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Cayetano descendió por las gradas de madera de las tribunas en cuanto sonó el pitazo final del partido entre los cuadros de Valparaíso Royal y Estrella Roja. El primero acababa de imponerse por 4 a 0 y se perfilaba como el próximo campeón de fútbol de la Asociación Osmán Pérez Freire. De la bahía llegó una vaharada salobre mientras el sol se hundía en el Pacífico tiñendo las nubes de carmesí y Cayetano pensaba que el cáncer de páncreas no perdonaría a Lisa Pembroke.

—Necesito que hablemos —le dijo al defensor del Valparaíso Royal, un joven flaco y de pelo ensortijado que se dirigía con sus compañeros a los vestuarios. Estaba bañado en sudor y llevaba la camiseta enrollada sobre los hombros—. Te espero en el café Turco, ¿te parece?

Matías Rubalcaba llegó con la melena húmeda sobre la frente, a lo Iván Zamorano, y se sentó a la mesa tras acomodar su maletín deportivo en una silla. En el jardín, la voz nasal de Silvio Rodríguez cantaba loas a Ho Chi Minh. Era de noche y las luces de Valparaíso parpadeaban en los cerros. Al investigador le gustaba ese sitio. Desde allí, ante un expreso o un pisco sour, podía contemplar la fachada de cinco pisos de La Sebastiana, la antigua casa de Pablo Neruda, ahora convertida en un museo frecuentado por turistas. El futbolista ordenó una Coca-Cola Zero.

—A este paso seguro van a salir campeones —aventuró Cayetano.

—Ojalá, don Cayetano —dijo Matías, acomodándose la chasquilla con una peineta—. Pero lo principal para mí es entrar al Duoc para convertirme en chef y no terminar como un simple maestro de churrascos que vive de propinas en una fuente de soda. Después veremos si agarro una beca para estudiar en Estados Unidos.

Era bueno que el muchacho pensara en su futuro, se dijo Cayetano, revolviendo de nuevo el café, porque a pesar de ser un jugador disciplinado y admirador del legendario Elías Figueroa, jamás llegaría como profesional del fútbol a cumplir los sueños propios y los de su madre soltera, con quien compartía una casita del cerro. Era un tipo sano, de mirada prístina, capaz no solo de salir dribleando con la pelota del área y de despejar con elegancia y sentido ofensivo, sino también, algo clave, de driblear las ofertas de droga y alcohol que le hacían los amigotes de la parte alta de la calle Ferrari. En los veranos, Matías se encargaba de las pizzas en Il Malandrino, local de la subida Almirante Montt, donde lo había sorprendido su talento para lanzarlas al aire. Ascendían girando como platillos voladores, y Matías las capturaba al vuelo, intactas, sonriendo con su dentadura amplia y blanca, y las introducía en el horno de barro. Si no le resultaba la postulación en el Duoc, el dueño de Il Malandrino lo emplearía de modo permanente como maestro pizzero, lo que no era una mala alternativa, pero tampoco era la ideal.

—Necesito una ayudita —dijo Cayetano.

—¿Otra investigación?

—Se trata del decapitado.

Matías Rubalcaba se introdujo el meñique en una oreja, como para librarse de una repentina presión en el oído.

—¿Se refiere al turista gringo?

—Al que asesinaron el año pasado.

—El del transatlántico —concluyó Matías, recordando el asunto, porque no todos los años ocurre algo semejante en Valparaíso.

—Exacto.

—Su cabeza rodó hasta cerca de su consulta.

—Despacho, mi amigo, despacho —corrigió Cayetano mientras el futbolista bebía de su lata.

—¿Y qué necesita saber, don Cayetano?

—¿Comentan allá arriba sobre quién lo mandó al otro mundo?

—No.

—¿En un año? ¿Nada?

—Hubo mucho movimiento al comienzo. Policías, carabineros, periodistas, camarógrafos, políticos, el cónsul estadounidense, y hasta dicen que agentes del FBI y la CIA, pero después las aguas se calmaron. No ha pasado mucho. ¿O me equivoco?

—No te equivocas —afirmó Cayetano, atusándose los bigotazos mientras disimulaba un eructo—. Pero ¿podrías averiguar algo más con el capo del sector?

—¿Con El Jeque?

—Es el que sigue roncando allí, ¿no?

—Como siempre. Distribuye coca y éxtasis. Vive con tres mujeres en la mejor casa del barrio. Deben andar entre los diecisiete y veinte años, estudiantes de secundaria todavía.

—¿Y la policía?

—Bien, gracias. No lo toca. Con lo que mueve…

—¿Tienes confianza con él?

Matías Rubalcaba pensó un rato, acariciando el aluminio de la lata.

—Digo, si eso no te complica —aclaró Cayetano.

—No me complica. El Jeque se lleva bien con el vecindario. Otorga crédito sin intereses, imparte justicia, protege de los abusos. Es la ley. Es temido, amado y respetado.

—¿Podrías averiguar qué dice sobre el crimen del gringo?

Quedaron de acuerdo en que lo llamaría en cuanto averiguase algo. Después, Matías se marchó, dejando a Cayetano ante la tacita vacía y la casa del Nobel, que decenios atrás lo había convertido en detective privado. El mozo comenzó a apagar las luces.

Cuando retornó a la calle Ferrari sintió que lo observaban desde una Durango de vidrios oscuros, estacionada junto a los quioscos de artesanía ya cerrados. Se agachó para amarrarse el cordón de los zapatos y poder mirar con disimulo hacia el vehículo. Pudo distinguir la lumbre de un cigarrillo en el asiento del acompañante del chofer. Son al menos dos, concluyó.

Bajó presuroso por calles y escalinatas desoladas, pasó de puntillas junto a una jauría de perros que dormía al lado de un tarro de basura volteado, y alcanzó a sumergirse en la masa que cruzaba la plaza Victoria, donde se sintió seguro.