Cómo mi padre perdió su empleo

A la edad de sesenta años y faltándole muy pocos años para jubilarse, mi padre perdió su empleo. La mayor parte de su vida laboral había dirigido un pequeño departamento de impresión en una fábrica de caucho de Connecticut que durante muchos años había sido propiedad de B. F. Goodrich. Pero luego la empresa se vendió a un excéntrico hombre de negocios del Medio Oeste de Estados Unidos, famoso por citar las Sagradas Escrituras con la misma facilidad con que soltaba improperios. Nadie se sorprendió cuando la empresa empezó a perder dinero rápidamente. Por suerte, mi padre pudo ir escapando a los sucesivos despidos y, debido a que la dirección siempre iba a necesitar formularios, papel y sobres impresos, él dio por sentado que su buena estrella continuaría durante más tiempo.

Pero la noche del 1 de marzo de 1975 tres hombres armados y con los rostros cubiertos por pasamontañas se presentaron en la planta, secuestraron al vigilante nocturno y a un guardia de seguridad y les abandonaron, atados y con los ojos vendados, en un almacén de maderas que quedaba a muchos kilómetros de allí. Los intrusos habían colocado varias bombas y, hacia la medianoche, la fábrica voló en pedazos. La explosión hizo temblar las aceras y destrozó cristales en las dos márgenes del río Housatonic. No hubo muertos, pero a la mañana siguiente cerca de mil trabajadores se encontraron en la calle. A pesar de que los enmascarados reivindicaron el atentado diciendo que pertenecían a una organización radical de izquierdas, una investigación del FBI reveló que el responsable era el propietario de la compañía, quien había contado con la ayuda de su consejero, un hombre también extraño que decía ser vidente. La pareja pretendía detener el deterioro financiero cobrando el seguro del edificio. Aunque la investigación fue rápida, no lo fue, sin embargo, el juicio que vino a continuación, y la pensión de mi padre quedó congelada durante varios años.

Yo estaba fuera, en la universidad, cuando me llamó para comunicarme la increíble noticia. La comunidad estaba totalmente anonadada. Aquella zona tenía ya uno de los mayores índices de desempleo del estado. La mayoría de la gente había vivido en el valle del Housatonic durante toda su vida. ¿Dónde iban a encontrar trabajo? Mi padre odiaba la simple idea de cobrar el paro. Aquello contradecía su idea de cómo debía ganarse la vida una persona honrada. Si había podido encontrar trabajo en su adolescencia cavando zanjas durante la Gran Depresión, Dios sabía que volvería a encontrar otro ahora.

Mi padre se había cuidado siempre mucho y su aspecto era todavía el de un hombre de cuarenta y pocos años. Tenía el pelo abundante y ondulado, color azabache, como Fred MacMurray en Perdición, y apenas tenía canas. Solía hacer abdominales a diario y no tenía barriga. Nadie le echaba los años que tenía. Estudió las ofertas de trabajo con auténticas ganas, teniendo en cuenta todas las posibilidades, desde vigilante nocturno —mi madre descartó esa posibilidad— hasta expedidor. No había ofertas de empleo para impresores.

Finalmente, después de meses de respuestas negativas y de perspectivas poco alentadoras, se enteró de que buscaban un director para la imprenta de una universidad local. El puesto era perfecto para su experiencia. No le pagaban tanto como en su trabajo anterior, pero le ofrecían la oportunidad de aplicar los conocimientos técnicos que había adquirido con los años. Se presentó de inmediato.

Le fue muy bien en la entrevista con el joven jefe de personal, quien estudió su solicitud con evidente interés y entusiasmo. A mi padre le encantó aquel joven y le encantaba la idea de trabajar en un ambiente académico. Siempre había lamentado no haber acabado la enseñanza secundaria y para él trabajar en la universidad era casi como estar en el paraíso.

Después de tener una charla amistosa, el jefe de personal se recostó en su silla, apoyó las manos sobre su escritorio y dijo:

—Bueno, creo que hemos encontrado a nuestro impresor.

Le preguntó a mi padre cuándo quería empezar a trabajar. Aunque la burocracia requería unos pasos más para la aprobación definitiva, le dijo a mi padre que él era, con gran diferencia, el más cualificado de todos los aspirantes al puesto y que podía contar con que recibiría la notificación de contrato en los días siguientes.

Se dieron la mano y, cuando mi padre estaba ya dirigiéndose hacia la puerta, el joven le llamó.

—Falta sólo un detalle —dijo, sonriendo—, ha olvidado poner su edad en la solicitud.

Aquello no había sido por error. Le habían rechazado ya tantas veces debido a su edad, que mi padre había decidido postergar lo inevitable dejando aquel casillero en blanco. Pero esta vez era diferente. Él era la persona más cualificada para el puesto. Estaba prácticamente contratado. ¿Por qué no decir la verdad?

—Tengo sesenta años —dijo mi padre con un tono orgulloso en la voz.

La sonrisa del joven se esfumó.

—¿Sesenta? —repitió. Bajó la cabeza y frunció el ceño. Fue como si alguien hubiese apagado la luz—. Comprendo —dijo, con una voz que se había vuelto de repente monótona e impersonal—. Bueno, todavía tengo que entrevistar a varios candidatos más, así que no puedo prometerle nada. Ya se lo comunicaremos. Que tenga un buen día.

No llegó ninguna carta ni recibió llamada alguna. El ánimo de mi padre se vino abajo y perdió toda esperanza de poder ser realmente útil durante sus últimos años de trabajo. Desesperado, a pesar de que todavía le quedaban por cobrar seis meses del seguro de desempleo, aceptó un puesto de obrero en un taller de tintorería. Allí no había sindicatos. El trabajo era agotador, los descansos eran ínfimos y le obligaban a almorzar durante la jornada laboral, mordisqueando de mala manera un sándwich que llevaba en el bolsillo trasero. Rodeado de inmigrantes recién llegados de Europa del Este y de Centroamérica, gente tan ansiosa por alcanzar una vida decente en Estados Unidos que aceptaba cualquier condición laboral sin una sola queja, mi padre era prácticamente la única persona de la fábrica que hablaba inglés. También era el más viejo.

Ese año fui a visitar a mis padres en el día de Acción de Gracias. Mi padre llevaba menos de dos meses en su nuevo empleo. Cuando vino corriendo a abrazarme, como era su costumbre cada vez que yo llegaba a casa, noté que tenía las manos manchadas de un tinte indeleble y que su pelo se había vuelto totalmente blanco.

FRED MURATORI

Dryden, Nueva York

Creía que mi padre era Dios
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