1380 dólares la noche, en
habitación compartida

Un verano en un hospital de Manhattan, con dolencias demasiado aburridas para perder el tiempo en explicárselas. Ocho compañeros de habitación. Un cuarto semiprivado, una habitación compartida adonde nos toca ir a todo el mundo —menos los que son muy ricos o los que tienen una enfermedad infecciosa— acaba siendo un gran igualador de clases sociales. Un lugar donde la gente que normalmente no se mezclaría se encuentra, de repente, durmiendo junta y compartiendo un cuarto de baño.

—¡LLEVO DIECISÉIS DÍAS YENDO AL CUARTO DE BAÑO CUATRO VECES AL DÍA Y OTROS CATORCE CON DOLOR EN EL ABDOMEN! —Gritaba alegremente mi compañero de habitación a cualquiera que se le acercase. Aunque, en realidad, siempre estaba gritando. Mi Compañero de Habitación Número Uno se había dedicado a la prostitución en la calle Cuarenta y dos, tenía treinta años y parecía que tuviera cuarenta y cinco. El hecho de que no hubiese usado el retrete durante las treinta y seis horas posteriores a su llegada no pareció influir en el volumen de su voz. Siguió gritando sobre su supuesta diarrea hasta que, por fin, expulsó un chorizo del tamaño de Kansas. Lo sé porque jamás tiraba de la cadena. Los médicos dijeron que no tenía nada. Él gritaba más alto. Intentaron mandarlo a casa. Respondió presentando una queja. Siguieron los gritos y berrinches hasta que apareció una enfermera y un hombre de bata blanca.

—Le estamos enseñando a poner inyecciones —le informó la enfermera mientras el novato sacaba una gigantesca jeringa.

—¡Oh, Dios mío! —chilló mi Compañero de Habitación Número Uno cuando la aguja no acertaba a dar en el blanco.

Al tercer día seguía exigiendo que le dejasen quedarse, cuando llegaron unos amigos suyos con unos horribles cortes de pelo y se lo llevaron de excursión al cuarto de baño del pasillo con oscuros propósitos. Y así fue como, después de una de esas excursiones, sencillamente, no regresó. A nadie pareció sorprenderle. Se limitaron a preparar la cama para el próximo ocupante.

Mi Compañero de Habitación Número Dos era un monseñor retirado al que le administraban fuertes sedantes. Le habían traído desde una residencia de ancianos y no tenía ni idea de dónde estaba.

—Hay veces que pienso que te quiero y hay otras que pienso que te odio —le soltó con voz monótona y atontada a una auxiliar de enfermería a la que nunca había visto. Después hizo una pausa para pensar y emitió su veredicto—. Hoy te odio.

Una asistente social vino y le gritó al oído:

—¡MONSEÑOR! ¡VOY A COMPRAR HELADO! ¿LE GUSTARÍA TOMAR UN HELADO?

Él se incorporó de un salto.

—¿DE CHOCOLATE O DE FRESA?

El monseñor dijo que de chocolate.

—¡MUY BIEN, VOLVERÉ EN UNOS VEINTE MINUTOS! —Y salió a toda velocidad de la habitación.

Apenas un par de segundos después apareció una enfermera para administrarle un medicamento.

—¿Dónde está mi helado? —le recriminó el anciano.

—Yo no traigo ningún helado, sólo pastillas —contestó.

Se oyó un gruñido proveniente de la cama del monseñor.

—Puta —dijo entre dientes.

Mi Compañero de Habitación Número Tres era un drogadicto que vivía en la calle y que no era más que huesos y piel.

—¡Cuarenta y siete kilos! —gorjeó la enfermera después de pesar a aquel hombre de un metro setenta de estatura, que podía tener cualquier edad comprendida entre los veintisiete y los cincuenta años. Estaba tan deteriorado que era imposible saberlo. Se pasaba casi todo el tiempo durmiendo y sólo se despertaba para quejarse de la comida o para discutir con el enfermero que intentaba sacarle sangre.

—Yo sé lo que hacéis con esa sangre —decía con tono amenazador—. La vendéis a cinco dólares la bolsa, vosotros no vais a engañarme.

Los médicos de mi Compañero de Habitación Número Tres empezaron a rogarle cada vez con más insistencia que diera su consentimiento formal para que se le realizase una prueba del virus del sida, ya que sin él no podían hacerlo legalmente.

—Con un diagnóstico podríamos recetarle una medicación más efectiva —suplicaban, pero él continuaba impasible, convencido de que las pruebas de sida formaban parte de una especie de conspiración maligna urdida por la cúpula médica. Todos los días volvían a rogarle. Todos los días volvía a negarse. Yo también quería suplicárselo, pero, dado que había oído toda aquella información confidencial de soslayo, supuse que era mejor que no lo hiciese. Aun así, cada vez que se levantaba a duras penas para ir al cuarto de baño, no le quitaba el ojo de encima por si perdía el equilibrio y había que llamar a la enfermera. Sin embargo, jamás se cayó. Mi Compañero de Habitación Número Tres fue finalmente dado de alta y trasladado a una institución para personas sin hogar con problemas de salud. Recé para que alguien allí lograse convencerle de que recibiese la ayuda que necesitaba.

Mi Compañero de Habitación Número Cuatro era agradable, conversador y estaba cubierto de llagas. Tenía una novia que siempre iba a visitarle a la hora de comer.

—Sólo voy a probar esto a ver si te va a gustar o no —le decía ella mientras se zampaba todo su almuerzo.

La chica hablaba sin parar mientras comía, largando todo tipo de cotilleos sobre sus amigos, la televisión y cualquier estupidez. Al cabo de un rato, susurraba «He traído eso» y los dos se marchaban cojeando hasta el cuarto de baño del pasillo con «eso» escondido en el bolsillo de ella.

Fueran cuales fuesen los defectos de su novia, el Número Cuatro sentía una enternecedora devoción por ella. Hasta tal punto que le guardaba en un frasquito las uñas que se cortaba.

—A ella le encanta morderse las uñas, pero como no quiere estropeárselas, le guardo las mías —me explicó.

—¡Oooh! ¡Éstas sí que son buenas! —La oí exclamar cuando las vio.

Siempre me aseguré de que la cortina que separaba nuestras camas estuviese perfectamente cerrada.

Mientras tanto la señorita Thomas se había instalado en la habitación del otro lado del pasillo. La señorita Thomas chillaba durante toda la noche. Todas las noches. Y como su puerta estaba justo enfrente de la nuestra, era como si estuviese dentro de nuestra habitación.

—¡Evelyn! —Chillaba—. ¡Evelyn! ¡Evelyn! ¡Me duele el trasero! ¡Evelyn! Ay, qué dolor. ¡Qué dolor! ¡Eve-lyyyn! ¡Me duele el trasero! ¡Eve-l-y-n-n!

Al principio sentía pena por aquella pobre mujer trastornada que, obviamente, lo estaba pasando muy mal. Eso hasta que, al día siguiente, la oí hablar por teléfono en un tono razonable.

—Oh, aquí la atención es horrorosa —decía—. Anoche tuve que gritar. Grité y grité hasta que apareció alguien.

Esa noche la señorita Thomas tuvo sed.

—¡Evelyn! ¡Tráigame un vaso de agua! ¡Evelyn! ¡Tengo sed! ¡EVELYY-N-N!

Rompí las normas del hospital y cerré la puerta de mi habitación.

Mi Compañero de Habitación Número Cinco era un actor de culebrones. Rubio, de rasgos finos, dientes perfectos. Todas las enfermeras se le echaban encima para pedirle un autógrafo. Tenía teléfono móvil, una secretaria y a toda la administración del hospital a su entera disposición.

—Puede pedir que le traigan la comida de fuera si no le gusta la de aquí —le comunicó la recepcionista con una radiante sonrisa mientras le entregaba un montón de menús de restaurantes.

—¡Yo llevo aquí tres semanas y jamás me lo habían dicho! —grité, pero nadie me hizo caso.

El actor de culebrones tenía una infección en un testículo, algo que estaba encantado de contarle a todo el mundo en cuanto se presentaba la más mínima ocasión sin necesidad de que se lo preguntaran. A un enfermero que le sacó sangre le dijo:

—Yo sabía que colgaban bastante, ¡pero no tanto!

Y a mí:

—Cuando sentí que me golpeaban las rodillas, pensé que ya era hora de que me viese un médico.

A alguien en el teléfono:

—El doctor me ha dicho que podría ser debido a que he practicado poco el sexo últimamente, ¡pero yo sé que eso no es cierto!

Todo el mundo estaba deslumbrado. Lo único que faltaba eran postales con su foto.

Aquella noche la señorita Thomas tuvo frío.

—¡Evelyn! ¡Necesito una manta! ¡Evelyn! ¡Tengo mucho frío! ¡Tráigame una manta! ¡Eve-ly-y-n-n!

A la mañana siguiente, muy temprano, la administración, obviamente disgustada, le comunicó a la estrella de culebrones que iban a trasladarlo a una habitación individual, lejos de aquella zona —por cuenta del hospital—, para que «estuviese más cómodo».

—Yo llevo aquí tres semanas… —empecé a decir, pero volvieron a ignorarme.

Aquella noche, cuando la señorita Thomas comenzó a chillar llamando a Evelyn, se oyó una voz que respondía en un tono de evidente disgusto:

—¡Señorita Thomas, ya es hora de que deje de chillar! ¡Todas las noches le decimos que use el timbre para llamarnos, pero usted sigue armando todo este jaleo! ¿No se da cuenta de que hay gente que intenta dormir? ¡Si no se calla ahora mismo, voy a cerrarle la puerta y ya no vendré a ayudarla jamás, y usted ya sabe cuánto le disgusta eso! —Y cuando se daba la vuelta para marcharse, añadió—: Ah, y otra cosa, ¡me llamo Yvonne!

Mi Compañero de Habitación Número Seis venía de cuidados intensivos. Creo que había estado en coma.

—¿Recuerda qué fue lo que sucedió? —le preguntó un asistente social.

Hubo una pausa larga y luego se oyó una voz que titubeaba:

—¿Yo vivo en Nueva York?

Más tarde, le preguntó al agotado médico residente que acababan de asignarle:

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

El médico residente ni siquiera levantó la mirada cuando le respondió:

—No lo sé, supongo que un par de días.

De hecho, yo había oído decir a alguien que el Número Seis llevaba en el hospital varias semanas.

—Empiezo a acordarme de algo… —comenzó a decir.

Pero el doctor le interrumpió:

—Oiga, ahora no puedo quedarme de charla. Tengo que ver a otros pacientes.

Nunca supe qué era lo que el Número Seis había empezado a recordar.

Algo que el Número Seis siempre olvidaba era que estaba amarrado a la cama con unas correas debido a que tenía un hombro partido. A veces, cuando regresaba del cuarto de baño, le encontraba colgando a un lado de la cama, enredado en las correas, con aspecto lastimero y confuso.

—¿Tiene algún problema? —Le preguntaba yo, y él asentía con la cabeza—. ¿Quiere que llame a la enfermera? —Y me iba en busca de ayuda.

Al final venían y le ataban tan fuerte que apenas podía moverse, y el pobre, olvidándose de dónde estaba, se hacía caca encima y ensuciaba todas las sábanas.

Al rato, entraba la auxiliar de enfermería, hecha una furia.

—Pero ¿se puede saber qué es lo que le pasa? —Le gritaba—. ¿Por qué se porta como un cerdo y nos hace venir a limpiar esto? ¿Qué es usted? ¿Un bebé?

Después de un par de humillaciones como aquélla, el pobre se asustaba con cualquier cosa. A veces, al pasar junto a su cama, veía que estaba cubierto de mierda y ofrecía un aspecto totalmente desgraciado.

—¿Tiene algún problema? ¿Quiere que llame a la enfermera? —Le preguntaba, y él asentía lentamente con la cabeza, mientras intentaba contener las lágrimas.

Mi Compañero de Habitación Número Siete era un hombre mayor, un obrero de Queens. Había estado recibiendo tratamiento de quimioterapia debido a un cáncer y pasó los dos primeros días vomitando.

—Ya estoy harto de esto —le dijo con tono abatido a su mujer—. ¿Qué sentido tiene seguir intentándolo si voy a tener que vivir así? —Y otra vez comenzaba a tener arcadas.

Conmigo era muy cordial y agradable, como era de esperar, pero su pobre mujer era la que pagaba toda su frustración.

—Pero ¿qué carajo es esto? —Le soltaba después de que ella hubiera viajado durante una hora para ir a visitarlo—. ¡Te dije uvas sin pepitas! ¿Cómo puedes ser tan tonta?

Pero pareció mejorar y durante dos días estuvo muy animado. Sin embargo, al tercer día, por la mañana, empezó a hablar arrastrando las palabras, me presentó a una hija que no estaba allí y luego se quedó dormido mientras el médico le estaba hablando. Lo único que dijo cuando se despertó fue:

—Echo de menos París.

Yo no podía estar más de acuerdo. Esa misma tarde lo trasladaron rápidamente a otra habitación.

Mi Compañero de Habitación Número Ocho llegó tarde una noche. Tenía una voz grave y agradable con un cantarín acento latino. También tenía unas uñas largas y pintadas, el pelo cardado y prefería que le llamasen Cynthia. Sólo tenía veinte años y padecía una fiebre muy alta debido a que uno de sus implantes de pecho se había infectado. También tenía sida, estaba allí por la seguridad social y no se hablaba con su familia. A pesar de todo, estaba muy tranquilo y se lo tomaba con filosofía. Cuando por fin me tocó marcharme a casa al día siguiente, él estaba contestando con infinita paciencia las llamadas telefónicas dirigidas al Compañero de Habitación Número Siete, al que habían trasladado tan intempestivamente que nadie, ni siquiera su mujer, sabía dónde se encontraba.

—Ahora está en otro piso, cariño —contestaba con voz tranquilizadora a algún pariente fuera de sí—. No tienes más que llamar a la centralita y ellos te darán su número.

Le regalé un par de revistas que alguien me había traído y todo el zumo que había acaparado.

—Te vas justo ahora que empezaba a conocerte —me dijo con tono nostálgico. Pero yo estaba deseando regresar a casa.

Además, estaba seguro de que Cynthia pronto iba a tener un montón de compañía.

BRUCE EDWARD HALL

Nueva York, Nueva York

Creía que mi padre era Dios
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