Te despiertas poco a poco. Como si salieras de un túnel, la luz se va haciendo más intensa a medida que avanzas. Estás sentado en el sofá de Shaina mirando hacia el centro del comedor, pero no puedes moverte. ¡Dios del cielo! Estás atado, Jericó. Y mira hacia el mueble bar. ¿Qué ves? ¿No es Anna? Sí, lo parece, pero la cabeza le cuelga y solo le ves el cuerpo escultural, desnudo, y el cabello rubio en punta.

Te estremeces. Está atada por las extremidades con los brazos hacia atrás, en el mueble bar, y un reguero de sangre cubre el suelo. Sangre que le proviene del cuello. La han degollado.

—¿Estás despierto, Jericó?

Te vuelves en dirección a donde procede la voz, a la derecha. ¡El marqués de Sade! El mismo hombre con idéntica vestimenta que en el Donatien te mira sentado en una silla.

—¿Quién eres? ¿Qué es todo esto?

—Soy Donatien Alphonse François, marqués de Sade.

El individuo cuya voz no has conseguido identificar se levanta de golpe con agilidad y se dirige hacia el centro del comedor.

—Distinguido amigo, ¿qué habéis hecho? ¿Cómo se os ha ocurrido matar a esta chica en vuestra propia casa? En el juego de Marsella no había muertos, ¿no habéis leído el relato? Tan solo voluptuosidad, escobas de brezo y dulces con cantárida. ¡Me parece que os habéis excedido!

—¿Qué dice? ¡Yo no he matado a nadie!

El marqués de Sade ejecuta una reverencia burlona.

—Ya lo sé, pero eso no es lo que pensará el inspector de los Mossos cuando acuda alertado por vuestra bellísima esposa. El cadáver está en vuestra casa. El número de móvil de la chica figurará entre las llamadas que habéis recibido recientemente. Vos la sodomizasteis delante de posibles testigos en el Donatien, por cierto, todo un placer, ¿no? Y, si os fijáis bien, su maravilloso pubis tiene introducido un utensilio de placer que lleva vuestras huellas.

Es cierto, distingues el vibrador que recogiste en el suelo del mueble bar y supusiste que pertenecía a Shaina.

—Además —sigue el marqués—, encontrarán guardados en vuestro despacho unos relatos muy sospechosos, algunas búsquedas por Internet sobre mí, el marqués de Sade… En fin, un alud de pruebas que os inculparán como presunto asesino de Anna Rius y, por deducción, de Magda Pons o Jeanne Testard, como prefiráis.

A pesar de estar aún bajo el influjo de algún narcótico que te han debido de poner en el whisky, comprendes que es cierto: estás en un lío. Intentas coger fuerza.

—¡Puedes quitarte la máscara, Eduard! Lo sé todo. De momento, estoy jodido, como tú dices, pero lo explicaré todo con pelos y señales. Isabel, tu cuñada, y tu hijo me ayudarán e irán a por ti.

El individuo disfrazado ni se ha inmutado. Al contrario, parece divertido y complacido. Gesticula teatralmente y se quita la máscara.

—¡Lo sabía! ¿Por qué, Eduard?

—¿Por qué, qué? —te pregunta cambiando el tono de voz y adoptando el suyo.

—¿Por qué mataste a Magda? ¿Por qué abusaste de tu hijo? ¿Por qué me has inculpado en esta historia?

Te interrumpe.

—¡No tan deprisa! Solo puedo responder a las preguntas de una en una.

—¿Por qué mataste a Magda?

—No la maté yo. Fue Jota. Magda y Jota se entendían. El chico es celoso y muy irascible, patológicamente violento, y la mató después de la actuación en el Donatien. Sabía que yo era el marqués del juego, el médico que había abusado de él, su creador, y no pudo reprimirse. Al día siguiente, cuando Alfred estaba fuera, acudió a visitarla, como otras veces, y la mató.

—¿Cómo dices?

—Jota es hijo ilegítimo de Gabriel y una putita llamada Soledad. El niño fue paciente mío, lo traté de un trastorno disgregativo y lo inicié en el juego de las correas. Al crecer, se hizo fuerte, cruel y muy hábil con las disciplinas. Es un amo respetado en nuestro mundo.

—¿Nuestro mundo? ¿A qué mundo te refieres?

—Al sado, Jericó, al placer y al dolor en un baile de voluptuosidad.

—¿Y por qué querías hacerme creer que era Alfred?

—Vi la posibilidad de inculparlo y así tener opciones a administrar la herencia de la familia de su madre.

—¿Y crees que Isabel, tu cuñada, lo habría permitido?

—¡Vaya! ¡Veo que conoces a Isabel! El caso es que no perdía nada con intentarlo. Además, entre nosotros, Jericó: ¡Alfred es patético!

Eduard, ridículo con las calzas y el traje, se sienta frente a ti.

Debes admitir, Jericó, que nunca habrías vestido a Eduard con este grotesco disfraz. Tú suponías que era un gentleman, un atleta de la cultura, un hombre sensato, un tipo modélico, vaya… incapaz de calzarse unas medias de seda como estas o lucir una peluca empolvada.

«Eso para que vayas viendo la importancia de la imagen de una persona. Eduard, vestido así, deja de ser Eduard. El hábito hace al monje.»

¿De verdad piensas eso? ¿Consideras que, con el traje oscuro de Brioni y los Sebago, Eduard se transforma como un superhéroe de la Marvel? Pues yo no, Jericó, yo no creo que el hábito haga al monje, sino al contrario: es el monje quien otorga valor al hábito. Este disfraz tan solo es un espantajo, una mascarada.

—Cuando recibí la carta del juego del marqués de Sade, me volví loco de emoción. Había oído hablar de ella, pero siempre pensé que era una fantasía de los libertinos. La familia de mi esposa, Paula, supuestamente había sido víctima de la maldición que entraña para aquellos que no siguen sus dictados. La euforia que experimenté al tener el manuscrito original en las manos posiblemente ha sido lo mejor que me ha sucedido en la vida. Enseguida me puse manos a la obra y escogí entre mis pacientes y conocidos los siete pecados capitales y a Baphomet.

—¿Gabo?

—Sí, con él mantenemos un estrecho lazo de afinidades libertinas que nuestro niño, Jota, nos ayuda a complacer.

—¿Vuestro niño? ¡Sois asquerosos, Eduard! ¿Es que no ves en qué te has convertido?

Sonríe. Eduard sonríe satisfecho.

—¿Lo dices por este disfraz? ¡Siempre he sido el mismo, Jericó! Vosotros me mirabais de forma distinta, os gustaba idealizarme y encumbrarme. Pero en realidad siempre he sido el mismo.

En este momento recuerdas la frase de Paula, moribunda, sobre el vino. Tú, como Blanca, habías supuesto que este siempre era honesto. Paula te lo desmintió: «El vino puede mentir. Detrás de un aroma embrujador se puede disfrazar un sabor deficiente.»

—¿Y Shaina?

—Shaina era paciente mía; llegó a mí por recomendación de Gabo. Banal, perezosa y adicta al sexo. Necesita la aventura sexual al límite, con desconocidos. Su físico espectacular le ha permitido complacer sus deseos o bajos instintos, como afirmarían los moralistas. Siempre ha sido la niña de los ojos de Gabriel. Y, entre nosotros —se acerca a ti con actitud confidencial—, la mama muy bien.

—¿Dónde está?

—Ha ido a buscar a tu hija al aeropuerto. Vendrá con ella aquí, a esta casa, y las dos descubrirán este delirante espectáculo. Llamarán a los Mossos y… En fin, que estás metido en un buen lío.

Sientes que la ira te consume.

—No te saldrás con la tuya. ¡No podéis hacerme esto! Lo contaré todo, con pelos y señales, hasta el más mínimo detalle, y me creerán.

Una voz que procede de tus espaldas te interrumpe:

—No, amigo mío, no contarás nada. Te conformarás con devolverme parte de lo que te di en su momento y punto.

Es Gabo, cuya mirada luce la sombra de la perversión.

Gabo lleva las gafas retro de cristales oscuros, las que solía ponerse en los momentos solemnes. Tú no acababas de entender por qué necesitaba camuflar una mirada fría. Para qué disimular la mezcla explosiva de maldad y pasión de sus pupilas. Pero el caso es que Gabo cuidaba la estética de su papel mediante el cambio de gafas. Se acerca a ti y te palmea la espalda.

—Iré al grano, Jericó, dejaré la cháchara argentina para otra ocasión. Tienes dos opciones. La primera es entregarme todo el dinero negro que tienes en la caja fuerte del banco. Te acompañaré, porque evidentemente no permitiré que me engañes. ¿Cuánto tienes? ¿Dos millones? ¿Tres?

—Mucho dinero, pero continúa con tu oferta —respondes sin alterarte.

Mientras tanto, Eduard se ha sentado en el sofá con los pies sobre la mesa. Los zapatos de charol blancos relucen.

—Me entregas toda la pasta, llamo a Krause y en un par de días firmáis el contrato de compraventa de la empresa. Evidentemente, para compensar la renuncia de Shaina le das este ático. Si aceptas esta primera opción, Shaina no vendrá con Isaura, irá a dormir a casa de sus padres, nos llevaremos el cadáver de Anna y lo limpiaremos todo.

—¿Y la segunda?

—La segunda opción es que no lo aceptes. Entonces Shaina vendrá con tu hija y todo te involucrará. Además, no firmarás la compraventa de la empresa. Ya me ocuparé de hablar con Herr Krause.

—Pero puedo aportar testigos, explicarlo todo hasta el más mínimo detalle, hacer declarar a Isabel, Alfred, Ivanka, Josep…

—No te lo aconsejo. A no ser que te sea indiferente lo que le pueda suceder a Isaura. Piensa que estará bajo el amparo de su madre, a nuestro alcance. ¿Y no querrás que mi hijo, Jota, juegue con ella en su cámara especial?

—¡Eres un hijo de puta, Gabo, algún día pagarás caro todo esto!

Ni se ha inmutado con la amenaza. Se sienta junto a Eduard y sonríe:

—Pronto tendrás que dejarme el disfraz —le insinúa con un golpecito afectuoso en la pierna enfundada con la media de seda.

—¡No sé si será de tu talla!

Sonríen relajados mientras tú tratas de desatarte, en vano.

Estás bien jodido, Jericó. Pero yo aceptaría sin pestañear la primera opción, porque la segunda amenaza a Isaura y sabes que esta gente es capaz de todo. Lo malo es que perderás los casi tres millones de euros que guardabas para comenzar la nueva vida, pero ¿qué vale disfrutar de una segunda oportunidad? ¿Qué vale Isaura?

—Y bien, Jericó, ¿qué decides? ¿A o B? —te pregunta Gabo.

—La primera opción —respondes, apretando los dientes de pura rabia.

—Sabia decisión, Jericó. Sabía que no me defraudarías.

Gabo saca el móvil y marca un número.

—¿Shaina? Tu marido ha decidido que es mejor que paséis la noche con tus padres. ¡Buenas noches y un beso a la nena!

Cuelga y marca otro número.

—¿Jota? Puedes traer el equipo de limpieza. Hasta ahora.

Cuelga y se dirige hacia ti. Saca una navaja automática de la chaqueta y corta tus ataduras.

—Descansa. Debes de tener las piernas y los brazos entumecidos. Y no se te ocurra seguir bebiendo de la botella de «Juancito» del mueble bar o volverás a dormir un buen rato. Coge lo que necesites, porque tendrás que pasar la noche fuera, mientras el equipo de limpieza te deja tu ático…, bueno, el de Shaina, quería decir, tal como estaba.

Caminas y mueves las extremidades adormecidas reprimiendo la rabia. Te acercas hasta el cadáver de Anna y la miras con pena.

—¡Es una lástima! Follaba muy bien —asegura Gabo—. ¿No es cierto, señor marqués?

—¡Una alumna aventajada! —afirma Eduard, haciendo una reverencia hacia el cadáver.

No pronuncias ni palabra. Te dan asco estos tipos. Te da asco el aire que respiras. Todo te da asco. Solo anhelas una cosa: ver a Isaura y besarla, abrazarla. Es lo único que te queda.

No han transcurrido ni cinco minutos cuando Gabo te invita a salir con Eduard.

—Esta noche, Jericó, tendrás el placer de dormir en compañía del marqués de Sade. No todo el mundo puede presumir de eso. Mañana por la mañana vendrás aquí a las nueve y media. Te estaré esperando. El piso estará completamente limpio. Te acompañaré a la cámara blindada del banco y abriremos la caja fuerte. Nos llevaremos la pasta y al día siguiente firmarás el contrato de compraventa y la donación del ático. Si quieres, puedes llamar a Niubó ahora mismo para que prepare el acta de dación del ático a Shaina. Después de todo esto podrás ver a tu hija. Estarás libre, Jericó, como un pajarillo que abandona el nido, pero ten en cuenta que si alguna vez te sientes tentado a regresar sobre esta historia por venganza, iremos a por Isaura, ¿entendidos?

Asientes en silencio y sales con Eduard, quien pese a haberse puesto unos pantalones sobre las calzas de seda, sigue ofreciendo un aspecto ridículo.