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Provisto de sombrero y lentes de sol sobre las gafas, Cayetano Brulé salió del departamento de Andrea Portofino, donde se sentía a buen recaudo. En la calle cogió un taxi que lo condujo hasta la calle Pirámide. Confiaba en que con esa indumentaria nadie lo reconocería. Era una suerte, por lo demás, que la poeta y maestra de literatura de la Scuola Italiana le procurase refugio.

—Mi departamento se convirtió en la pensión Soto: casa, comida y poto —afirmó Andrea sonriendo mientras se secaban con unas toallas gruesas fuera de la ducha, después de haber hecho el amor apremiados por el compromiso de Cayetano.

A las siete en punto de la tarde, Cayetano subió las escalinatas del Club Alemán.

Arriba lo esperaba el amigo con su aspecto pulcro y reservado de siempre: peinado hacia atrás, traje oscuro y corbata azul, zapatos bruñidos.

—Veo que estás en honduras —comentó Anselmo Marín al verlo disfrazado—. Pasemos mejor al bar, que es un sitio discreto.

Atravesaron un pasillo de paredes engalanadas con óleos del siglo XIX y llegaron al bar. Cayetano supuso que El Escorpión se sentía a sus anchas en ese recinto que cultiva el mismo ambiente formal y acogedor del club de oficiales de la PDI, en la capital. Se sentaron junto a la ventana que da al arco del triunfo británico, una gigantesca muela olvidada en la avenida Brasil, y ordenaron pisco sour y camarones de río al ajillo.

—¿Estás involucrado también en lo del Bavestrello? —preguntó Marín, serio.

—Pues parece que sí, y lo peor es que necesito con urgencia datos del español que murió asesinado ahí —dijo Cayetano. En el bar resonaba una melodía de Mahler o de alguno de sus severos descendientes—. ¿Es profesor? ¿Puedes conseguirme algo?

—Tal vez para mañana. Te veo ansioso —afirmó Marín—. ¿Algún problemón?

—Ando con una intuición. —Cayetano se despojó de las gafas y las tomó entre sus manos, luego empañó con su aliento los cristales y comenzó a frotarlos ayudado de la punta del mantel. Se las acomodó satisfecho—. Además me ayudaría mucho un listado de todos los españoles que ingresaron al país desde enero del año pasado a la fecha. Españoles que sean académicos.

—¿Vas a fundar una universidad? —preguntó El Escorpión con sorna y se echó una aceituna a la boca en el momento en que las copas de pisco sour llegaban a la mesa—. No te conviene. Están desprestigiadas. Tanto las públicas como las privadas. Además, ya nadie quiere estudiar, solo marchar. Está de moda la escuela peripatética.

—Creo que la clave puede estar entre profesores españoles de historia o algo por el estilo.

—Así que algo por el estilo —repitió Él Escorpión, asintiendo incrédulo con la cabeza.

—Disculpa la vaguedad, pero tú me entiendes.

—No entiendo nada, Cayetano. Pero bueno, los amigos están para ayudarse. En todo caso, Inmigración no lleva un registro tan preciso de quiénes entran al país. Es decir, no apuntan si se trata de un profesor de gimnasia, filosofía o trabajos manuales. Además, cada uno se presenta como quiere.

—Me basta con los que se identifican como profesores.

El Escorpión depositó un cuesco de aceituna en el platillo. Luego miró con codicia el platillo de empanaditas de queso que habían pedido a último minuto.

—Pides la información como si fueras el director general de la PDI —afirmó, alzando la copa.

—Pero siempre por una buena causa —repuso Cayetano, y elevó la suya—. Nunca te he defraudado ni metido en líos.

—Ni falta que me hace. Pero lo que me pides es ilegal.

El Escorpión se ayudó de una servilleta para llevarse a la boca una empanadita de queso. Le arrancó la mitad de un mordisco.

—Es ilegal que me pases esos datos —admitió Cayetano—. Pero nadie puede condenarte por dejarlos olvidados en una mesa del Le Petit Filou de Montpellier.

—Ilegal es ilegal. El Departamento Quinto anda en todas.

—No me gusta recordar favores, pero me debes unos cuantos, mi amigo. Si madame Eloise no me contara ciertas cosas a través de Suzuki, no estarías al tanto de lo que se trama en los antros porteños.

—Lo que se da no se quita…

—Y jamás te habrías enterado de cómo tu antiguo jefe te cortó la cabeza sin asco. —Se acordó del decapitado Pembroke y reconoció que la metáfora no era feliz.

—… porque te sale una jorobita.

—Hoy por mí, mañana por ti, Anselmo.

El Escorpión sonrió y engulló un camarón con deleite. Le gustaba que los sazonaran con mucho ajo. Aunque jubilado prematuramente, había visto de todo en la institución. Grandezas y mezquindades. Compañerismo y traiciones. Había servido en ella bajo la dictadura y en democracia, y la amaba lealmente, consciente de que no era un lecho de rosas, pero tampoco un centro de corrupción como en otros países. No, la institución era digna y brindaba una existencia también digna a sus miembros. Ahora, jubilado y mirando las cosas con más distancia, se escapaba de Santiago cada vez que podía a su departamento de Concón. Desde allí contemplaba en los atardeceres la embestida del oleaje espumoso contra los roquedales y el vuelo rasante de los pelícanos.

—Cuéntame, primero, en qué andas —dijo y sorbió de la copa.

Cayetano vio de pronto a su amigo asentado como un Maigret, como un policía en plena madurez, ubicado ya por encima del bien y del mal. A su espalda, el barman agitó de nuevo la coctelera con furia.

—Se cuenta el milagro, pero no el santo —apuntó Cayetano—. Yo respeto tu secreto profesional y tú el mío. Somos profesionales, ¿o no?

No podía revelarle, desde luego, la razón de su pedido. De hacerlo, corría el riesgo de que El Escorpión se fuera de lengua en la PDI y arruinara la investigación. Sentía que ahora más que nunca la discreción era esencial, pues no faltaba mucho para que el implacable prefecto Debayle comenzara a hostigarlo. La existencia de un detective privado en sus dominios lo consideraba un insulto a su gestión. La tolerancia no era precisamente lo suyo.

—Somos profesionales, pero también amigos —objetó Anselmo.

—«Buena es la confianza, mejor es el control», decía el viejo Lenin ya en el Kremlin —afirmó Cayetano. Hubiese querido agregar: y mira, terminó convertido en una momia que se va engurruñando más cada año—. Hablo solo de profesores españoles.

—Solo de profesores españoles —repitió burlón Anselmo Marín y se paseó la punta de la lengua por la dentadura superior—. Suena demasiado académico. ¿No estarás asesorando a universidades en materia de seguridad?

—Digamos que me conmueve en estos días la historia precolombina y colonial de América Latina, y que en lo que me vas a suministrar pueden aparecer tipos interesantes.

—¿Un asunto muy delicado?

—Hay sangre de por medio, Anselmo. —Se ajustó el nudo de la corbata de guanaquitos—. Anoche escapé enjabonado de una encerrona.

—¿En el Bavestrello?

—Ahí mismo.

—Son palabras mayores —dijo Marín, ceñudo.

—Me siguen. No estoy yendo ni a casa ni al despacho. —Prefirió no contarle que se alojaba en la población Márquez—. Y no me sugieras que denuncie la situación a la PDI ni a carabineros. Si lo hago se acaban mi independencia, mi libertad y mi caso. Decidí no llamar a Debayle.

—Escúchame bien —dijo El Escorpión después de rescatar con el tenedor un camarón del platillo. El aroma a ajo se contoneó sobre la mesa como una cobra encantada en una calle de Calcuta—. Seré jubilado, pero no huevón. Me la huelo a la legua que estás metido en un forro de envergadura. Andas clandestino y metido hasta el cuello en los asuntos del gringo Pembroke, los narcos y los asesinatos que tienen a Valparaíso en vilo. Además, Debayle te puede acusar de ocultar información sobre un crimen. Estás jugando con fuego, Cayetano. Y ojo, que los que asesinaron a toda esta gente son sicarios.

Cayetano vació el pisco sour y se apartó con el dorso de la mano la espuma de los bigotazos. Respiró profundo, echó una mirada huraña hacia las palmeras de la avenida Brasil y pensó que Anselmo tenía razón. Apuntó su nuevo celular en una servilleta.

—Avísame cuando sepas algo —le dijo, pasándole el número.

—Cuídate, y llévate esto contigo —dijo Anselmo Marín mientras sacaba un libro del bolsillo de su traje—. Es un poeta que te va a encantar y ayudar. Lisboa y Valparaíso se parecen.

Cayetano Brulé se puso de pie, guardó el obsequio sin desenvolverlo, estrechó con afecto la mano de su amigo y salió presuroso del Club Alemán con el sombrero en la mano.