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—El último barrio donde habitó su esposo, si me permite la metáfora, se llama Emperatriz del Pacífico —afirmó Cayetano mientras se acariciaba el bigotazo con parsimonia—. De ese barrio, esencial para iniciar la investigación, quedan solo los folletos de cabinas, salones y cubiertas, y una lista con dos mil pasajeros y tripulantes, desperdigados hoy por el mundo. ¿Se imagina lo que es indagar bajo estas condiciones?

Ella optó por ordenar una copa de vino espumante.

—Dígame —continuó él—, ¿por qué no acompañaba usted a su esposo en el crucero?

—Joe solía aislarse por completo en una cabaña o un departamento, lejos de casa, para terminar sus libros. Esta vez prefirió refugiarse en un camarote. Yo lo entendía.

Decidieron pasar al restaurante del segundo nivel llevando las bebidas en la mano. Subieron por una escalera de madera, que trepa combándose junto a un fresco que muestra a Valparaíso y su mar en una espléndida mañana de sol.

—No sé por dónde comenzar —continuó Cayetano cuando ambos examinaban la carta sentados a la mesa—. Me pregunto si su esposo fue víctima de algún pasajero del Emperatriz del Pacífico, de algún habitante de estos cerros o de alguien que vino expresamente a Valparaíso a cometer el asesinato.

Lisa lo escuchó en silencio y luego pidió una hipocalórica ensalada de camarones ecuatorianos con palta, lechuga, tomate, pimentón y manzana verde, opción que tal vez explicaba la lozanía de su cutis y la salud que irradiaba, pensó Cayetano. Algo menos consciente en materia dietética, él se inclinó por un costillar de cerdo al horno, acompañado de arroz blanco y ensalada de tomate y cebolla.

—Y tráiganos un buen cabernet sauvignon —agregó—. ¿O prefiere un blanco?

—Me quedo con el espumante.

—Entonces me basta con media botella de Pérez Cruz —ordenó Cayetano y, una vez que se hubo retirado el mozo, dirigió una nueva pregunta a Lisa—. Disculpe, pero ¿nunca se le pasó a usted por la mente que su esposo tuviese, digamos, una amante?

—No.

—¿Nunca hubo nada en ese sentido?

—Una vez tuvo algo con una georgiana residente en Estados Unidos. Algo pasajero y doloroso, pero eso fue hace cinco años. Larisa Ustinov es dueña de una galería de arte en Chicago. Vende iconos y cuadros de santos ortodoxos. ¿Pretende entrevistarla?

—Solo si seguían viéndose, por eso le pregunto —dijo Cayetano y se llevó un trozo de pan a la boca—. En el Emperatriz del Pacífico también iban rusos. Imagino que con dinero, a juzgar por las cabinas que ocupaban. Habría que explorar si viajaba también la señora Ustinov.

Mientras Lisa esperaba la ensalada, Cayetano recibió para empezar un ceviche de reineta, salmón y corvina, marinado en zumo de limón, cebolla y perejil picado. A esas alturas ya todas las mesas del segundo piso del O’Higgins estaban ocupadas, lo que hablaba bien del local.

—¿Y nunca tuvo la impresión de que su esposo obtenía ingresos extra por alguna actividad que usted desconociera? —preguntó Cayetano.

—¿Se refiere a narcotráfico?

—Algo por el estilo.

—Ya me lo insinuaron los de la PDI y el FBI. Mi respuesta es un no rotundo. Mi esposo fue un profesional ejemplar, un académico de tomo y lomo.

—Según la carpeta, ustedes vivían sin preocupaciones materiales. ¿El tren de vida lo financiaba el ingreso de Joe como maestro del Voltaire College?

—Y en parte el alquiler de viviendas de mi propiedad. Además, no tenemos hijos y eso hace una gran diferencia.

—Hay una pareja en este expediente con la cual me gustaría hablar: Stan y Stacy Pellegrini, gente con la cual su esposo trabó amistad en el Emperatriz del Pacífico.

—Los conocí después de la muerte de Joe. Viven en Nueva Orleans —repuso Lisa, pensativa—. Si necesita verlos, no tengo inconveniente para que viaje. Claro que en clase económica, si me entiende, y alojándose en hoteles de tres estrellas.

—Gracias. Pero dígame con idéntica franqueza: ¿por qué quiere llegar al fondo de todo esto? Se lo pregunto porque tanto la tesis de un asesinato corriente como la de que aquí se oculta algo grueso va a resultar a la larga más dolorosa y cara para usted.

Ella apartó la mirada.

—Solo la verdad me dejaría tranquila —aseveró y alzó los ojos—. ¿Puede entenderlo?

Más que su belleza madura y la intensidad de su mirada, era su carácter resuelto lo que seducía de ella, pensó Cayetano.

—No dispongo de mucho tiempo para averiguar la verdad —agregó ella finalmente, enlazando las manos, acodada sobre la mesa, con la voz trémula—. Sufro de una enfermedad incurable, y por ello necesito que usted esclarezca el crimen antes de que yo me apague.