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No le costó mucho convencer a la viuda de Pembroke de que era imprescindible que él viajara a Corea del Norte. Por alguna razón, tal vez debido al avance de su mortal enfermedad, ella ahora parecía resignada a que la investigación desembocara en un área que pertenecía más a lo que consideraba el realismo mágico de América Latina que al mundo cartesiano de Chicago, Berlín o París, que ella tan bien conocía.

—Además, ni el FBI, con toda su tecnología CSI, ni la PDI, con sus contactos en Chile, han avanzado un pelo en un año —reclamó Lisa al teléfono—. No me convence su teoría de la conspiración académica, señor Brulé, pero vaya. Vaya y avance y no siga cojeando ni se me salga del presupuesto. Recuerde, por favor, que no dispongo de mucho tiempo para conocer la verdad.

Y ahora Cayetano Brulé estaba en pleno vuelo, en clase turista de Air China, de Londres a Taoxian, el aeropuerto de Shenyang, la gran ciudad china desde donde se pueden cubrir con cierta facilidad los aproximadamente 3.420 kilómetros que la separan del provinciano aeropuerto Sunan, de la capital de la República Popular Democrática de Corea.

El Air China había despegado de Heathrow puntualmente a las 20.25 del jueves y debía arribar a Shenyang el viernes a las 17.55, tras quince horas de viaje, incluida una tediosa escala de transbordo en Beijing.

Durante el vuelo, mientras le servían exquisiteces chinas, examinó el itinerario. Le inquietó hallar la información de que la línea estatal norcoreana Air Koryo emplea de Shenyang a Sunan no solo los nuevos modelos rusos Tu 204-100, de la legendaria Tupolev, sino también el viejo Tu 134, más conocido en África como «cajón de la muerte». Tendría que arriesgarse. Detective que no apuesta, no gana, pensó mientras examinaba las alternativas de vuelo.

En Shenyang, donde aterrizó al menos a salvo, se hospedó en el hotel norcoreano que le recomendó Máximo O’Reilly, un amigo de origen argentino de Patrick Merlin, a quien tuvo la oportunidad de conocer a la pasada en Galway. Era un personaje interesante: hijo de diplomáticos argentinos y exmilitante de la Federación Juvenil Comunista de su país, había egresado de una escuela de inteligencia de la desaparecida República Democrática Alemana, en la localidad de Klein-Machnow, y después se había desempeñado por diez años, nada menos que en Pyongyang, como traductor al español de las obras de Kim Il Sung. El idioma coreano lo había aprendido en su adolescencia en Seúl, donde su padre se desempeñó como consejero de la legación argentina. En 1999 abandonó definitivamente Pyongyang.

Pese a su singular experiencia, o tal vez precisamente debido a ella, a Cayetano le despertó suspicacia política. Sabía de lo alérgico que era el régimen norcoreano ante los extranjeros. Fue precisamente él, Máximo O’Reilly, quien le sugirió el método más expedito para entrar a Corea del Norte: solicitar visa en Shenyang, donde el trámite es rápido y nada burocrático si uno está dispuesto a pagar una tarifa adicional, que incluye alojamiento por dos días en un hotel del Estado norcoreano, transporte al aeropuerto y visa para ingresar al hermético país comunista.

—Nadie sabe a ciencia cierta —le advirtió Merlin a Cayetano antes de presentarle al argentino— qué piensa en verdad Máximo O’Reilly sobre Corea del Norte, ni si estuvo casado o tiene hijos allá. Ni se sabe si ha sido o sigue siendo agente de inteligencia del camarada líder, por lo que te aconsejo mostrarte cauto y reservado ante él.

O’Reilly era un tipo alto y fornido, de poco más de sesenta años, alborotada melena y barba blancas, con un curioso parecido al Karl Marx de los retratos clásicos. Cuando se conocieron llevaba jeans y chaqueta de mezclilla negra sin mangas sobre una camisa de cuello corto, como las que viste el presidente ecuatoriano Rafael Correa. Pese a su aspecto exótico, a Cayetano le pareció que en las calles de Galway pasaba como un irlandés más.

—En cuanto Patrick me contó que usted quería visitar Pyongyang abordé el bus y vine a verlo enseguida —le dijo O’Reilly mientras se tomaba su café—. Es un país que me apasionó y que usted jamás olvidará. Solo a partir de las agresiones que ha sufrido por parte de China, Japón y Estados Unidos, es posible comprender su sistema y el vasto apoyo popular de que disfrutan el gobierno y la filosofía Juche.

Cayetano lo escuchó con atención. A esas alturas de la vida ya no estaba para discutir con admiradores del sistema totalitario norcoreano. Le parecía una batalla perdida de antemano. Había personas de convicciones extremas con las cuales, a sus años, ya no debía perder el tiempo. O’Reilly era, desde luego, una de ellas.

—¿Puedo preguntarle por qué dejó Corea del Norte? —indagó Cayetano, sin dar rodeos.

—Porque la editorial no me renovó el contrato —dije O’Reilly—. Traduje al español varios tomos de las obras de Kim Il Sung y folletos sobre la historia, la economía y la vida cultural de la República Popular Democrática de Corea, y de pronto me anunciaron que ya no me necesitaban más. Perdí así el permiso de residencia. Y aquí me tiene, en Irlanda, trabajando de fontanero, oficio que aprendí en Pyongyang, desde luego, y de asesor de una pequeña editorial política, dirigida por anarquistas locales. Y usted ¿por qué quiere ir para allá? —le devolvió la pregunta.

—Siempre me ha seducido la idea de conocer Pyongyang, una ciudad de la cual poco se sabe —dijo Cayetano, fingiendo ingenuidad y entusiasmo—. Además, quisiera visitar el Museo Central de Historia. Me interesa la primera presencia asiática en mi continente.

—¡Macanudo! —exclamó O’Reilly, que aún conservaba su acento rioplatense—. Es cierto, allí hay una sección dedicada a la presencia coreana en el mundo a lo largo de la historia, y seguro que encontrará aspectos interesantes sobre esa etapa. ¡Gran tema, señor Brulé!

—Quisiera ver lo que hay de esa época —agregó Cayetano, echando una mirada a Merlin.

—Amante de la historia de los indígenas americanos, ¿eh? Están de moda —comentó el fontanero y saboreó el café con aire satisfecho—. Bien, muy bien. ¿Y piensa escribir sobre eso? ¿Un ensayo, tal vez?

—Solo iré por curiosidad.

—Ahá —dijo O’Reilly y revolvió de nuevo el café y luego se quedó mirando ensimismado el remolino que se formaba en su taza.

¿Y qué si Máximo O’Reilly era un espía norcoreano?, se preguntó Cayetano. No dejaba de ser curioso que hubiese querido conversar con él, un perfecto desconocido, en cuanto se enteró de su proyectado viaje. ¿El hecho de que no criticara un sistema condenado por todo el mundo —o casi todo el mundo— no lo convertía ya en un tipo sospechoso? ¿Y qué si los norcoreanos tenían algo que ver con el asesinato de Pembroke? Un escalofrío le recorrió la espalda. Sabía que era un régimen brutalmente represivo y capaz de secuestrar y asesinar más allá de sus fronteras. Quizá estaba hilando de nuevo demasiado fino.

—Si quiere llegar a Corea del Norte, lo mejor es que pida visa mediante un truco que puedo enseñarle —le sugirió O’Reilly.

—¿Cómo es eso?

—Mire, hay solo dos embajadas de la RPDC en el continente suyo: una en La Habana y la otra en Ciudad de México. Allá lo tramitarán durante meses y no es seguro que expidan su visa.

—¿Y entonces?

—Lo mejor —añadió O’Reilly, mirando los transeúntes que pasaban frente al local— es que entre a la RPDC desde China.

—¿Sin visa? —reclamó Merlin—. ¡No lo dejarán ni subir al avión!

—Existe en esa ciudad un consulado norcoreano que la gente no conoce. Por unas quinientas libras, ellos le arreglan todo.

—¿Y qué seguridad tengo de que me la den?

—Bueno, si usted no tiene historias turbias con Corea del Norte ni la ha denigrado públicamente —dijo O’Reilly, permitiéndose una risita irónica— no va a tener problemas. Lo pasarán a buscar unos muchachotes al hotel con la visa lista, lo llevarán al aeropuerto y lo embarcarán en un vuelo de Air Koryo. Después de una hora de viaje aterrizará entre las verdes colinas y los campos roturados que rodean el aeropuerto Sunan, de Pyongyang —enfatizó con aire nostálgico O’Reilly—. Es una experiencia que, estoy seguro, jamás olvidará, señor Brulé.