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De nuevo en el Louis Armstrong, se dijo Cayetano mientras su avión carreteaba por la pista del aeropuerto. Desembarcó en las gélidas salas de techo abovedado y en el calor viscoso de la tarde de Nueva Orleans cogió una furgoneta al French Quarter. Media hora más tarde se instalaba en el mismo Best Western de la visita anterior. La canícula de la ciudad le pareció un buen presagio después de los días nevados de Chicago.

Pobres los que acuden a la MLA en busca de una plaza de maestro, pero más sufre gente como Soledad, que ni siquiera fue citada a Chicago, se dijo en el cuarto del segundo piso, abierto a la terraza donde colgaban los maceteros con helechos. Del edificio de enfrente, donde unos hispanos pintaban un muro, le llegó «Vive la vida loca», de Ricky Martin. Pensó en el puertorriqueño, su esposo y los niños que habían adoptado, y se alegró de que en el mundo las concepciones cambiaran más rápido de lo que la gente imaginaba.

Soledad Bristol pasó a buscarlo al atardecer. Era blanca, menuda, de buena figura y anteojos. Caminaron hasta un bar instalado en una casona antigua, de muros gruesos y ventanas pequeñas, que ofrecía una penumbra fresca y sillas confortables. Ocuparon una mesa junto a una ventana y ordenaron cerveza de barril.

—Es el bar más antiguo de Nueva Orleans —explicó ella—. En el siglo XVIII fue la residencia del pirata Lafitte.

—No vivía mal ese Lafitte —farfulló Cayetano—. Cuénteme, por favor, del profesor.

—La verdad es que se llevaba mal con sus colegas —dijo ella, entornando los ojos verdes—. Pero de ahí a pensar que pudieran mandarlo a matar…

Vestía falda corta, blusa desabotonada en la parte superior y no usaba sujetador. Le gusta mostrar su cuerpo, pensó Cayetano. Mercadería que no se exhibe, no se vende, decían en la isla. Hay que enseñar lo que se tiene mientras se es joven. La carne se degrada más rápido que la inteligencia. Además, esta mujer se maquilla como las de antes, reconoció satisfecho, costumbre que al parecer han descuidado ya muchas de las asistentes a la MLA.

—¿Así que eran malas las relaciones con los colegas? —continuó.

—Prácticamente no tenía relaciones con ellos en el college. Era un animal de trabajo, pero con cero de inteligencia emocional. Vivía para trabajar. Al pan le decía pan y al vino, vino. Y estaba obsesionado con sus investigaciones. Menos mal que no tuvo hijos.

—¿Intolerante?

—Y desconfiado. ¿No se lo contó Lisa?

—¿De quién desconfiaba?

—De todo el mundo.

—Paranoico —dictaminó Cayetano, atusándose las puntas del bigotazo, clavándole sus ojos de marmota cansada a la muchacha—. Pero en Chicago me dijeron que no tenía enemigos. Lo mismo me aseguró Lisa.

—¿Qué otra cosa le iba a decir? Nunca se enteró del tipazo de marido que tuvo. Es una mujer rica y ostentosa. A él lo tenía como su mascarón de proa. Y él ni cuenta se dio.

La afirmación lo hizo preguntarse si Soledad había sido amante del profesor. Lo admitía: estaba reduciendo con excesiva facilidad las relaciones entre un hombre y una mujer a una única variante, la cama, y eso estaba mal.

—Hasta ahora yo abrigaba otra impresión de Pembroke —continuó—. Los profesores Chang y Guerra me aseguraron que no tenía enemigos.

—Jamás le dirían otra cosa. Nadie quiere verse involucrado en algo así. La academia es como la política, un campo de batalla sórdido y discreto, subterráneo, donde lo importante ocurre bajo la superficie.

Sorbió con entusiasmo la cerveza que acababan de servirle. Estaba fría y contundente. Se limpió la espuma de los bigotes con el dorso de la mano.

—¿Quiénes no lo soportaban? —preguntó—. Usted tiene que saberlo.

Ella se ordenó la cabellera con ambas manos y dijo con la vista fija en la mesa:

—Su némesis era un profesor de un exclusivo college de Vermont.

—¿Es español?

—¿Cómo lo sabe?

—Lo deduzco. Si Pembroke admiraba a los pueblos originarios de las Américas y se especializaba en la conquista, en el ámbito académico debe haber tenido conflictos con quienes relativizan las atrocidades de los conquistadores.

Soledad miró a través de la ventana con una sonrisa leve dibujada en su bello rostro. Por la vereda cruzó a paso lento un anciano negro de sombrero y guayabera. El Lafitte comenzaba a llenarse de turistas que huían de la nieve del norte de Estados Unidos y hallaban refugio en Luisiana. Los más afortunados solo regresaban a Minnesota, Oregón o Iowa de la mano de la primavera. Un cincuentón de barba blanca a lo Ernest Hemingway introdujo fichas en el wurlitzer, y John Fogerty comenzó a cantar «Have you ever seen the rain?». A Cayetano le vinieron a la memoria los setenta, una calle Ocho de Miami repleta de chiringuitos cubanos, el vozarrón de su padre músico.

—¿Cómo se llama el profesor de Vermont? —insistió.

—Sandor Puskas.

—No suena muy español que digamos.

—De origen húngaro. Puskas es uno de los principales expertos en textos de la conquista, desde Bernal Díaz del Castillo a Alonso de Ercilla, pasando por Lope de Aguirre, fray Diego de Landa y Hernán de Soto.

—¿Realmente Pembroke odiaba a Puskas?

—Una vez me dijo que de poder matarlo, lo mataba. Imagínese. Y sabía que Puskas no dudaría en matarlo a él, si se le presentaba la ocasión de hacerlo. Pero, claro, eso es figurado, usted entiende. No competían por cargos, porque cada uno estaba firmemente afincado en su college. Pero por fama y proyección. Nuestro profesor era un ser apasionado, visceral y rencoroso.

—¿Y por eso se odiaban tanto?

—En verdad, no se resistían por discrepancias en la interpretación de la historia.

Cayetano sacudió la cabeza con incredulidad, bebió un sorbo de cerveza y se acomodó las gafas.

—Ya sé, es difícil de creer —replicó ella—. Pero no se confunda. Los recelos y las envidias son usuales entre académicos especializados en un mismo ámbito. Pero la sangre nunca llega al río.

—¿Y cuándo comenzó todo eso?

—Hace años, cuando se enfrentaron sus reseñas sobre el libro The American Discovery of Europe, del profesor Jack D. Forbes. ¿Lo ha leído?

—No lo he escuchado ni mentar. ¿Qué pasó entonces?

—Lo de siempre Pembroke lo celebró como un hito revolucionario en la tostón de la historia, y Puskas lo hizo trizas, clamando que cuanto afirmaba el libro era una especulación carente de las más mínimas pruebas científicas.

—¿De ahí surgió el odio mutuo?

—De ahí.

Cayetano volvió a beber de su jarra. Soledad hizo lo mismo.

—Me gustaría leer a Forbes —dijo Cayetano, no muy convencido.

—Me lo imaginé —repuso ella mientras sacaba un libro de tapas azules de la cartera—. Y por eso lo traje. Prestado nomás que es de la biblioteca pública. Le va a encantar por lo que dice y cómo lo dice. Forbes es dueño de un estilo simple y directo. Ahora entenderá por qué Pembroke y Puskas se declararon una guerra sin cuartel.