Navidad de 1862
Extraído de las memorias de James McClure Scott, del Ejército de los Estados Confederados de América (mi tío tatarabuelo), que sirvió bajo el mando de Jeb Stuart.
Diciembre de 1862.
Tomé parte junto a mi compañía en la célebre «incursión de Navidad» de Stuart. Nuestra ruta bordeaba el flanco oeste del ejército yanqui, pasaba delante de Lee en Fredericksburg, continuaba por Lignum y cruzaba el arroyo Kelly hacia Dumfries y Buckland, cerca de Leesburg, para llegar a Aldies y Middleburg, donde un grupo de jóvenes celebraron la Navidad quemando una efigie del presidente Lincoln.
Después de la batalla de Dumfries, en la que nuestra caballería fue repelida por la infantería federal, las tropas confederadas se mantuvieron en sus posiciones hasta la noche, momento en que se dirigieron hacia Buckram. Yo iba en la columna de vanguardia y no pude disfrutar de las provisiones capturadas al estar de servicio en otro lugar. No comía desde hacía treinta y seis horas y, además de hambriento, estaba cansado por la fatiga tras cabalgar durante toda la noche, pues no llegábamos a desmontar ni de día ni de noche. No tenía tiempo para alimentarme a mí ni a mi caballo. Era un invierno crudo y entre el hambre y la fatiga estaba desesperado.
La noche de Navidad, mientras marchaba al frente de la columna, vi la luz de una casa a través del campo. Dejé la columna sabiendo que podría reintegrarme a ella antes de que se alejara demasiado. Acompañado de otro hombre, atravesé el campo en dirección a la luz. Al llegar desmonté y llamé a la puerta. Dentro se oía cómo celebraban alegremente un festejo. Al fin, apareció el dueño de la casa. Le pregunté si podría dar de cenar a dos soldados.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó el hombre.
—Somos soldados de Jeb Stuart.
—Entonces han venido al lugar equivocado —exclamó el hombre—. Mis invitados son oficiales de la Unión que están con sus esposas.
A lo que yo repuse:
—Pues ya pueden ser muy valientes o se van a llevar la peor parte.
Todavía con el rostro demudado, el hombre dijo que no quería problemas pues de lo contrario las tropas de la Unión volverían para quemarle la casa.
—Sólo quiero cenar. No quiero hacer prisioneros ni crear problemas —le contesté.
El hombre se dio la vuelta para regresar al comedor mientras decía que le preguntaría a su mujer. Me di cuenta de que eso significaba alertar de mi presencia a los yanquis y seguí al hombre pisándole los talones.
Los comensales se quedaron sorprendidos al ver aparecer al anfitrión seguido de un soldado confederado armado hasta los dientes que acababa de llegar, evidentemente, del frente. Me quedé allí de pie, acariciando con mi mano el revólver mientras el anfitrión les exponía mis exigencias.
Uno de los oficiales, el que estaba sentado en el extremo de la mesa más cercano a la puerta, comenzó a levantarse.
—Siga sentado —le dije—. Sólo quiero cenar.
Una mujer me imploró que no tomara prisionero a su marido.
Mi respuesta fue:
—Quiero mi cena y no voy a hacer prisioneros ni a causar problemas a no ser que alguien así lo quiera, y en ese caso se va a llevar la peor parte.
Rápidamente me hicieron un sitio en la mesa, cerca de la puerta por donde había entrado. Dos mujeres me sirvieron la cena, atiborrándome de café de VERDAD, ostras, pavo y todo aquello que constituye un menú navideño completo. Con mi pistola al costado y los oficiales yanquis sentados frente a mí, me zampé la cena sin apenas masticarla.
Todavía oía la marcha de la columna confederada mientras pasaba cerca de allí. Cuando me hube hartado, me levanté de la mesa y ofrecí dinero confederado como pago por mi cena y, como me lo rechazaron, me dirigí hacia la puerta sin que nadie me molestara y monté en el caballo con una intensa sensación de alivio una vez que la aventura había terminado. Un silencio absoluto reinaba en la casa mientras cabalgaba para unirme rápidamente a mi columna. Mi compañero había desaparecido al primer indicio de que había yanquis en la casa.
GRACE SALE WILSON
Millwood, Virginia