La estilográfica de rayas
La segunda guerra mundial había acabado hacía un año y yo formaba parte del ejército de ocupación en Okinawa. Durante los últimos meses habían robado varias veces en el recinto de mi base. Habían rajado las mosquiteras de las ventanas y se habían llevado varias cosas de mi mochila, pero lo extraño era que el ladrón sólo había robado dulces y otras tonterías, todas ellas cosas sin valor. En una ocasión vi huellas de barro seco en el suelo y sobre la mesa de madera, hechas por unos pies descalzos. Eran muy pequeñas y parecían pertenecer a un niño. Sabíamos de algunas bandas de huérfanos que recorrían la isla y que vivían de cualquier cosa que pudieran encontrar, llevándose todo lo que no estuviese bajo llave.
Pero un día desapareció mi querida estilográfica Waterman. Y aquello ya me pareció demasiado.
Un día escogimos a uno de los prisioneros para hacer unos trabajos. Yo ya le había visto antes. Era un hombre callado, guapo, andaba erguido y prestaba atención cuando se le hablaba. Cada vez que le veía tenía la impresión de que, fuera cual fuese su rango dentro del ejército japonés (posiblemente oficial), había sido un buen militar. Y entonces, de pronto, vi mi estilográfica Waterman prendida en el bolsillo de aquel japonés de aspecto tan digno.
No podía imaginármelo robando. Siempre había acertado a la hora de juzgar a las personas, y aquel hombre me dio la impresión de ser una persona honrada. Pero, en aquella ocasión, debí de equivocarme. Después de todo, el hombre tenía mi pluma y había estado trabajando en mi zona durante varios días. Decidí actuar basándome en mis sospechas y hacer caso omiso de la compasión que sentía por él. Señalé la estilográfica y estiré la mano.
Él retrocedió, sorprendido.
Toqué la pluma y volví a pedirle, mediante gestos, que me la entregase. Negó con la cabeza. Parecía atemorizado, a la vez que totalmente sincero. Pero yo no iba a permitir que me engañara. Puse cara de enfadado y volví a insistir.
Al final me la entregó, pero con una enorme tristeza y desilusión. Después de todo, ¿qué podía hacer un prisionero frente a una orden dada por un representante del ejército vencedor? Negarse a obedecer conllevaba su castigo y seguro que él ya había recibido suficientes.
A la mañana siguiente no regresó y nunca más volví a verle.
Tres semanas después, encontré mi estilográfica en mi habitación. Me quedé horrorizado por la atrocidad que había cometido. Sabía el dolor que se sentía cuando se recibía un trato humillante, cuando se era obligado a cumplir una orden injusta, cuando veías cómo se asesinaba la confianza a sangre fría. Me preguntaba cómo podía haberme equivocado así. Las dos estilográficas eran verdes con rayas doradas, pero en una las rayas eran horizontales, y en la otra, verticales. Para empeorar aún más las cosas, yo sabía que para aquel hombre habría sido muchísimo más difícil que para mí conseguir uno de aquellos preciados objetos norteamericanos.
Hoy, cincuenta años después, ya no tengo ninguna de las dos estilográficas. Pero ojalá pudiese encontrar a aquel hombre para poder disculparme.
ROBERT M. ROCK
Santa Rosa, California