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Esa noche se quedó solo en el hostal. Soledad había decidido a última hora viajar a Dublín, en cuyo aeropuerto se encontrarían al día siguiente antes de salir de Irlanda. Le convenía ese arreglo porque la noche anterior no había logrado pegar pestaña: se la habían pasado conversando, bebiendo y haciendo el amor como Dios manda. Él había quedado exhausto, no así Soledad, que le pareció necesitada de mucha ternura y pasión en la cama.
Pero lo más agotador era que Soledad deseaba ir a vivir con él a Valparaíso. No pedía casi nada: techo y pasaje. El resto, aseguraba ella, corría por su propia cuenta, pues era independiente. Pese a lo atractiva que le parecía, él había rechazado con vehemencia esa posibilidad, convencido de que allá la química entre ellos no funcionaría y todo se iría al carajo. ¿Una gringa de Nueva Orleans viviendo en Valparaíso?, se preguntó. ¿Entre las jaurías de perros sueltos, los lanzas a chorro, las marchas de protesta, el invierno húmedo y frío, los terremotos y la falta de perspectivas laborales? Además, y quizá ese era el escollo principal, se sentía atraído por Andrea Portofino, aunque le incomodaba su actitud excesivamente liberal ante la vida y su falta de interés por mantener con él una relación sentimental exclusiva.
Lo único cierto por el momento era que Soledad andaba en Dublín y eso le permitía disfrutar su apreciada libertad y continuar con la investigación. Podía además reunirse tranquilamente con Patrick Merlin, quien llegó sudoroso y entusiasmado al Fox’s Bar en la silla de ruedas.
—Tengo algunas preguntas sobre los apuntes de Pembroke que estuve leyendo —dijo Cayetano mientras esperaban el plato de fish & fries—. ¿Sabes algo sobre los códices de Landa? Pembroke los menciona mucho.
—No son estrictamente de la autoría de ese señor, que fue fraile y hasta obispo en México. Se trata en verdad de los libros escritos por los mayas en Abya Yala antes de la conquista. Los escribían sobre la corteza del árbol del amate o del matapalo, que son más durables y flexibles que el papiro egipcio. En rigor, quedan solo tres códices mayas prehispánicos.
—Y todos se hallan en Europa.
—Así es; el de Dresde es el más célebre, y luego están los de París y Madrid. Los españoles lanzaron a la hoguera todos los códices que encontraron a su paso. El motivo: despojar a los mayas de su memoria histórica. Algo en extremo cruel y trágico por cuanto para los mayas el futuro estaba cifrado en el pasado. Para ellos, el pasado anunciaba el futuro.
—Y Landa ¿qué papel juega en todo esto?
—Fray Diego de Landa es una figura diabólica. Fue quien ordenó quemar todos los códices de la península de Yucatán, en julio de 1562.
—Setenta años después de la llegada de Colón. ¿Por qué?
—A su juicio, eran obras paganas, diabólicas, que impedían la conversión de los mayas al cristianismo. Claro, los códices permitían a los mayas mantener sus tradiciones y creencias milenarias. Eran su GPS cultural, si puedo decirlo así. El famoso frailecito ordenó quemar todos los códices que encontró. Imagínate.
Cayetano sintió que se abría un precipicio bajo sus pies. Intentó imaginar por un instante que una potencia extranjera borrase de la faz de la Tierra todos los documentos de la historia de su país. Era el castigo más espantoso que podía aplicarse: hundir a un pueblo en la amnesia obligada. La unión de los símbolos de la guadaña y las llamas representaba entonces la muerte de los códices en el fuego, la memoria segada por la intolerancia, la memoria devorada por las llamas.
—¿Nunca escuchó de Alonso de Zorita? —preguntó Merlin.
—Jamás.
—Es importante —afirmó el guía turístico—. En 1540, él vio códices en el altiplano de Guatemala. Dijo que eran miles, que eran los libros de esa gente, libros que relataban una historia que se remontaba a más de ochocientos años de antigüedad. Pero de eso no quedó nada. ¿Sabe por qué? —preguntó con voz trémula—. Porque fray Diego de Landa ordenó quemarlo todo.
—Por lo que veo, donde el frailecito ponía su pie no volvía a crecer la memoria.
—Los últimos en ser destruidos fueron los de Taysal, en Guatemala, la última ciudad maya en ser conquistada. Como buen hijo de la Inquisición, Landa se dedicó a quemar la otra historia, la historia no oficial, la historia que no debía conocerse. Aunque después cambió su visión de las cosas y regresó a Yucatán como obispo, o algo así, a reescribir la historia de los mayas.
Le pareció inconcebible, el colmo de la hipocresía.
—¿Y eso?
—Quién sabe. Tal vez por conveniencia política o por miedo a irse al infierno. Con lo que había hecho se iba derechito a las llamas eternas. Pero lo cierto es que ya había cumplido su tarea genocida en términos culturales. ¿Qué se podía recuperar a esas alturas de las cenizas?
Cayetano pensó que Pembroke y los mayas tenían razón, que la historia se reproducía plagiándose a sí misma, que el futuro estaba cifrado en el pasado, que lo ocurrido anunciaba lo que iba a pasar. ¿Qué conquistadores en la historia del mundo no habían incinerado la historia del conquistado para imponer su propia versión de las cosas?
—Solo sobrevivieron tres códices prehispánicos y, al parecer, una parte de un cuarto: el Códice de Grolier o Fragmento de Grolier —agregó Merlin—. Es el único que está en México, pero no lo exhiben.
—¿Por qué?
—Los expertos mexicanos abrigan dudas sobre su autenticidad.
—¿Le comentó alguna vez Pembroke sobre estos códices?
—No —repuso Merlin.
—¿Y sobre los que quemó Landa?
—De esos sí. Aquello sí lo amargaba. Pensaba que eran esenciales y que allí estribaba el grueso de la historia, el conocimiento y el acervo cultural de los mayas. Creía que lo perdido estaba perdido hasta el final de los tiempos. Fue ciertamente un crimen que nunca tuvo castigo. En verdad me pregunto si puede existir castigo apropiado para un crimen de esas proporciones. Y lo peor es que en la academia aún trabajan activistas glorificadores de la conversión al cristianismo. En realidad forman legiones.
Cayetano hojeó la carpeta, impresionado por la pasión con que Merlin se sumergía en el tema de los códices. Leyó algo más durante unos minutos y luego dijo:
—Escucha lo que apuntó el profesor antes de irse de Galway: «Landa no destruyó todos los códices prehispánicos que narraban los viajes a G». No da el nombre, solo dice G. O sea que tampoco creía que el Códice de Grolier fuese auténtico. ¿Sabes qué significa G para Pembroke?
—¿Guatemala tal vez? ¿Antigua Guatemala?
—No digas bobadas —exclamó Cayetano, extendiendo los brazos, encogiéndose de hombros—. Tienes que arriesgarte más y ser menos modesto.
—¿Galway? —aventuró Merlin, inseguro, mientras cogía una papa frita.
—Exactamente. ¡Es Galway! ¡Galway, Patrick querido! —exclamó Cayetano, alborozado. Y al encontrarse con el rostro ceñudo de Merlin repitió—: ¡Es Galway! ¡Ese es el magno descubrimiento de Pembroke, eso es lo que lo hace superar el planteamiento del libro de Jack D. Forbes! Según Pembroke, existen códices prehispánicos, referidos a Galway, que Landa no logró echar a la hoguera. ¿Sabes lo que eso significa?