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Entre crucero y crucero, Duke Gamarra residía en un yate de la década del cincuenta que alguien le prestaba en un embarcadero de Miami con la condición de que lo vigilara y le echara a andar cada cierto tiempo el motor. Despertaba satisfecho allí por las mañanas, junto al muelle de madera, entre el graznido de las gaviotas y el vuelo de los pelícanos, a conveniente distancia de un restaurante cubano y un supermercadito, hacia los que se desplazaba en su destartalado Corvette de los ochenta cada vez que lo necesitaba.

Ese mes de febrero, Duke lo pasaba en el Antigua, dedicado a barnizar las maderas de a bordo. Se encontraba convaleciente de la torcedura de un pie, por lo que llevaba una llamativa bota ortopédica negra.

—No tuve nada que ver con Pembroke y lamento lo ocurrido —le espetó de sopetón Gamarra cuando lo recibió en la cubierta, brocha en mano y con un tarro de barniz a sus pies.

—Pero usted le impartió clases de natación al profesor.

—De estilo. Un par de clases. La gente nada a la buena de Dios.

—O sea, hablaba con él.

—De estilo y punto. Los académicos no son lo mío. Es gente pretenciosa y se cree superior a todo aquel que no tenga un cartoncito de mierda. Nunca llegué a la universidad y ni falta que me hace —agregó mientras el barniz goteaba de su brocha al piso de tablas—. ¿O usted cree que uno habla de filosofía e historia mientras nada en la piscina?

Era un frontón de pelota vasca. Lo sabía por experiencia. Gente como Gamarra no solo era como un muro, sino también como una ostra que se cierra para no soltar la perla. Decidió continuar por otro flanco. Supuso que entre él y Stacy algo había ocurrido durante el crucero.

—Pero a los Pellegrini sí los conoció, ¿verdad? —preguntó.

—Es gente encantadora, como suelen ser los de Luisiana cuando no son racistas —dijo Gamarra.

Salió de la sombra que le prodigaba el toldo de la nave y se acercó al salvavidas. El Antigua era uno de los más viejos entre el centenar de yates atracados en esa marina. La mar parecía un espejo y el cielo, espuma batida. Allí se estaba bien, como en vacaciones perpetuas, pensó Cayetano, sintiendo sana envidia por la vida que llevaba Gamarra. Mejor estar allí, bajo ese cielo resplandeciente, que en la neblina tupida y fría de Valparaíso. Pasaron a la sala de mando, donde el aire era gélido.

—¿Usted es amigo de ellos? —preguntó Cayetano, apoyándose contra el respaldo del sillón del copiloto, una suerte de butaca clase ejecutiva de buena línea aérea.

—Tanto como amigos no —afirmó Duke, sacando de un minirrefrigerador dos latas de Heineken. Le lanzó una a Cayetano, y las destaparon y bebieron con fruición. Estaban tan frías que herían el paladar—. Los conocí y punto. Como a mucha gente en los cruceros. Mi trabajo consiste, por lo demás, en cultivar buenas relaciones con todos.

Gamarra se permitió un trago largo, con los párpados entornados, como si intentase borrar la presencia del visitante. Era un tipo fuerte y de rasgos atractivos, varoniles: pómulos altos, ojos oscuros bajo cejas tupidas, y llevaba el pelo corto como cadete de Annapolis.

—Digamos que le pagan para ser amable con los pasajeros —comentó Cayetano.

—Nos pagan para que seamos complacientes con los pasajeros y ellos puedan disfrutar del viaje.

—No debe haberle costado mucho ser amable con Stacy, ¿verdad? —Se echó un sorbo que le fracturó la frente, pero atento a la reacción del salvavidas.

Este soltó una risa forzada, se pasó el dorso de la mano por los labios, y miró ceñudo el mar centelleante a través del ventanal, como si recordara algo importante.

She is a gorgeous lady —comentó.

—Con un esposo bastante mayor —agregó Cayetano, insidioso.

—Abundan parejas como esas en las cabinas exclusivas. Nunca se sabe si son matrimonios o una parejita transitoria, pero es algo que a mí no me concierne.

—¿Mucho viejo navegando con lolas?

Necesitaba envolverlo con la conversación.

—A los viejos les fascina viajar en compañía de un par de modelos, usted sabe. Casi siempre son tipos casados. Buscan relajarse en el Caribe en compañía de una muñeca que puede ser su nieta.

Not a bad idea.

—Pero viajan low profile: gorrita beisbolera, anteojos de sol, camisa hawaiana, Rolex, bloqueador solar, sonrisa perpetua.

—Pero no es el caso de los Pellegrini.

Duke soltó un eructo y alzó un brazo para saludar a unos tipos que cruzaban el embarcadero cargando cubos plásticos. Luego se acomodó sobre el timón de madera con la lata de cerveza entre las manos y comenzó a estrujarla. Después dijo:

—Si usted cree que Pembroke tuvo algún lío con Stacy Pellegrini en el viaje, o que su esposo tuvo algo que ver con el asesinato del profesor, se equivoca de medio a medio.

Aquello lo intrigó porque olía a advertencia. Se peinó los bigotes y se acomodó los anteojos de gruesas dioptrías sobre la nariz.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó.

—Entre Pembroke y Stacy no hubo nada. Eso lo noto yo a la legua. Llevo demasiados años de circo. Los pasajeros son como niños. Se entusiasman a la primera en un crucero y creen que nadie los observa. Pero la tripulación sí capta todo. Que nos hagamos los tontos es otra cosa.

Trató de estrujar la lata de cerveza, pero fracasó. Se secó con digno disimulo la mano en la guayabera que había comprado en el aeropuerto de Miami.

—No me convence que usted no sepa nada de Pembroke —insistió—. Me dijeron que conversaban a menudo.

—Solamente de saludarlo al pasar. El acostumbrado how are you doing, sir? Me parece que usted supone que Stacy Pellegrini tuvo algo que ver con la muerte del profesor Joe Pembroke.

—No he dicho eso.

—Stacy y Pembroke eran buenos amigos, pero eso no la convierte en sospechosa, espero.

Comenzó a pasearse con la lata vacía entre las manos mientras imaginaba a Stacy y Pembroke acudiendo a los bares en que recalaba el crucero, y al viejo Stan aguardando a bordo. ¿O eran Duke y Stacy quienes salían a recorrer los puertos, y Pembroke y Stan permanecían en sus camarotes? Soltó un resoplido. Pese al aire acondicionado, el sudor aún le corría por las sienes y le empapaba la espalda. ¿Pembroke había planeado desde un comienzo recorrer solo Valparaíso, o pensaba hacerlo con Stacy y el esposo de esta se lo había impedido a última hora? ¿O Duke se había encargado por alguna razón de eliminar a Pembroke y decapitarlo y marcarlo para despistar cualquier investigación?

—¿Por qué el profesor salió a pasear solo ese día? —preguntó.

—Ese día los Pellegrini se quedaron en el Emperatriz del Pacífico. Stan se sentía mareado y prefirió reposar. Parece que ella permaneció con él.

—Una mujer fiel —masculló Cayetano, arrojando la lata en un cubo plástico.

—Bueno, yo no pondría la mano al fuego por ninguno de mis pasajeros.

—¿A qué se refiere?

—A que un crucero es un paréntesis en la vida de las personas. Por eso decimos que lo que ocurre en el crucero queda en el crucero. Usted no se embarca en una nave como esa para continuar con la misma existencia que lleva en tierra.

Le hubiese gustado que Duke Gamarra lo invitase a dar un paseo en el yate. Navegar bajo el cielo alto y azul hasta Cayo Hueso, que no visitaba desde hacía mucho. Desembarcar en Cayo Hueso era acercarse a La Habana, era olerla e imaginarla en su magnificencia y miseria, era escuchar sus emisoras de propaganda revolucionaria, era reconstruirla mediante su agobiada memoria de trasplantado. Habría sido feliz espiando su malecón desde un yate arrullado por la corriente del golfo.

—Una mujer fiel —repitió Duke, sonriente—. No le queda otra.

—¿A qué se refiere?

—Con el kilometraje recorrido, a Stacy no le queda más que atender al vejete.

Gamarra se refería con demasiado desparpajo y resentimiento a Stan. Allí algo no cuadraba, algo que olía a celos o envidia, pensó. Tal vez le irritaba que un viejo con dinero pudiese darse el gusto de tener a su lado a una joven encantadora. Pero así era la vida de injusta. Los viejos con plata tenían las mejores mujeres y los mejores convertibles, y no había nada que hacer.

—¿Mucho kilometraje? —Se despojó de los anteojos y empañó los cristales con el aliento para limpiarlos de la sal con el bajo de la guayabera.

—Por lo demás, no creo que estén casados.

—En el mundo ya solo los gays quieren casarse, Duke. ¿Convivientes, entonces?

—No estaban casados ni por la ley ni la Iglesia. Eso me lo contó ella. Claro, por la Iglesia era imposible.

—¿Por qué?

—Por el trabajo al que se dedican.

Vislumbró la malicia en la mirada del otro como un objeto impreciso que sacude el oleaje.

—Son corredores de propiedades de lujo. ¿Qué tiene de malo eso? —preguntó.

—Esas propiedades les sirven en verdad de simples escenarios.

—¿Para qué?

—Para producir películas porno en California. ¿No lo sabía?

Aquello lo descolocó.

—Ella me lo dijo —aseveró Duke—. De ahí viene su fortuna, no del corretaje de propiedades.

Cayetano soñó con encender un habano y aspirar el humo para sopesar en sosiego aquella revelación.

—Entiendo —dijo y se sentó en la baranda. Un yate pasó frente a ellos en dirección a la bahía. Lo capitaneaba un tipo al que acompañaban dos estupendas muchachas en biquini, que alzaron sus copas hacia ellos—. ¿De ahí viene lo que usted llama el kilometraje de Stacy?

—Viene de sus memorables actuaciones. Su nombre de guerra es Stacy Soireê.