Ensayo general
Cuando mi madre tenía ochenta y nueve años le diagnosticaron un grave problema de corazón. Los médicos dijeron que era demasiado mayor y que estaba demasiado enferma para intentar salvarla, por lo que «intentarían que se sintiese lo más cómoda posible». Nadie sabía cuánto tiempo le quedaba. Podían ser días o, quizá, meses.
Mi relación con mi madre había sido tormentosa. Nunca fue una mujer de carácter fácil, sobre todo cuando yo era niña. Tal vez yo también fuese una persona difícil. Cuando cumplí cuarenta y dos años, tiré la toalla y perdí la esperanza de que se convirtiera en el tipo de madre que yo siempre había deseado. Una Nochebuena, estando de visita en casa de mis padres, corté el cordón umbilical a voz en grito. Dejé de hablarle durante un año y medio. Cuando volvimos a dirigirnos la palabra me limité a hablar con ella de los temas más superficiales, cosa que le iba como anillo al dedo. De hecho, una vez me envió una carta en la que me decía lo contenta que estaba de que nos lleváramos tan bien.
La residencia de ancianos donde vivía quedaba a cuatro horas de coche de mi casa. Cuando me comunicaron que iba a morir, empecé a visitarla y a dedicarle mucho tiempo. El primer mes después de que le comunicaran el diagnóstico, lo pasó muy deprimida y como ausente. Se pasaba casi todo el tiempo durmiendo o mirando a la pared, en silencio, y con cara de infeliz. Había insistido en que le colocaran un catéter, así no tendría que volver a levantarse de la cama nunca más, y después se dispuso a morir. Un día, durante ese mismo mes, estaba yo sentada en una silla junto a su cama. El sol ya se había ocultado y la habitación estaba totalmente a oscuras. Acerqué más mi silla y apoyé los codos en el borde de la cama. Ella estiró el brazo y me acarició suavemente el rostro. Fue algo maravilloso.
Durante otra visita, un par de semanas más tarde, mi madre experimentó la primera de las seis pequeñas muertes que precedieron a la definitiva. Cuando llegué, mi padre aprovechó para salir a hacer unos recados. Yo jugaba al rummy con mi madre y ella hacía trampas como loca cuando anunció que tenía que ir al cuarto de baño. La ayudé a levantarse de la cama y la acompañé durante su lento trayecto. Cuando llegamos al diminuto lavabo, soltó un largo suspiro y se desmayó. Alcancé a cogerla y la deposité en el suelo. Respiraba pesadamente, con esa forma de respirar de las personas que están agonizando, y estaba inconsciente, con los ojos abiertos pero en blanco. Me quedé paralizada. Al rato espiró un largo y último suspiro y ya no volvió a tomar aire. Observé cómo su rostro se iba volviendo azul y sus labios morados. Después le tomé el pulso en el cuello, lo cual no resultó difícil, pues estaba tan delgadita que daba pena. Mientras lo hacía, se le detuvo el pulso. Estaba absolutamente quieta. Me quedé helada, sosteniéndola entre mis brazos durante un rato. Le pregunté en voz alta si estaba muerta. No me contestó, por supuesto. Pensé en el honor que me había hecho al elegirme a mí para morir en mis brazos y, después, ¡ay, no, no, no! Bajé su cabeza lentamente, la apoyé en el suelo y le dije que iba a hacer una llamada y que volvería enseguida. Fui al teléfono y llamé a recepción. Después regresé al cuarto de baño y la miré. Parecía tan pequeña y desamparada. Me senté en el suelo junto a su cabeza y tiré de su cuerpo hasta dejarla medio sentada, abrazándola durante unos minutos y preguntándome cuánto tardarían en venir a ayudarme.
De repente su cuerpo dio un estertor. Casi soy yo la que me muero del susto. De inmediato pensé: es una reacción de su sistema nervioso. Dos minutos después tuvo otro gran estertor y comenzó a respirar de nuevo con un ritmo agonizante.
No podía creerlo: estaba viva. Hice un enorme esfuerzo para adaptarme a la nueva realidad, mientras ella se quejaba y resoplaba, se debatía por respirar, se daba con los brazos contra el lavabo y contra la pared. Sollozaba y gemía. Intenté tranquilizarla diciéndole dónde se encontraba. Finalmente recuperó la conciencia y vio que estaba en el suelo del cuarto de baño. Alargó un brazo hacia su andador, que yo había empujado hacia un rincón, y dijo:
—¡Levántame! ¡Tengo que levantarme!
—No puedo levantarte sola, mamá. Ahora llegará alguien a ayudarte. Quédate quieta un rato mientras esperamos.
Al final se dio por vencida y se recostó contra mí, respirando con dificultad. Sonó el timbre y entonces la enfermera residente y la recepcionista abrieron la puerta y entraron corriendo hasta el cuarto de baño, esperando encontrarse a mi madre muerta. Pero allí estábamos las dos en el suelo, dos personas vivas, apoyándose la una en la otra. Entre las tres ayudamos a mi madre a ir al váter, la limpiamos y la volvimos a acostar en la cama. A los diez minutos mi madre ya me iba ganando en una partida de rummy, y seguía haciendo trampas como loca.
Más tarde, aquel mismo día, estaba sentada en el borde de la cama de mi madre. Yo debía de tener un terrible aspecto de cansada y aturdida, pues mi madre me dijo:
—Escucha, querida, cuando me esté muriendo de verdad, y no de mentira, en uno de estos ensayos generales que parecen organizarme, sino cuando me esté marchando de verdad, quiero que sepas que estaré besando todo tu rostro una y otra vez. —Entonces agitó sus manos alrededor de mi cabeza. Y con los ojos llenos de amor decía—: ¡Besos! ¡Besos! ¡Besos!
Nunca la había visto tan feliz.
Al día siguiente tuve que marcharme, aunque no quería hacerlo. Justo cuando estaba saliendo por la puerta sonó el teléfono. Era la hermana Pat, una monja que trabajaba en la institución hospitalaria donde estaba mi madre. Dijo que la enfermera le había contado lo sucedido y me preguntó si creía que sería bueno que ella visitase a mi madre. Ya que mis padres siempre evitaron cualquier mención a Dios y jamás mostraron ninguna inclinación por lo espiritual, le dije que no creía que fuese conveniente. Sin embargo le dije que a mí sí me gustaría charlar un rato con ella por teléfono.
Le conté a la hermana Pat que mi madre había cambiado por completo en las últimas veinticuatro horas. Le conté lo triste e inconsolable que había estado y lo feliz y contenta que parecía ahora, después de lo que le había pasado. Era como el día y la noche, le dije.
Hubo una pausa larga. Después la hermana Pat respondió:
—Su madre es una persona muy afortunada.
—¿Cómo? —pregunté al tiempo que pensaba: Pero si está desahuciada, ¿cómo puede ser afortunada?
La hermana Pat continuó hablando. Me dijo que durante sus veintiséis años trabajando con personas que están a punto de morir había podido observar que los que tenían «pequeñas muertes» vivían en paz durante lo que les quedaba de vida. Dijo que era como si se les permitiese asomarse un ratito al otro lado y se dieran cuenta de que allí no había nada de lo que tener miedo.
Después de aquello mi madre y yo tuvimos seis meses más para compartir. Ella asistió a otros cinco ensayos generales de su propia muerte y estaba orgullosa de ellos. Una vez la llamé por teléfono y nada más ponerse me dijo:
—Adivina lo que he hecho hoy…
—¿Qué has hecho, mamá?
—¡Me he vuelto a morir!
Durante esa época tampoco hablábamos demasiado —sólo del tiempo, de alguna noticia de actualidad—, pero eso ya no importaba. Vivíamos en una pequeña burbuja de luz y dentro de aquella burbuja el amor fluía continuamente entre ambas. Al final tuve la madre que tanto había deseado.
ELLEN POWELL
South Burlington, Vermont