El funeral de la abuela
Tras la muerte del abuelo, mi abuela perdió el interés por la vida. Aunque vivió otros diez años más, hasta los ochenta y muchos, solía pasar casi todo el tiempo sumida en la angustia y el miedo, esperando su propia muerte. Había dos cosas que la aterrorizaban: la posibilidad de morir sola y la posibilidad de acabar consumida por las llamas de sus creencias religiosas, a pesar de sus fervientes plegarias y de haber evitado siempre el pecado con firmeza. Hasta había organizado su propio funeral.
Vivía con su hijo y su nuera en una casa-rancho en Indianápolis, rodeada de cuadros de tema religioso pintados por su hermana, entre ellos el de Jesucristo en el Domingo de Ramos del tamaño de una pared. Vivía rodeada de un montón de gatos y un par de perros, aunque no apreciaba demasiado su compañía. Mi tío y mi tía tenían una tienda de peluquines en la parte trasera de la casa. Como trabajaban allí, mi abuela no estaba sola prácticamente nunca.
Un domingo por la tarde una amiga de mis tíos, que vivía justo a la vuelta de la esquina, les invitó a que pasaran un momento a visitar a su marido, que acababa de salir del hospital. Mi abuela estaba durmiendo la siesta. Así que, como solo iban a estar ausentes durante media hora, se acercaron hasta casa de sus amigos.
Fuera o no cierto, los bomberos explicaron a mis tíos que era muy probable que mi abuela ni siquiera llegara a despertarse. Continuó dormida debido a la inhalación de humo y murió sin enterarse. El incendio fue causado por un cable que llevaría defectuoso mucho tiempo y acabó haciendo cortocircuito ese domingo en particular. Todos los animales murieron. El fuego destruyó todas las pinturas.
El día del funeral todos los miembros de la familia seguíamos en estado de shock. Traté de encontrar algo que decirle a mi hermana mayor, que iba andando junto a mí por el cementerio. Acabé comentándole que el inmaculado vestido blanco que ella y mi madre habían elegido para ponerle a mi abuela en su entierro me había parecido una preciosidad.
—No lo elegimos nosotras —dijo—. ¿No te has enterado?
—¿De qué? —pregunté.
—Fue algo muy raro. Incluso ahora me produce escalofríos.
Esperé a que me lo contase.
—Ése era el vestido que la abuela tenía guardado para que se lo pusieran en su entierro —dijo.
—¿Y qué tiene de raro?
—Estaba dentro de la casa, en el armario junto a la puerta de atrás. Todo lo que había dentro de ese armario quedó destruido por las llamas, el humo o el agua. Todo menos ese vestido, que fue lo único que quedó.
MARTHA DUNCAN
Surry, Maine