qué diablos hacía allí, reprochándose que hubiese perdido por completo su norte en la investigación.
—Los antiguos profesores alemanes del colegio, que militaron en el Partido Nacionalsocialista —continuó contando Monardes desde abajo—, se reunían con espías de los U-Boote, que se acercaban clandestinamente a la bahía en busca de víveres.
—¿Y qué tiene que ver este salón con todo eso?
—Aquí celebraban los nazis esos encuentros con los marinos alemanes, pero también con sus grandes aliados en Valparaíso: los nacionalistas españoles.
Cayetano alcanzó con dificultad la viga maestra y miró hacia abajo. La escala cimbraba y se arqueaba. Si se caía, se quebraba el espinazo, pensó. O’Higgins Monardes aguantaba la escala con ambas manos y su calva brillaba bajo las bombillas del salón.
—No tema, señor Brulé, yo estoy sosteniéndolo, confíe en mí —dijo el maestro—. Suba otro peldaño y observe lo que hay sobre la viga, a cada lado de la columna.
Alzando con cuidado un pie detrás del otro para no caer al vacío, Cayetano Brulé alcanzó la altura que Monardes le indicaba y trató de ajustar sus ojos miopes a la penumbra. Por el lado derecho de la columna, tallada en la viga, vio una cruz gamada. Y por el lado izquierdo, hendida también en la madera, se encontró con la cruz de san Andrés.
—Ignoro en qué anda usted, señor Brulé, pero quiero advertirle tres cosas —escuchó decir a O’Higgins Monardes desde abajo—. La primera es que no hay que verse la suerte entre gitanos. La segunda es que cabalga por territorio comanche. —Hizo una pausa cargada de suspenso mientras Cayetano comenzaba a descender—. La tercera es que en estos menesteres tenga mucho cuidado, porque, como advierten los espejos retrovisores de los coches americanos, los objetos reflejados pueden estar más cerca de lo que usted imagina.