Las almas se alejan volando
Estaba guardando la ropa limpia cuando tuve la sensación de que mi marido había muerto. Se había marchado en viaje de negocios y, aunque había hablado con él hacía apenas dos días, en aquel momento estaba segura de que ya no estaba entre nosotros.
Llevábamos casados diez años. En aquel momento nuestros tres hijos jugaban en el patio trasero, totalmente ajenos a la locura que estaba experimentando su madre en el piso de arriba. Me sentía mareada y desorientada. Dejé a un lado la cesta con los calzoncillos y las camisetas que él no se había llevado al viaje y me senté en el borde de nuestra cama. La sensación surgió de la nada, una enorme ola conteniendo todo lo que habíamos compartido desde que teníamos apenas veinte años. Una ola que rompió encima de mí. Sentí que me ahogaba y que no podía respirar. Se me cerró el pecho y se me secó la garganta. Todas las risas, toda la alegría compartida por el nacimiento de nuestros hijos, toda la paz y seguridad de nuestra vida juntos quedaron comprimidos en milésimas de segundo.
Fue la misma sensación que había tenido cuando murió Michele, la mujer de mi vecino. Estábamos en la boda de su hijo mientras ella se había quedado en casa, muriéndose de cáncer. La familia había decidido no suspender la ceremonia, así que Michele se había quedado con su madre y sus medicamentos para calmar el dolor. Llegó el momento de la ceremonia cuando el pastor preguntó a Darin: «¿Quién entrega a este hombre?», y Hugh, el padre de Darin, se puso de pie en la fila delantera y dijo: «Su madre y yo». Y en ese instante una luz de un brillo increíble se abrió paso entre las oscuras nubes de aquella tarde de febrero y atravesó las vidrieras que representaban a Jesús y a su rebaño y recuerdo que apreté la mano de mi marido con tal fuerza que casi pega un grito, justo en medio de la boda. Pocas horas después, al llegar a la fiesta, nos enteramos de que Michele había muerto en el preciso instante en que Darin fue entregado a Ellen. Los narcisos del jardín de Michele florecen ese mismo día todos los años.
También fue la misma sensación que tuve cuando murió mi abuela. Me encontraba acampando en el bosque con mi marido y mis hijos, cerca de donde vivía mi madre. Ya estábamos hartos de bañar a los niños en las frías aguas del río, así que subimos todos al jeep y nos fuimos a casa de mi madre a darnos una ducha caliente. Mi abuela llevaba ya algún tiempo enferma, pero acababan de trasladarla desde su casa al hospital de Penticton. Le pregunté a mi madre por ella y me dijo que esa mañana había hablado con mi abuelo y que éste le había dicho que la abuela seguía estable. Recuerdo que en ese momento sentí como si me fuese a desmayar. Me eché a llorar y abracé a mi madre y ella me rodeó con sus brazos hasta que se me pasó la sensación. Poco después nos enteramos de que la abuela había muerto justo en ese momento.
Así que ahora comprenderán mi confusión y mi miedo. Estaba casi segura de que era eso mismo lo que estaba sintiendo, pero también estaba casi segura de que mi marido estaba vivo, a pesar de que lo «veía» desplomado en el suelo, junto a nuestra cama. Me veía a mí misma inclinada sobre su cuerpo, todavía tibio pero ya sin vida, y experimentaba en cada fibra de mi cuerpo esa sensación de irrevocabilidad.
Aquella noche le llamé a su hotel y logré hablar con él. Me daba vergüenza contarle lo que me había sucedido, así que hablé de los niños, de lo que habían hecho ese día y sobre el tiempo que tenía él en Lima. Nuestra cuarta hija, Claire, nacería seis meses después.
Él permaneció en Perú durante cuatro meses más para finalizar su proyecto de ingeniería, después de un rápido viaje de dos semanas en el que vino a vernos y las cosas parecieron normales entre nosotros. Después de regresar a casa la segunda vez, me dijo que había conocido a una mujer en Perú justo antes de irse. Me dijo que era una ex Miss Perú y que había sido su mujer en otra vida. Me confesó que había cometido un gran error casándose conmigo en lugar de esperarla a ella. Me dijo que lo sentía mucho y me pidió perdón por tener que presentarme los papeles del divorcio. Luego se casó con la reina de belleza peruana, a la que le gusta mucho Estados Unidos. Tienen una niñita preciosa con rizos morenos parecidos a los de su media hermana Claire. Pero el padre casi nunca visita a sus otros cuatro hijos ni a mí, a pesar de que vive a sólo veinte kilómetros de distancia.
Pasaron varios meses antes de que me diese cuenta de lo que sentí aquel día en que estaba guardando la ropa limpia. Sentí que una parte de él moría. Su alma se escabullía de nuestro nido familiar y volaba hacia el nido de ella y sucedió con tal rapidez que él ni siquiera tuvo tiempo de considerar la posibilidad de quedarse.
LAURA MCHUGH
Castro Valley, California