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—¿Cayetano Brulé?
El hombre de bigotazo y gruesos anteojos de marco negro levantó la vista del diario y contempló a la mujer enmarcada en el vano de la puerta de su oficina en el Turri.
—Soy yo, señora. ¿Con quién tengo el placer? —preguntó poniéndose de pie.
Era fornido, con amplias entradas en la frente y unos ojos pardos y amables.
—Lisa Pembroke —dijo ella.
Le estrechó la mano sonriendo y la invitó a tomar asiento en una silla desvencijada. A través de las ventanas del despacho se veían, por el oeste, el Pacífico, a esa hora liso como un platillo rebosante de mercurio, y, por el este, los cerros poblados de la ciudad. Le ofreció un expreso.
—Me vendría bien —afirmó la viuda, que, a juzgar por la lozanía de su rostro y la saludable esbeltez de su cuerpo, tenía menos de los cuarenta que había imaginado semanas atrás, cuando ella lo había llamado por teléfono desde Estados Unidos.
Llenó de agua la cafetera de aluminio, vertió polvo de café en el filtro y la puso sobre la llama de la cocinilla. Le alegró que la niebla se hubiera disipado y que Valparaíso, libre al fin del manto lechoso, luciera despejado y nítido bajo un cielo azul.
—Ya lo sabe, vine porque me urge que encuentre a los asesinos de mi querido esposo —dijo ella de golpe, pero con la voz quebrada y en un español con acento gringo.
—Es un tema complejo —comentó Cayetano, regresando al escritorio. Cuando se sentó, su corbata lila de guanaquitos verdes se acomodó al suave bulto moldeado por su barriga—. Complejo, pues ni la Interpol ni la Policía de Investigaciones de Chile han hecho progresos significativos en un año.
Sabiendo que la viuda llegaría, había refrescado su memoria sobre el caso Pembroke, el más macabro de la historia de la ciudad. Ni los asesinatos del francés Émile Dubois, a comienzos del siglo XX, ni los de los psicópatas, durante la dictadura militar, habían horrorizado tanto a Valparaíso. En este caso, acaecido un año antes, unos desconocidos habían decapitado a Pembroke y arrojado por un acantilado su cuerpo, que llevaba marcado a fuego en el pecho una guadaña. Su cabeza la habían tirado luego por unas escaleras céntricas hasta que llegó rodando a la calle Esmeralda.
Los especuladores coincidían: se trataba de un ajuste de cuentas entre narcos, mundo con el cual, al parecer, Pembroke debía haber estado involucrado, o bien, algo menos probable, de un rito satánico. Lo cierto es que en Valparaíso hay sectas satánicas en guerra perpetua, que celebran por la noche rituales de sangre en teatros, iglesias o galpones abandonados.
—Recurrí a usted porque tal vez un investigador privado logre más que la policía chilena —agregó la viuda mientras Cayetano volvía a la cocinilla, situada junto a una ventana, para atender el gorgoteo de la cafetera y verter la bebida en tacitas blancas—. Para serle franca, de las policías de este continente no espero mucho.
—No confunda a la policía chilena con la del continente —advirtió el investigador cuando acercaba café y azúcar a Lisa—. Los muchachos de acá son profesionales, al igual que los carabineros.
—¿Y entonces? ¿Por qué no sale humo blanco?
—Esta no es una ciencia exacta, señora Pembroke. Si lo fuera, todos los malandrines estarían detrás de las rejas, salvo, desde luego, quienes logran torcer voluntades para no llegar a la cárcel, aunque se la merezcan. Además, le voy a salir caro. Me temo que el asunto se enreda con organizaciones envueltas en el misterio y juramentos de lealtad.
—La paz espiritual que busco no tiene precio, señor Brulé —dijo ella bajando la vista—. Joe era un gran hombre y no tenía enemigos. Era profesor de literatura y se dedicaba a enseñar, investigar la cultura latinoamericana y escribir ensayos sobre ella. Han tratado de manchar su prestigio vinculándolo con el narcotráfico, excusa acostumbrada de las policías cuando no hallan culpables. Los libros de mi marido prueban que fue un hombre íntegro.
En verdad, no deseaba aceptar el caso Pembroke, admitió para sí mientras revolvía el café. Y sus razones no eran un pretexto. Inmiscuirse en las estructuras de grupos regidos por pactos de sangre constituía un riesgo considerable que implicaba, en el mejor de los casos, terminar acusado de integrar el grupo investigado. A esas alturas de la vida no estaba para ser condenado por vínculos con narcotraficantes o sectas satánicas.
—Sea eficiente o no aquí la policía, no puedo seguir esperando —alegó Lisa, apartando con un puño unas lágrimas de sus mejillas—. Ya no duermo de pensar que los asesinos de Joe se pasean tranquilos por esta ciudad. Necesito que alguien aclare esto.
—Y quiere que ese alguien sea yo.
—Efectivamente. —Ella alzó la cabeza con un vislumbre de esperanza en la mirada.
—¿Quién le dio mi nombre?
—Me lo dieron en la embajada de Estados Unidos en Santiago.
Miró con un dejo de extrañeza hacia el dique, donde reparaban el casco de un barco griego, y pensó en la película Zorba el griego y en una novela del comisario Kostas Jaritos, de Petros Márkaris, cuyo título ya había olvidado. Le pasaba cada vez más a menudo, eso de olvidar los títulos de los libros que leía y de las películas que veía. Pero lo cierto era que en la ficción los conflictos se resolvían más fácilmente que en la realidad. Tal vez en algún momento el detective de una novela y su escritor, o el actor que hace de detective en una película y su director, alcanzaban un compromiso secreto, cuyo objetivo consistía en doblarle la mano a la verdad y en montar una buena historia. Solo en el paraíso la realidad es manipulable, concluyó. Saboreó otro sorbo de café admitiendo que esa reflexión era filosófica pero a la vez inconducente, y que le sorprendía que lo hubiesen recomendado en la embajada gringa, un búnker de granito y muros insalvables, emplazado a orillas del río Mapocho, en la capital.
No guardaba precisamente recuerdos gratos de los agentes de Homeland Security. Años atrás, ellos lo habían conducido engañado, por no decir secuestrado, hasta Chicago para involucrarlo en un caso del cual salió con vida por suerte. Pero bueno, se consoló, al parecer no todos guardan los mismos recuerdos. Los suyos, por lo demás, los de la infancia y juventud, se entreveraban con las calles de La Habana Vieja, Cayo Hueso y Miami, animados por boleros que entonaba la voz melodiosa y nostálgica de Beny Moré.
—Si me permite, señora Pembroke —continuó, volviendo del ensimismamiento—, voy a decirle algo que a lo mejor le disgusta, pero prefiero mirar la verdad a los ojos: la forma en que su marido fue asesinado huele a venganza de narcotraficantes.
—Es lo que supuso todo el mundo cuando encontraron su cuerpo. Pero eso, sin pruebas, es linchamiento de imagen, señor Brulé. Y usted no me lo va a discutir.
—Es un tipo de ajusticiamiento típico de los sicarios de Los Zetas, La Familia Michoacana o del Cartel de Sinaloa en sus disputas por corredores o plazas de mercado. No se da en este país, aunque aquí los criminales tampoco se tratan con guantes de seda.
Bebieron café mientras el graznido de las gaviotas y el repique de las campanas del Big Ben del Turri inundaban la mañana.
—Le traje una carpeta que incluye toda la información de lo ocurrido y el currículo de Joe. Verá que era trigo limpio —aseveró Lisa con la barbilla trémula, alargando el sobre color manila y un pendrive que traía consigo—. Quiero pedirle que lo estudie y fije sus honorarios para dar con los asesinos.
Cayetano sopesó el sobre y lo colocó encima de los diarios de la mañana, apilados junto al computador Toshiba.
—Le saldré caro porque es peligroso —insistió—. Cobro por día, más los gastos en que incurra y, desde luego, exijo una prima adicional por el esclarecimiento del caso.
—No problem.
—¿No hay problema?
—Todos tenemos un precio, señor Brulé. Basta con que me diga el suyo. Me alojo en la suite presidencial del Palacio Astoreca, del cerro Alegre. Haga llegar ahí sus condiciones.