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Antes de devolver el Chevy a la agencia Álamo y hacer el check in en el aeropuerto internacional de Miami, Cayetano Brulé pasó por un porno shop del down town.
No tardó un dependiente en encontrar varios DVD de Stacy Soireê. Cayetano la reconoció de inmediato en las portadas. Pese al maquillaje y a que en una de ellas llevaba una peluca colorina de corte a lo paje, a Stacy la delataban sus labios carnosos, sus pómulos altos y su sonrisa de adolescente. En una de las portadas, la mujer yacía desnuda sobre una mesa circular y varios hombres enmascarados de aspecto atlético la acariciaban.
No pudo, como había planeado, ver las películas durante el vuelo. A su lado viajaba una monja de Nuevo México que iba a inaugurar un asilo de ancianos en Coquimbo. Supuso que no hubiese visto con buenos ojos las peripecias de la rubia de Nueva Orleans en la pantalla de su computador portátil. Despertó poco antes de aterrizar en un Santiago sumido en el frío y la oscuridad de la madrugada. Afuera lo esperaba Suzuki.
—¿Y qué nuevas trae, jefe? —preguntó su asistente mientras conducía, entre viñedos y cerros, el desvencijado convertible 1957 de Cayetano por la autopista en dirección al Pacífico.
—Algo se avanzó.
—Se lo pregunto porque nos llegaron las cuentas de la luz, el teléfono y la del Toshiba que compró a plazos en Falabella.
—En este país somos todos sobrevivientes, Suzukito —reclamó Cayetano—. De los terremotos, los tsunamis, las deudas, los políticos y las marchas callejeras.
—Con los intereses que le están cobrando pudo haber comprado dos computadores en efectivo, jefe.
—¿Y con qué pecatas meas?
—Y prepárese para otra noticia. Menos mal que va sentado: llegó carta de los dueños del Turri.
Eso era preocupante. De las deudas sabía cómo salir: apretándose el cinturón, acudiendo menos a restaurantes, trasladándose más en trole y funicular que en taxi, negándose a darle aumento salarial al bueno de Suzuki. Las cuentas eran como las latas de refresco: se las podía ir pateando calle abajo por los adoquines, pero una carta del propietario del edificio, en cambio, era un bloque de hormigón. Siempre implicaba algo ineludible y definitivo. Expulsó el último aire tóxico de Santiago que le quedaba en los pulmones, se alzó el cuello de la chaqueta y sintonizó compungido la radio Oasis. Bobby Goldsboro cantaba «Honey».
—¿Y qué dice la carta? —masculló.
—Que van a dejar como nuevo el edificio: repararán el lecho, le darán otra manito de gato a la pintura, ajustarán las manillas del Big Ben y reacondicionarán el ascensor.
—Mientras no nos cambien el de jaula por uno de esos horrorosos ascensores modernos de aluminio, que parecen cocina de McDonald’s…
—Quieren hacer varias cosas.
—A ver, a ver, ¿y amenazan con aumentar el arriendo?
—En treinta por ciento.
—¿En treinta? —repitió Cayetano, incrédulo y furioso—. Con eso, mejor cerramos y nos instalamos en una pilastra en el mercado del puerto. No es mala idea. Iríamos todos los días a comer mariscal en las picadas del barrio del puerto.
—No se olvide que el mercado del puerto está clausurado desde el último terremoto, jefe.
—Da lo mismo. Voy a resistir. El derecho a pataleo es lo último que se pierde. No creo que les guste que yo me marche. Al final de cuentas le doy su caché al edificio. Figúrate, ¿qué sería del Turri sin nosotros?
—Podremos quedarnos solo si aclara el asesinato del profesor gringo, jefe. Porque lo grave es que el edificio cambió de dueño. Y me temo que a los nuevos les importa un bledo que se quede o se vaya un detective del edificio. Son inversionistas extranjeros.
—¿Cómo?
Ahora alguien cantaba «Forever Young».
—De China.
—¿De China?
Lo dejó consternado la noticia. Para eso sí que no estaba preparado. A los dueños del Turri, porteños de toda la vida, no les daba lo mismo si él dejaba o no su despacho. Oficinas con abogados y contadores abundaban en el barrio financiero de Valparaíso, pero despacho con detective privado había solo uno, el suyo. Pero ¿qué podía importarle eso a un consorcio de la República Popular de China?
—Dice el ascensorista que el grupo que lo compró no cree mucho en detectives. ¿Alguna gota de sangre china en las venas, jefe?
—De chino tengo lo que tú de noruego. Pero tú pasas a menudo como chino, Suzukito.
—Para los chilenos, jefazo, no para un chino.
Bajó el volumen de la radio y prestó atención al ruido del motor. Le agradó el ronroneo suave del convertible en la autopista. Había comprado años atrás ese Chevrolet, dejando en parte de pago el Lada ruso, para el cual ya no había repuestos ni en los pueblos de Siberia. ¿A quién se le ocurría comprar un auto soviético? A él nomás, y por ahorrar. Ni los taxistas querían manejar ya Ladas en Chile. Era cierto lo que decían en La Habana: los soviéticos habían tratado de armar un tanque y les había salido aquello por falta de presupuesto.
Con los nuevos propietarios del Turri estaba jodido, admitió para sí. Chinos comunistas, se dijo, esos no dejan de trabajar y no creen más que en los números. Son peores que los capitalistas de antes. A los antiguos dueños los había convencido de que no le cobrasen demasiado por la oficina del entretecho, que tenía buena vista al puerto, a los cerros y al Big Ben.
—¿Alguna otra novedad? —se atrevió a preguntar al rato, cuando escuchaban una canción de Phil Collins que le traía recuerdos: «In the air tonight».
—Llamó el futbolista del Valparaíso Royal.
—¿Matías Rubalcaba?
—Correcto. Me pidió que usted no lo llame, que espere a que él haga el contacto.
—¿Sonaba afligido?
Cayetano se peinó las puntas de los bigotazos hacia abajo.
—Fue un llamado breve, dejó el mensaje y cortó.
Ojalá Matías no estuviese en problemas por su culpa, pensó. Era un buen chico, con muchos sueños y posibilidades ciertas de cumplirlos. Debía ayudarlo para que afrontara la vida y saliera de la pobreza a través del esfuerzo, no de los negocios sucios que le ofrecían los pandilleros del cerro, se dijo mientras el Chevrolet navegaba como un chiche, sin toses ni estornudos, balanceándose gentil con cada desnivel que vadeaba. Por el este, sobre las crestas alabeadas de la cordillera de la Costa, asomaba la vaguada costera, esa espesa bestia de vapor que devora el paisaje.
En cuanto llegó al despacho le dijo a Suzuki que se ocupara de pagar las cuentas y no volviera hasta el día siguiente. Después echó pestillo a la puerta, coló café y puso con emoción y ansiedad el primer DVD de Stacy Soireê en el aparato: Viuda de negro, dirigida por Stan Pellegrini, de cuando la actriz tenía unos veinticinco años, calculó Cayetano.