En memoria de mi padre

Yo era una niña de once años que vivía en Brooklyn. Mi padre había muerto de manera inesperada aquel verano y, súbitamente, llegaron malos tiempos para mi madre, para mis dos hermanos y para mí. Mi hermano de dieciocho años llevaba ya un año en el ejército. Mi otro hermano, de trece, trabajaba como recadero después del colegio para ganar un dinero extra que tan desesperadamente necesitábamos. Mi madre también había empezado a trabajar después de que papá muriera, pero tuvo que dejarlo cuando su salud comenzó a resentirse.

Papá siempre había dado gran importancia a la Navidad. Desde que tengo memoria, nuestras celebraciones habían girado en torno al árbol, al Nacimiento y a Santa Claus. Teníamos un muñequito regordete como un angelote rodeado de un círculo de terciopelo rojo que papá siempre guardaba en su propia cajita. Todas las navidades, cuando empezábamos a decorar el árbol, papá hacía una pequeña ceremonia, sacando el muñeco de su caja y mostrándomelo mientras decía: «María, este muñeco tiene los mismos años que tú». Y después colgaba el muñequito regordete en el árbol.

Papá había comprado aquel muñeco el año en que nací y, sin proponérselo, el que fuera el primer adorno navideño que se colgaba en el árbol, antes que ningún otro, se había convertido en una pequeña tradición familiar.

Pero aquella Navidad no íbamos a tener árbol.

Mi madre era una mujer práctica y había decidido que el árbol era un lujo del que podíamos prescindir. En ese momento pensé, con callado pero intenso resentimiento, que de todos modos el árbol nunca había sido tan importante para ella como para mi padre. Y si a mi hermano le importó, tampoco dijo nada.

Aquella tarde habíamos ido a la iglesia y volvíamos a casa en silencio. Era una hermosa y clara noche de invierno, pero yo sólo me fijaba en las ventanas iluminadas por las luces de los árboles de Navidad. Su alegre resplandor hizo que mi amargura fuera más intensa, porque me imaginaba a una familia completa y feliz en cada casa, compartiendo risas, intercambiando regalos, sentados todos ante mesas repletas de comida, hablando y bromeando. Aquella noche la Navidad no consistía más que en eso para mí. Sabía que cuando llegáramos a casa nos recibirían las ventanas oscuras y que, una vez dentro, estaríamos juntos pero, en realidad, solos, cada uno inmerso en el vacío casi tangible que se había apoderado de nosotros.

Al pasar delante de la casa de una amiga que estaba casi al lado de la nuestra, vi que las luces del cuarto de estar todavía estaban encendidas. Le pedí a mi madre que, por favor, me dejara entrar para hacerle una visita. Me dio permiso.

Sólo que aquella noche no fui a casa de mi amiga.

Esperé a que mi madre y mi hermano entraran en nuestra casa, di la vuelta y me dirigí impulsivamente hacia la tienda de mi padre, a cinco manzanas de allí. Era una pequeña tienda de ultramarinos en la esquina de la calle Cuarenta y cinco y la Undécima Avenida. Por alguna razón quería ir allí, a la tienda que había significado tanto para mi padre, a pesar de que estaba vacía y en alquiler. Era como si así fuera a estar, de algún modo, más cerca de él.

No había mucha gente por allí. Estaba oscuro pero, por primera vez, me di cuenta de lo hermosa que estaba la noche, tan fría y estimulante, con aquel cielo repleto de estrellas. A través de las ventanas, los árboles de Navidad seguían iluminados y brillantes, pero no parecían producir en mí el mismo efecto que hacía unas horas. Quizá fuera mi osadía al estar sola en la noche por primera vez o la sensación de que, de alguna forma, iba a estar más cerca de papá, lo que causó un extraño efecto en mí. Fuera lo que fuese, apaciguó mi resentimiento y mi dolor.

Al llegar, finalmente, a la tienda, noté unas masas oscuras con formas extrañas en la acera. Me paré en seco. Mi imaginación comenzó a volar y casi di la vuelta para marcharme. Pero algo hizo que siguiera. Al acercarme, me di cuenta de que aquellas masas no eran monstruos, sino árboles de Navidad de la tienda próxima a la de mi padre que habían quedado sin vender. Los habían dejado allí para que los recogiesen los basureros o quien estuviese encargado de hacerlo.

Recuerdo que me lancé de repente sobre el montón de árboles intentando escoger en la oscuridad el mejor que pudiera encontrar. Creo recordar que escogí uno enorme, de más de tres metros de alto, aunque era imposible que fuera tan grande. De cualquier modo, cogí mi árbol, aliviada por llevar mis guantes de lana gruesa, y comencé a medio cargar, medio arrastrar, mi tesoro hasta casa.

Mi alma estaba inundada de Navidad. Sabía que papá estaba presente en aquel momento. No sé si alguna vez estuve tan próxima a él como aquella noche. Era como si él estuviese allí arriba, en las estrellas, en cada ventana iluminada, en aquel mismo árbol que yo arrastraba. No recuerdo si me crucé con alguien en el camino. Supongo que, si fue así, debía de parecer una visión rara: una niña cantando villancicos en voz baja y arrastrando un árbol el doble de grande que ella. Pero sé que no me importaba nada lo que pensaran los demás.

Cuando llegué a casa llamé al timbre, dispuesta a batallar por entrar con el árbol en casa si era necesario. Mi hermano abrió la puerta y su mirada de sorpresa vino acompañada por un «¿De dónde has sacado eso?». Metimos el árbol, y mi hermano se las arregló para encontrarle una base y nos pusimos a adornarlo. Apareció mi madre y nos vio, pero no dijo nada. No colaboró pero tampoco nos impidió seguir. Y aunque se dio cuenta de que yo no había estado en casa de mi amiga, no me hizo el menor reproche.

Cuando mi hermano y yo acabamos nuestra obra dimos un paso atrás y nos quedamos mirando el árbol. Para nosotros estaba perfecto, sin un solo fallo. Yo estaba tan excitada que podría haberme quedado toda la noche adornándolo, pero mi madre insistió en que ya era tarde, casi medianoche, y debíamos irnos todos a la cama.

La Navidad estaba a punto de terminar. Estaba segura de que mi madre no aprobaba lo que yo había hecho, e incluso empecé a sentirme culpable al darme cuenta, de pronto, de la tristeza que aquel árbol podría haberle ocasionado y mi alegría empezó a desvanecerse.

Cuando me dispuse a ir a la cama reinaba en mi mente una confusión en la que se mezclaba la excitación y la tristeza. Me asomé a mirar mi árbol por última vez antes de que acabase la Navidad.

Mi madre estaba delante de él, con una cajita en las manos. No sé si me vio en la puerta. ¿Habría estado llorando?

Sus manos parecían temblar mientras abría la caja. Sostuvo el adorno delante de ella, mirando al árbol, no a mí.

«María», dijo, casi en un susurro, en un tono de voz diferente, extraño, «… este muñeco tiene los mismos años que tú».

Y colgó el muñequito regordete en el árbol.

MARY GRACE DEMBECK

Westport, Connecticut

Creía que mi padre era Dios
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