Vidas de poetas
En 1958, cuando todavía era estudiante en la Universidad de Indiana, empecé a ir a Nueva York en mi coche cada vez que tenía algún día libre o vacaciones. Al igual que hicieran antes que yo una infinidad de otros aspirantes a artistas, me dediqué a «llamar a diferentes puertas». Allen Ginsberg me abrió la de su apartamento de la calle Diez y me dijo que hablaría conmigo si le compraba una hamburguesa. Bajé, compré una y estuvo hablándome durante una hora sin parar sobre Shelley y Maiakovski. Después me dijo que fuese a conocer a Herbert Huncke y que le dijese que iba de su parte. Fui, llamé a su puerta y abrió un hombre pálido y de aspecto amable que me invitó a pasar al salón, donde había varias personas acampadas en silencio alrededor de muebles destartalados.
—Estamos cocinando un poema, tío —me dijo Huncke—. Ven a ver.
Me condujo a la cocina y abrió la puerta del horno. ¡Y allí estaba! Un poema escrito a máquina sobre un folio cuyos bordes se estaban chamuscando, sometido a una temperatura de 350° . Huncke cerró la puerta del horno y regresó al salón arrastrando los pies. Fui detrás de él. Seguían todos en silencio. Después de estar un rato allí sin hacer nada, decidí que no tenía hambre y me marché.
CLAYTON ESHLEMAN
Ypsilanti, Michigan