Una charla con Bill
Mi mujer y yo nos habíamos trasladado al sur de Maryland, donde yo seguía mis estudios de ecología marina en un laboratorio universitario de la bahía de Chesapeake. El pueblo donde vivíamos era bastante pequeño. El centro lo componían unas cuantas tiendas: un almacén, una tienda de licores y una barbería, entre otras pocas. Había también un bar al que solía acudir los viernes, si no tenía otros planes, para tomar un par de cervezas y, a veces, echar una partida en las maquinitas. El bar tenía un puñado de clientes habituales, gente del pueblo que trabajaba en la pesca, en la central eléctrica cercana o en las constructoras que levantaban viviendas por la zona. Yo me encontraba un poco fuera de lugar entre ellos, pero me encantaba escuchar sus historias de pesca. Me quedaba extasiado con sus descripciones de la bahía de los viejos tiempos; me venían a la mente imágenes misteriosas mientras les escuchaba. Aquel grupo de clientes en particular tenía un mote que le habían puesto algunos camareros. Les llamaban los chicos de la cidra, y siempre ocupaban el mismo extremo de la barra, cerca de la puerta de entrada.
El 24 de diciembre me encontraba solo en el bar, tomando una Guinness, aunque fue por poco tiempo. Estaba pensando en los planes que habíamos hecho para el día siguiente. Mi mujer y yo íbamos a pasar la Navidad en casa de mis padres en Connecticut. Al poco rato Bill, uno de los chicos de la cidra, se acercó para charlar conmigo. Durante los últimos dos años Bill y yo nos habíamos visto docenas de veces pero nunca habíamos entablado conversación. Teníamos una especie de acuerdo tácito por el que habíamos decidido no relacionarnos pero sí mantener un respeto mutuo.
Me quedé un tanto sorprendido cuando empezó a hablarme. Todo había surgido de forma espontánea. Después de las presentaciones y de los prolegómenos de rigor, Bill se embarcó en una larga narración que cubría buena parte de su vida. Llevaba ya algunas copas y estaba de buen humor. Insistió mucho en que él era pescador, en el amor que sentía por la bahía y en su fascinación por la riqueza ecológica de la zona. Se entretuvo en detallarme cómo era su barco de pesca nuevo y cómo lo acababa de llevar al dique seco para realizar algunas reparaciones. Continuamos la conversación hablando de la Navidad y de los planes para pasarla con la familia y cosas por el estilo. Me contó que su abuela y él cumplían años el mismo día y que todavía lo celebraban juntos a pesar de su avanzada edad. Bill se abría cada vez más y permitió que me adentrara en los entresijos de su vida, que es algo que habitualmente no se hace con un extraño. Su actitud me sorprendió, pero, como estábamos en Navidad, tampoco me importó aprovechar la oportunidad de conocerlo a fondo.
Nuestra charla duró alrededor de media hora. Al final, miró el reloj y dijo que tenía que irse a casa, donde le esperaban su mujer y sus hijos. Me pasó un brazo por los hombros y me apretó con fuerza mientras me decía lo bien que se lo había pasado hablando conmigo y que, sin duda, deberíamos charlar más a menudo. Yo le contesté que estaba de acuerdo y nos despedimos con un apretón de manos.
Volví a mi sitio en el bar y, para entonces, mi amigo Carl ya había llegado. Le pregunté si conocía a Bill y si tenía idea de por qué había decidido entablar amistad conmigo. Carl no supo contestarme. Lo único que dijo fue que Bill siempre había sido un hombre reservado.
Está claro que nuestro sentido del tiempo es bastante relativo, sobre todo si estamos en un bar, pero me parecía que Bill acababa de salir por la puerta cuando noté al camarero deshecho y profundamente afligido. El jaleo habitual había cesado y la gente hablaba en voz baja. Bill había tenido un accidente al volver a casa. Su camioneta se había salido de la carretera cuando circulaba a gran velocidad y se había empotrado contra los robles del bosque. Había muerto al instante.
La noticia me afectó profundamente. Me resulta casi imposible explicar lo aturdido que me sentía. Le dije a Carl que probablemente yo era la última persona que había hablado con Bill. Nunca habíamos hablado y aquella vez me había contado tantas cosas de su vida y había entrado en tantos detalles personales, que parecía como si supiera que iba a sucederle algo.
Al cabo de un rato me tuve que ir de allí. Necesitaba alejarme de los apesadumbrados amigos y familiares de Bill. Cuando estaba en el aparcamiento con Carl, vi llegar varios coches de la policía que obviamente volvían del lugar del accidente. Detrás de ellos venía una grúa con lo que quedaba de la camioneta de Bill. El parabrisas estaba machacado y parecía formar una extraña tela de araña que destellaba bajo las luces de la calle. Como resultado del terrible impacto, la carrocería había quedado reducida a un amasijo de hierros. La grúa se detuvo unos instantes en el cruce y continuó después su marcha. En silencio, seguimos a la grúa con la mirada mientras se perdía en la lejana oscuridad.
JOHN BRAWLEY
Lexington, Massachusetts