Sándwiches de mayonesa
Patty comía cinta adhesiva Scotch. Llevaba consigo uno de esos soportes rojos y verdes en los que venía la cinta Scotch —ésos que son de metal y tienen un borde dentado— y, de vez en cuando, cortaba un trozo y se lo metía en la boca. Yo atribuía su palidez a tal manjar y me preguntaba cómo haría el papel celo para recorrer todos los metros de intestinos que teníamos según Ciencia Académica, el semanario al que nos obligó a suscribirnos la hermana Edward y que teníamos que leer todos los jueves por la tarde, al acabar las demostraciones de los arcaicos experimentos que hacíamos, o, mejor dicho, que ella hacía, rodeada de mecheros Bunsen, pipetas y unas estrafalarias baterías de nueve voltios, en una vana reacción visceral, y a escala nacional, de superar al Sputnik. La misma hermana Edward, o «mana» Edward, que era la contracción con que la llamábamos cuando rivalizábamos por su atención, inclinados hacia delante sobre las mesas de madera y patas de hierro forjado, atornilladas al suelo, para lograr nuestros quince minutos de gloria, mientras agitábamos nuestras manos alzadas en un ángulo de ciento treinta grados delante de su enorme cara de piedra, y expresar así nuestra disposición a repetir como un loro cualquier trivialidad que hiciera falta. La misma hermana Edward, adornada con media docena de bandas elásticas en cada muñeca, que tenía una medalla por su excelente puntería en el tiro de precisión a los nudillos con regla de treinta centímetros desde tres metros y que, como Merlín, se guardaba, entre otros trucos, un pañuelo en la manga. La cinta Scotch podía ser la debilidad de Patty, pero mi plato fuerte eran los sándwiches de mayonesa, perfectamente acompañados en su viaje al centro de la barriga por un lingotazo de Ovaltine[8], que —décadas antes de que el pánico del Tylenol, con su dosis de cianuro, llevara a las empresas norteamericanas a una encarnizada pelea por descubrir ingeniosos mecanismos que burlasen a sus exempleados descontentos y dispuestos a todo, así como a intentar erradicar los permisos por enfermedades comunes y corrientes— llevaba un precinto de papel encerado que había que romper para llegar a sus cristales marrones solubles y que, si se enviaba junto con una moneda de cincuenta centavos, pegada con celo a un cuadradito de cartón, a una dirección de atención al cliente en Battlecreek, Michigan, que aparecía en la pantalla de la tele el domingo por la mañana, al final de la media hora en blanco y negro del Capitán Medianoche, daba derecho al remitente a recibir un aro de plástico para descifrar mensajes en clave.
THOMAS CORRADO
Voorheesville, Nueva York