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Ella lo esperaba en el bar del Emerill’s bebiendo un daiquiri. Cayetano la besó en la mejilla y ordenó un mojito. La encontró distendida y con un brillo alerta y decidido en los ojos, que le hizo recordar a un viejo amor, a una sueca que había conocido hace mucho y se había llevado algo suyo en el vientre. De esa niña, que llevaba el apellido del actual esposo del viejo amor, solo a veces le llegaban noticias. Recordar los días felices y apasionados con la sueca e imaginar que una hija suya paseaba por las nevadas calles de Estocolmo le llenaba los ojos de lágrimas y le cerraba la garganta.

—Así que el profesor Pembroke se ganó enemigos por simpatizar con los postulados de Forbes —comentó acodado en la barra.

—Eran enemigos, pero del mundo académico —dijo Soledad—. Y ya sabemos que en la academia no se resuelven las disputas mediante la violencia. Aunque si las envidias mataran, en los colleges habría más muertos que en el cementerio central de Beijing.

Le trajeron el mojito y se concentró en la tarea de aplastar la hierbabuena contra el fondo del vaso. Aprovechó para decirle a Soledad que Puskas ya estaba muerto, noticia que no la sorprendió porque lo sabía mayor. Cuando le contó las circunstancias en que había fallecido, soltó una sonrisa maliciosa. En fin, pensó Cayetano, el profesor Sandor Puskas ya está muerto, y sus colegas Roig Gorostiza y Zulueta de la Renta no dan indicios de querer hablarle ni recibirlo. Sintió que en ese ámbito su nave había encallado.

Pasaron a la mesa y partieron con un bísquet de langosta, que a Cayetano le aterciopeló el paladar. Se acordó de la canción sobre el mayor error en la vida, que había escuchado en el café Du Monde, y se preguntó si podía confiar en Soledad. Siendo franco, le despertaba suspicacia el modo en que se habían conocido.

En un inicio ella le había dicho al teléfono que lo había contactado porque los profesores de la MLA estaban al tanto de que él investigaba el asesinato. Sin embargo, emergían un par de preguntas sin respuesta: ¿Cómo se había enterado ella en Nueva Orleans de que él andaba en Chicago? ¿Quién la alertó sobre su presencia? ¿Por qué ese repentino interés de Soledad en el caso Pembroke? Se dijo que tendría que andarse con pies de plomo. «La confianza es buena, el control es mejor», decía Vladimir Ilich Lenin cuando reinaba desde el Kremlin.

—¿Cómo era Puskas? —preguntó.

—No lo conocí —dijo ella—. Recuerde que los full professors son vacas sagradas. Están fuera del alcance de un modesto visiting professor. Pero Puskas fue franquista, justificaba la Inquisición y hablaba con indisimulado desprecio de los latinoamericanos, en especial de los inmigrantes.

—¿Nos calificaba de sudacas?

—¿Cómo lo sabe?

—Fácil de suponer. Los neonazis ya navegan en Europa con velas desplegadas. ¿En el college se refería a los latinoamericanos como sudacas?

Soledad terminó su daiquiri.

—Desde luego que allí no —aclaró—. Lo habrían despedido en el acto. Lo decía entre amigos, según me lo comentó Joe un día.

—Veo que uno siempre estaba al tanto de lo que hacía el otro.

—Los especialistas en un tema suelen espiarse mutuamente. Es normal. Por eso los profesores prefieren rodearse de asistentes de absoluta confianza. Pero, insisto, no creo que la muerte de Pembroke tenga algo que ver con Puskas. Me duele que usted piense así. Su reticencia mutua se debía a razones académicas.

—Como el asunto Forbes.

—Exactamente —dijo ella y pidió otra copa—. Pembroke idolatraba a Forbes. Lo seguía a congresos y mesas redondas, leía sus ensayos y entrevistas, y escribió reseñas entusiastas sobre su obra. Y Puskas, a su vez, disparaba toda su artillería contra Forbes.

Les sirvieron el segundo plato, un salmón chileno al horno con quinoa y verduras, que acompañaron con un chardonnay del valle de Casablanca.

—Según lo que vi en internet, la mayoría de los especialistas discrepaba de Forbes —dijo Cayetano, catando el vino con entusiasmo—. Lo acusaban de no aportar pruebas contundentes.

—Muchos lo acusaban de ser parcial y subjetivo porque por sus venas corría sangre de native americans.

Cayetano barrió con la mirada el pasillo alfombrado, las columnas de madera que separaban los ambientes, los espejos biselados donde se reflejaba la distinción del local. Su chef, el célebre Emerill, pasaba saludando amable y bonachón por algunas mesas. Consultaba pareceres, palmoteaba hombros, sonreía, se cercioraba de que los clientes se sintiesen a gusto aquella noche.

—¿De qué murió Forbes? —preguntó Cayetano.

—Estaba enfermo —dijo ella, probando el salmón—. Tenía setenta y siete. Murió en el hospital. Se había retirado dos años antes. Era de procedencia humilde. Descendía de indígenas desplazados y europeos inmigrantes, de lo cual se enorgullecía.

Pensó que Forbes descendía, en cierta forma, de los perdedores de la historia. Pero en la historia nadie ganaba ni perdía para siempre. Ella deparaba sorpresas. Forbes había hecho lo correcto: retirarse a tiempo. Aquello distinguía a los boxeadores razonables de los irresponsables. Recordó el epitafio en la tumba de Joe Louis, que tanto gustaba a su padre: «Con lo que tuve, hice lo mejor que pude». Buen epitafio, se dijo. Tal vez debía instalarlo en el nicho del viejo para arrancarle una sonrisa del cielo.

A Joe Louis le asistía la razón. De eso se trata la vida, pensó, de bailotear en el ring esquivando golpes, de danzar con la guardia en alto, lanzando jabs, esquivando, haciendo fintas, manteniendo a distancia al adversario. Solo a veces no había más remedio que imitar a Muhammad Ali y propinar el uppercut demoledor.

—Dime una cosa —dijo pasando a tutearla—. ¿Cómo me ubicaste?

—Ya te lo dije, en la MLA se hablaba de ti —afirmó mirándolo seria a los ojos—. No es usual que un policía meta su nariz en la conferencia para investigar un asesinato.

—Pero ¿quién te dio mis datos?

Soledad se pasó la servilleta por los labios y colocó las manos sobre el mantel. Luego agregó:

—Me pidieron discreción.

—Necesito saberlo. Hay dos muertos de por medio. Tengo que saber qué terreno piso.

Ella soltó un suspiro con la vista baja y dijo:

—Fue el profesor Hugh Malpica. Él me dio tu número. Me aseguró que estarías encantado de conocer a una exasistente del profesor Pembroke. Estás encantado, ¿verdad?