No lo sabía
Mi esposo murió repentinamente a la edad de treinta y un años. El siguiente fue un año de una enorme tristeza. Me asustaba estar sola y me sentía totalmente incapaz de educar a un hijo de ocho años sin que tuviera un padre a su lado.
También fue el año del «No lo sabía». Resulta que el banco cargaba unos gastos de administración en las cuentas corrientes con saldos inferiores a quinientos dólares y yo no lo sabía. Mi seguro de vida era temporal y no vitalicio, y yo no lo sabía. A mí siempre me habían protegido mucho y, al quedarme viuda, fue como si hubiera quedado incapacitada para manejarme sola en la vida. Me sentía amenazada en cualquier circunstancia por las cosas que no conocía.
Para ahorrar en la compra, planté una huerta cuando llegó la primavera. Más adelante, en julio, compré un pequeño congelador, con la esperanza de poder ahorrar todavía más en la compra de alimentos. Cuando llegó el congelador, el repartidor me advirtió que «dejase pasar unas horas antes de enchufarlo». «Tiene que asentarse el aceite», dijo. «Si lo enchufa demasiado pronto, podrían saltar los plomos o quemarse el motor».
Yo no sabía nada sobre aceites ni congeladores, pero sí sabía sobre plomos que saltaban. La instalación eléctrica de nuestra casa había sido hecha por un electricista demente y más de una vez había pasado por aquella experiencia.
Unas horas más tarde, por la noche, volví al garaje para encender el congelador. Lo enchufé. Retrocedí y esperé. Se puso en marcha con un ronroneo, sin que saltara ningún plomo ni se quemara el motor. Salí del garaje y bajé por el camino de entrada a la casa para disfrutar de la brisa suave y cálida. Hacía menos de un año que mi esposo había muerto. Me quedé de pie iluminada por las luces del vecindario y observando parpadear a lo lejos las luces de la ciudad.
De repente, se apagó todo: oscuridad total. Mi casa se quedó a oscuras. Todas las casas del vecindario se quedaron a oscuras. Toda la ciudad se quedó a oscuras. Al tiempo que me volvía para mirar hacia mi garaje, donde acababa de enchufar mi pequeño congelador, me oí decir a mí misma «Ay, Dios mío, yo no sabía…», e inmediatamente me reí en voz alta. ¿Había hecho saltar los plomos de toda una ciudad al enchufar mi congelador demasiado pronto? ¿Era eso posible? ¿Era yo la responsable?
Entré en la casa corriendo y encendí el transistor para escuchar la emisora de la policía. Oí sirenas a lo lejos y temí que vinieran a buscarme: «la viuda del congelador». Pero luego oí en la radio que un conductor borracho había embestido y arrancado de cuajo un poste del tendido eléctrico en la carretera principal.
Me inundó una sensación de alivio y de vergüenza a la vez. Alivio por no haber sido la causante del apagón y vergüenza por pensar que podía haberlo sido. Allí, de pie, también sentí que el miedo que me había atenazado desde la muerte de mi esposo había sido reemplazado por otro sentimiento. Lo que sentía estaba a medio camino entre la ligereza y la alegría. Me había reído de mi estupidez al tratar de calibrar el alcance de mi poder y, en ese momento, me di cuenta de que había recuperado el sentido del humor. Había vivido un año de «No lo sabía» lleno de dolor y de miedo. La tristeza no me había abandonado, pero, en lo más profundo de mi ser, todavía podía reírme. La risa me hacía sentir poderosa. Después de todo, ¿no acababa de dejar a oscuras a toda una ciudad?
LINDA MARINE
Middleton, Wisconsin