Sucedió en un aeropuerto
Mis amigos Lee y Joyce vivían en North Shrewsbury, Vermont, a casi cuatro horas de coche del aeropuerto internacional Logan, en Boston. Por los años setenta un tío de Joyce murió en Chicago y ella decidió ir en coche hasta Logan y desde allí coger un vuelo para ir al funeral.
Condujo hacia el este a través de las Montañas Verdes y, distraída, cuando tenía que girar a la derecha, giró en dirección equivocada y hasta media hora después no se dio cuenta de su error. Se puso nerviosa porque se le hacía tarde, dio la vuelta y a toda velocidad cruzó Vermont; luego, parte de New Hampshire, y ya sólo le faltaba una media hora, más o menos, para llegar a Logan. Vio un gran letrero que indicaba la salida hacia el aeropuerto y se metió por ella. Siguió las indicaciones y, finalmente, llegó al aeropuerto: un campo de hierba con un par de hangares. Había estado siguiendo los carteles para llegar al aeropuerto local de Manchester, en New Hampshire.
Ahora sí que tendría que darse prisa para no perder el avión. Como una exhalación, se dirigió otra vez a la autopista, condujo hacia el sur hasta Logan, dejó el coche en el aparcamiento, salió corriendo y, ya frente al mostrador de facturación, imploró a los otros pasajeros que la dejasen pasar porque su avión estaba a punto de salir. La dejaron pasar hasta el otro mostrador. Allí contó que le urgía salir en el primer vuelo a Chicago, sacó su talonario y descubrió que no le quedaba ningún cheque.
Sólo tenía una tarjeta de crédito de una cadena de gasolineras y el único dinero que llevaba encima era un billete de un dólar. No tenía posibilidad alguna de comprar un billete.
Desconsolada y al borde de las lágrimas, decidió que debía llamar a su familia con aquel último dólar para avisarles que le sería imposible acudir al funeral. Con los ojos inundados en llanto vio una máquina donde podía obtener cambio para llamar por teléfono. Metió su dólar y a cambio obtuvo dos billetes de la lotería de Massachusetts. Se había equivocado de máquina. Entonces rompió a llorar abiertamente y un hombre que pasaba por su lado le tocó afectuosamente el hombro, diciendo: «No se preocupe, señora, es la mejor inversión que ha podido hacer».
En aquel momento lo único que Joyce deseaba era estar sola para poder llorar en paz. Se dirigió al servicio de señoras.
Pero para entrar en las cabinas había que introducir una moneda.
Ya nada me importa, dijo para sí, ya no me queda orgullo. Sólo quiero estar sola para poder llorar. Se agachó para ponerse a gatas sobre el suelo y comenzó a arrastrarse bajo la puerta metálica de una de las cabinas.
A mitad de camino oyó una voz de mujer que le decía: «Lo siento, cariño, está ocupado».
RANDY WELCH
Denver, Colorado