Has pasado la noche en casa de Eduard, prácticamente sin dormir. Al principio él ha intentado darte conversación, como si no hubiera sucedido nada, como si todo fuera como antes, pero tú no te has prestado a semejante mascarada. Además de la repugnancia que te inspira ese desgraciado, está el recuerdo de Paula, aquella gentil y admirable mujer de quien tuviste el honor de despedirte entre el silencio dulzón de las viñas. Así que no le has pedido ninguna explicación adicional y, consumido por la ira y la rabia, te has limitado a encerrarte en el cuarto de los invitados, donde has estado meditando cómo podrás comenzar otra vez, sin un céntimo en el bolsillo, y quién podría darte cobijo para rehacer tu vida.

Has pensado en dos personas. La primera, Niubó. Él siempre te puede dar trabajo en el despacho, te conoce bien y sabe de qué pie cojeas. Con el sueldo que te ofrezca Niubó, puedes alquilar un piso y comenzar otra vez. La segunda es Blanca. Sí, Jericó, sin saber cómo, has acabado pensando en ella. ¿Y si se lo explicas todo, con pelos y señales, y le preguntas si te concede una oportunidad? No podrás engañarla, conoce el secreto de tus mentiras: las orejas se te enrojecen. Es posible que ella aún sienta algo por ti y pueda ayudarte a encontrar el camino del corazón. Buscarías algún trabajo en Madrid y…

¡Anímate, Jericó! ¿Lo ves? Todo es comenzar. Así es la vida: cuando una puerta se cierra, otra se abre. ¡Y no todo el mundo puede comenzar de cero! ¿Qué me dices de los condenados a muerte por una enfermedad grave como un cáncer? ¿No has oído infinidad de veces que la mayoría de ellos daría cualquier cosa por recuperar la salud? Volverían a comenzar. Tienes la vida, Jericó, y a Isaura, tu hija, que te quiere y a la que adoras. ¡Adelante!

Has acudido a tu ático, donde te esperaba Gabo. Te sorprendes. No queda ni rastro del cadáver de Anna ni de la sangre. El equipo de limpieza ha realizado un buen trabajo. Sin demora, salís con Gabriel hacia la oficina del banco donde está la cámara blindada con las cajas fuertes de alquiler. Tú conduces el Cayenne y Gabo se sienta a tu lado. Procuras evitar cualquier conversación, porque este tipejo no solo te repugna; si pudieras, lo matarías con tus propias manos. Lo odias. Lo odias a muerte.

Pero mantener el silencio con él no es fácil. Un exhibicionista como Gabo nunca puede estar callado. Te ha salido con el tema del juego de Sade.

—Admirable ingenio del marqués de Sade para urdir un juego así, ¿no crees?

—Para serte sincero, me parece una atrocidad. Si quieres pervivir de verdad, debes sembrar amor.

—Discrepo de ti, Jericó, una vez más. Sade era un genio incomprendido. Por eso lo condenaron a un cautiverio casi perpetuo en la madurez y senectud. Él deseaba que se le comprendiera, que se le otorgara la importancia que merece. De ahí el ingenio del juego en la carta escrita en la Bastilla y ocultada dentro del rollo de Las 120 jornadas de Sodoma.

Te aclaras la voz y suspiras.

—Si es posible, me gustaría olvidar este tema, Gabriel. No quiero volver a oír hablar de Sade.

—De acuerdo, de acuerdo. No es necesario que te pongas así. Lo que has conseguido en la vida te lo brindé yo en bandeja. ¿Te has olvidado?

—No. Y ojalá no te hubiera conocido nunca. Pero ¿por qué me has tratado así, Gabriel? ¿Por qué?

—Por placer. ¡Por puro y simple placer! Es como el Creador, ¿te imaginas? Primero das y luego quitas. Así de sencillo.

Prefieres no decirle que algún día todo el mal que ha hecho se volverá contra él. Que tienes el presentimiento de que sus días de exhibicionismo de urinario tocan a su fin. No eres un ferviente seguidor de la justicia universal, pero suscribirías que «a todo cerdo le llega su San Martín».

Habéis llegado al banco y entráis los dos con una bolsa que él te ha dado para que guardes la pasta. Has cumplido todos los protocolos de seguridad e identificación y habéis bajado al sótano donde está la galería de las cajas fuertes, acompañados por un vigilante armado y un empleado. Llegados a la caja número 235, el empleado ha metido una llave en la cerradura y tú has introducido la tuya en la otra. Habéis hecho girar las llaves y él se ha retirado para dejaros a solas. Has abierto la portezuela. Los fajos de billetes de quinientos, doscientos y cien euros están cuidadosamente apilados y ordenados. Comienzas a traspasarlos a la bolsa. Lo haces tú, personalmente. No dejas ni uno, pero Gabo, con aire socarrón, coge un fajo de billetes de doscientos y te indica que los devuelvas a la caja.

—Da no sé qué dejarla completamente vacía —declara con sarcasmo.

Obedeces. Sales a llamar al empleado y con las dos llaves cerráis la caja. Bajo la mirada del vigilante, subís hasta la planta baja. Antes de despedirte, el empleado te ha preguntado:

—¿Todo bien?

Y ha dirigido una ojeada a la bolsa negra que sostienes con la derecha.

—Todo bien, muchas gracias.

Os despedís y salís a la calle. Contienes el impulso de soltarle un puñetazo y escaparte con la pasta. Subís al vehículo y, cuando ya está en marcha, el teléfono de Gabo recibe una llamada. Responde. No entiendes qué dice, habla en alemán, un idioma que desconoces completamente. Cuelga con una sonrisa de oreja a oreja y se dirige a ti:

—Tienes suerte, amigo mío. ¡Qué diligencia! Herr Krause confirma que mañana por la mañana firmaréis en la notaría de Recasens. Acaba de cerrarlo todo con Niubó. Wilhelm es un hombre muy diligente en los asuntos que le interesan.

Te sorprende la rapidez y también que Herr Krause lo llame. Le manifiestas tus dudas.

—Wilhelm me solicitó informes de tu empresa y de ti cuando se interesó por Jericó Builts a través de una oferta de Niubó. Se había enterado de que habías realizado muchas subcontrataciones para mi empresa promotora y también que éramos viejos amigos.

—Niubó me dijo que, por indicación expresa del señor Wilhelm Krause, en el momento de la firma debía aceptar un sobre.

—De eso no sé nada, pero el viejo Wilhelm es un hombre enigmático. Cuentan que es descendiente de un cazador de brujas y visionario del Renacimiento, y te puedo asegurar que hay algo especial en él. Es todo un personaje.

Pues si lo dice él, «el asfixiante ambigüista», Jericó, ¡imagínate cómo debe de ser ese tipo! Pero en el fondo eso ya no te importa. Lo único que te interesa es que te compra la empresa y te quedas limpio de toda deuda. Eso es lo que cuenta realmente.

Pero, de pronto, te asalta un terrible presagio. El sobre del enigmático Herr Krause… ¿Y si se trata de la carta de la Bastilla, del juego de Sade?

La mera idea te horroriza. Lo último que desearías es revivir otra vez la pesadilla.

Has dejado a Gabo en el hotel Arts. Te sangran los labios de tanto mordértelos mientras mirabas cómo entraba en el vestíbulo del hotel con la bolsa negra, tu seguro de vida para el día después del juicio final. ¡Resignación, Jericó!

Te diriges a casa de los padres de Shaina. Viven en el cruce de la calle Ganduxer con Via Augusta, en un primer piso. Deseas besar a Isaura, felicitarla por su cumpleaños, pero declinarás la invitación de quedarte a comer porque no te ves con ánimos de compartir la mesa con tu mujer. Por ello ya has pensado una excusa: debes preparar la documentación para la firma de mañana.

Aparcas el Cayenne en una zona azul y entras en el edificio de ladrillo rojo, elegante pero sin el glamour de la casa donde vives, ni el encanto del follaje ornamental de los cedros del Líbano. No has anunciado tu visita, de ahí la cara de sorpresa y hosquedad de tu suegra.

—¡Jericó! ¡Qué sorpresa!

Os estrecháis la mano. Ya hace mucho tiempo que no os besáis. La antipatía que te inspira es recíproca.

—Vengo solo un momento para darle un beso a Isaura.

—Claro, entra. Shaina ha salido, pero Isaura está jugando con el ordenador.

Llegas al comedor, que combina el exotismo ornamental marroquí con el tono clásico y sobrio de Pedro Jiménez. Tu suegra te invita a sentarte y llama a Isaura.

—¡Nena! ¡Ha venido tu padre!

Tu hija aparece como una exhalación y se lanza sobre ti. Ni siquiera te ha dado tiempo a levantarte, y os revolcáis sobre el sofá como dos chiquillos bajo la mirada de reprobación de la abuela.

Isaura te refiere el viaje florentino y te confirma que también es una de estas personas que saben captar el espíritu secreto de las ciudades. Te habla de Florencia como si estuviera viva, con sus suspiros y anhelos, con la mirada emocionada por el recuerdo.

—¿Te besaste con ese chaval a orillas del Arno? —le preguntas en un momento de complicidad.

Se sonroja. Un ramo de amapolas frescas sube hasta las mejillas.

—Sí —responde tímidamente.

—Es especial, ¿no?

Sonríe, ruborizada.

—Era el primer beso en los labios que nos dábamos.

—¡Oh! Sublime, hija. No hay mejor lugar para descubrir la dulzura de un beso que Florencia y el rumor del Arno.

Tu suegra os contempla con envidia. Debe admitir, Jericó, que con Shaina nunca ha tenido esta complicidad.

—¿Te quedas a almorzar?

—No puedo, tengo que preparar unos papeles muy importantes para mañana —le comentas mirando de reojo a tu suegra, tratando de descubrir si sabe algo. Si es así, no lo detectas. Te despides de Isaura, prometiéndole que mañana por la tarde estaréis juntos en casa y mirarás todas las fotos que ha hecho.

Cuando estás a punto de volver la espalda, tu suegra te detiene.

—¿Lo has pensado todo bien, Jericó?

Hay un brillo desconocido en sus ojos.

—Sí.

—Pues mucha suerte.

—¡Gracias!

Y cuando cierra la puerta te preguntas por qué nunca se ha mostrado amable como ahora…

¡El gran día! Hoy firmas. Ayer por la tarde, después de la visita a casa de tus suegros y un frugal almuerzo, acudiste al despacho de Niubó para firmar y revisar el papeleo necesario. Jaume te mostró con satisfacción los documentos de renuncia de Shaina a los dos bienes, exhibiéndolos como una pieza abatida en una cacería. Tú sonríes. Los miras y sonríes. «¡Si supieras el precio!»

Mientras esperas la llegada de los apoderados y abogados de Herr Krause, Jaume Niubó te recuerda que debes cumplir con el compromiso de aceptar el sobre que custodian en la notaría de vuestro amigo Diego Recasens. Te lo dan y te hacen firmar un documento de entrega en presencia de Niubó.

—¡Demasiado pequeño para contener las medias de Marlene Dietrich! —bromea él.

Es un sobre de media cuartilla con un plástico interno de protección. Palpándolo te parece percibir un relleno sólido.

—¿No lo abres? —te pregunta Niubó.

—No. Si son las medias de la Dietrich, quiero disfrutar de ellas a solas.

Sonreís, aunque el gusanillo de la curiosidad te pica por dentro. Sin embargo, no sabes por qué, como por un presagio inexplicable, decides abrirlo en privado.