Estar allí
Durante los primeros siete años de mi vida (1953-1960) viví en una pequeña granja de dos hectáreas y media en el sudeste de Michigan. Mi padre trabajaba en una fábrica de herramientas, a treinta y cinco kilómetros de casa, pero mi madre y él preferían vivir en el campo, que era lo que para ellos significaba «la buena vida». A continuación relato cómo recuerdo una noche de verano de aquella época.
Estoy de pie y llevo puesto mi pijama de verano, que es de un algodón muy fino. Tiene una chaqueta abotonada, sin cuello, como una camisa deportiva de las de mi abuelo. El pantalón tiene un elástico en la cintura, que yo estiro y suelto, para que golpee suavemente contra mi cuerpo, limpio y fresco tras haber tomado mi baño aquella noche de sábado del mes de junio. Por las aberturas del pijama se cuela una brisa suave que me recorre el cuerpo como una pequeña descarga eléctrica. Siento una sensación de ingravidez.
Mi padre acaba de terminar de cortar el césped. Oigo el crujido de la grava y el traqueteo de las fuertes cuchillas de la cortadora mientras la empuja por la entrada de coches hasta el garaje de hormigón gris. Lleva la misma ropa que en todos los demás recuerdos que tengo de él durante los veranos de mi infancia: una camiseta blanca de cuello en pico y unos holgados pantalones de trabajo grises. Tiene el pelo negro y aplastado. Es delgado, mide un metro ochenta y tiene el cuello y los brazos morenos y llenos de pecas por el sol, sobre todo el brazo izquierdo, debido a su costumbre de apoyarlo en la ventanilla del coche cuando conduce. Guardar la cortadora de césped marcaba el final del trabajo de la semana. Le recuerdo con esa inconfundible sonrisa suya de desenfado y un poco ladeada.
Empiezan a surgir los sonidos que antes había ahogado la cortadora de césped: el arrullo de una paloma flota en el aire, envuelto por una quieta calima. Miro de dónde procede el arrullo, pero sólo veo un prado de hierbas altas rodeado de un bosque pantanoso. De sus oscuras profundidades llega la sostenida cantinela del croar de las ranas, invisible pero con una presencia tan fuerte como la de la hierba fresca bajo mis pies.
Mi madre está sentada en una vieja silla de jardín, con un bebé de pelo casi albino en los brazos. Es mi hermano Pat. Mi madre lleva una alegre bata de casa que ella misma se hizo y canta en voz baja una canción que habla de sentarse encima del mundo y de la calle en que vives y de un pájaro amarillo.
Huelo el perfume de las lilas, el olor a hierba recién cortada, el estiércol de vaca y el aroma del jabón Ivory.
Oigo el rítmico chirrido de la cuerda del columpio mientras mi hermana Marianne se balancea hacia atrás y hacia delante debajo del enorme cedro del jardín, su pelo rubio rojizo y su camisón ondeando al unísono como banderas al viento.
Mi hermana Sharon está sentada en pijama en el borde del porche, acariciando un gatito blanco y negro.
El tractor está aparcado delante del garaje. Mi hermano Mike se ha subido al asiento y agarra con fuerza el volante. Se cree que es un hombre que va conduciendo por la carretera. Mike tiene el mismo pelo que yo. Mamá nos lo ha cortado para el verano con la maquinilla eléctrica, así que, más que pelo, parece ante. Mi hermano Kevin está un poco más allá, dándole de comer puñados de hierba a Jerry, nuestro poni pintado. El pelo de Kevin también parece ante. Mike y él están en pijama.
Tengo otros recuerdos de la granja, recuerdos que perduran por razones obvias: algunos son dramáticos o cómicos o espantosos. Pero mi recuerdo de las noches en pijama es diferente. En él solo estoy de pie, descalzo, sobre la hierba. Recuerdo la paloma, el balanceo del columpio, a mi madre y a mi padre, a mis hermanas y hermanos, el granero, las lilas, el bosque, todo bañado por el difuso resplandor de un anochecer de verano.
TIM CLANCY
Marquette, Michigan