Paseo dominical
Todos los domingos atravesamos en coche una inhóspita zona industrial para ir a casa de mi primo. Desde mi asiento, la sucesión de acerías, de contenedores para vaciar el metal y de gasolineras para camiones diésel parece una película que va proyectándose en la ventanilla lateral del coche. Intento imaginar qué sucede detrás de esas paredes. Me imagino a hombres de mediana edad, con espaldas llenas de pelo, inclinándose sobre algún artefacto mecánico, observando algo a través de sus gafas bifocales, con un cigarrillo colgándoles de la comisura de los labios, un cigarrillo con un centímetro de ceniza suspendida en el aire, desafiando la ley de la gravedad. Por la emisora de onda media pasan las canciones más escuchadas. Espero que pasen mi favorita, por ahora: «Build Me Up Buttercup», de los Foundations. Pasamos junto a terrenos baldíos rodeados de vallas de tela metálica y alambradas. Entre nosotros hablamos en italiano, pero yo no digo casi nada. Se me permite el lujo de encerrarme en mi pequeño mundo. Es verano, hace un aire caliente y bochornoso, pero las ventanas están bajadas y me gusta sentir el viento en el pelo. El embalse de la ciudad, famoso por sus malos olores y sus enormes ratas, queda junto a la carretera y está bordeado por vías férreas que se cruzan en determinados puntos y atraviesan el camino, justo delante de nosotros. Suena la sirena y bajan las barreras. Nos divertimos un rato adivinando si pasará un tren corto o un tren largo. Esperamos durante quince minutos. El pinchadiscos habla a toda velocidad mientras comienza Tighten Up, de Archie Bell y los Drells. Odio que hagan eso. ¿Por qué no se callan y dejan oír la música? Mi abuela habla de lo que podríamos cenar esa noche. Podría ser polenta. O pasta. Espero que sea pasta. Acaba de pasar el furgón de cola y suben la barrera. No ha sido un tren tan largo. Mi tío se salta la primera marcha, mete directamente la segunda, y enseguida, la tercera.
Pero en realidad no estoy pensando en nada. Son sólo ideas que flotan a mi alrededor y a las que apenas presto atención. Ahora mismo lo que ocupa mi cabeza son los cómics que he estado leyendo en casa de mi primo. Él es mayor que yo y algunos de sus cómics son de antes de que yo supiese leer. Tiene centenares, y siempre que voy le pido por favor que me los enseñe. No siempre tiene ganas de sacar los más antiguos, o quizá sea que lo que le gusta es hacerme rabiar. Hoy he estado leyendo unos más modernos. El Capitán América está muerto, o al menos eso es lo que creen. Se ha hecho el muerto para despistar a los agentes de Hydra. Se van a llevar una gran sorpresa. El autor es Steranko —que es el mismo dibujante de Nick Fury, Agente de SHIELD—, y tiene un estilo que me recuerda al de las viejas películas de gángsters que me gusta ver en la tele los sábados por la tarde. He leído algunos de los últimos ejemplares de Los Vengadores. Hay un malo nuevo que se llama La Visión, que tampoco es tan malo, porque ahora mismo hay otro que controla su mente. Es un androide, que quiere decir que su cuerpo está compuesto de partes sintéticas. Tiene poderes especiales como, por ejemplo, el de controlar la densidad de su cuerpo. Puede ser tan duro como el diamante, o romper su estructura molecular y atravesar las paredes. Algunos cómics publican historietas de la década de 1940 y me gusta imaginar que soy uno de aquellos tipos que iban vestidos como los Chicos de Bowery, que deambulaban por el Lower East Side y que canjeaban cascos de botellas vacíos para comprar un ejemplar de La Antorcha Humana o de El Hombre Submarino en el quiosco de la esquina. La Antorcha de los años cuarenta aparecía en un cómic que he leído hoy, en una historia en la que luchaba contra un monstruo que tenía aterrorizada a toda Coney Island. Pero ese Antorcha es un androide creado por un científico, a diferencia de La Antorcha Humana —Johnny Storm, de los Cuatro Fantásticos—, que tenía poderes porque había estado expuesto a rayos cósmicos. Pero hoy me he enterado de que el cuerpo de La Visión antes era el cuerpo de La Antorcha de los años cuarenta. Son la misma persona. En algún momento el cuerpo original muere, pero más tarde lo coge otro científico y lo hace revivir, bajo otra forma diferente. Ahora no tengo todos los detalles, pero pienso llegar hasta el fondo del asunto. Mientras leo, mi primo se sienta en el sofá a ver una peli del Oeste en la tele y a escuchar el fútbol a la vez. Mi abuela se sienta en la cocina a tomar café y a charlar con mis tíos abuelos. Mi tío nunca se queda. Él nos trae y pasa a recogernos más tarde.
Ya casi hemos llegado a casa. Hemos pasado la zona industrial y ahora vemos gente en la calle, andando por aquí y por allá, y a otros que están sentados delante de sus casas. Las mujeres se ponen toallas húmedas en el cuello y se abanican mientras beben limonada. Los hombres escuchan el partido de béisbol y beben cerveza Falstaff. Los niños montan en bici y juegan un partido de béisbol improvisado. Un grupo de chicos está junto a una boca de incendios. Me parece que vamos a cenar pasta, y además todavía queda sandía en la nevera. Me gusta comer sandía por la noche, sentado a oscuras junto a la puerta de tela metálica que da al patio de atrás, escuchando a los grillos y mirando las luciérnagas. A veces nos sentamos a oscuras junto a la puerta de tela metálica de la entrada de la casa, esperando oír el ding-ding de la furgoneta de los helados Mr. Softee.
Antes de ir a la cama, miro mi colección de cómics. No tengo tantos como mi primo, pero los pocos que tengo me encantan y los leo y releo una y otra vez. Los guardo todos en una caja, por si viene un tornado y tenemos que correr escaleras abajo a refugiarnos debajo del fregadero. Jamás nos cogerá un tornado por sorpresa, pues la sirena de alarma está justo en nuestro callejón. Cuando suena, uno no puede escuchar ni sus propios pensamientos. Entre los cómics que guardo como un tesoro están los dos primeros que compré en el quiosco con el dinero que me dieron por los envases de refrescos: Daredevil, n.º 35, y Spiderman, n.º 54. También están Hulk, n.º 105, y Los Cuatro Fantásticos, n.º 76, que me compró mi abuela cuando tuve el accidente y me corté la mano con un cristal y tuvieron que llevarme al hospital. Mi tío no puede soportar a los superhéroes, pero a los dos nos gusta la revista MAD y los personajes de Harvey, como Richie Rich y Hot Stuff.
Seguro que a mi abuela no le interesan los cómics, pero a ella le gusta ver que tengo la cabeza ocupada en algo y me anima para que siga dibujando. Una vez vimos el documental de Disney en el que aparecen los animadores haciendo su trabajo. Parece un trabajo bueno y seguro. Ella sabe que se puede vivir del dibujo.
Mi tío dibujaba en unas libretas que se supone que no debo mirar. Aparecen unos personajes que siempre están cargando cajas de un lado a otro como si estuviesen construyendo algo. Pero creo que ahora está más interesado en el levantamiento de pesas y en el karate, aunque la semana pasada se compró el último álbum de los Beatles. También compró un tocadiscos nuevo y lo puso sobre la mesa de la cocina. Yo me senté junto a la mesa y me puse a mirar cómo daba vueltas la manzana de la etiqueta mientras el sonido de un reactor daba comienzo a «Back in the U. S. S. R.», la primera canción del disco. Todo el álbum era fantástico, y sonaba como si viniera de otro mundo. Mi tío tiene todos los discos de los Beatles que han salido hasta el momento.
Por fin llegamos a casa. El viaje no es tan largo, pero tampoco me gustaría tener que hacer ese trayecto andando. Nada más bajarse del coche, mi abuela va a buscar la manguera y le da una buena regada al jardín trasero. Trabaja mucho para mantener el jardín. Tenemos una higuera que está allí desde antes de nacer yo y que nunca ha dado ni un solo higo, pero ella sigue cuidándola y todos los inviernos la cubre para protegerla. Una vez mi abuela encontró una cría de ardilla que se había caído de un árbol. La pobre era una cosita que no tendría más de dos días y todavía estaba en posición fetal y tenía los ojitos cerrados. La metió en casa para cuidarla durante los primeros días. Estuvimos dos semanas asomándonos constantemente a la cajita que colocó en la cocina. Mi abuela la cuidaba y para alimentarla usaba el cuentagotas de un medicamento. Día tras día observábamos a la cría, tumbadita y envuelta con una manta. Movía las manitas y de vez en cuando abría los ojos y nos miraba. Pero, ay, no fue suficiente. Hicimos todo lo que estaba en nuestras manos. La enterramos en el jardín de atrás.
Durante la cena siempre acabamos diciendo tonterías y metiéndonos con los demás. Tenemos un lenguaje propio que nos hemos inventado. Quizá sea el sonido tan cómico que tienen algunas frases en italiano. Hay algo que se dispara de pronto y entonces mi abuela empieza a reírse y después nos entra la risa a mi tío y a mí y al poco rato estamos todos colorados y nos duele el estómago de tanto reírnos, aunque ya ni siquiera nos acordamos de lo que nos causaba tanta gracia. Pero después uno se queda de lo más bien.
Antes de irse a la cama, mi abuela ve La Mutualidad de Omaha o Jacques Cousteau. Mi tío baja al sótano a hacer pesas y yo me sumerjo otra vez en mis cómics. Los ventiladores cenitales nos ayudan a dormir durante las noches de calor sofocante del Medio Oeste. Hay uno en el cuarto de mi abuela y otro en el dormitorio que comparto con mi tío. Cuando llegue septiembre ya no necesitaremos los ventiladores, pero nos costará dos semanas acostumbrarnos a dormir sin ese runrún de fondo.
Por la mañana me despierta el camión de Sealtest cuando se mete por el callejón y descarga las cajas de leche en la tienda de ultramarinos. Oigo el sonido de voces a lo lejos y el traqueteo de las carretillas. Estoy medio dormido y oigo que, en la cocina, suena otro episodio de El gallina mientras la mantequilla chisporrotea en la sartén.
BOB AYERS
Seattle, Washington