Te complace el silencio del edificio donde vives, sobre todo de noche. Cruzas la zona ajardinada y aprecias, fatigado, el ramaje de los cedros del Líbano ocultos en los claroscuros. Las escasas farolas proyectan sombras inestables al amparo del cielo, legañoso de nubes apenas perceptibles en la oscuridad. La luna juega a esconderse, pero sabes que ella no se mueve. Son las telarañas de nubes, viajeras hacia el norte, las que le otorgan una imagen juguetona. Te detienes en el paseo de piedra, conmovido por la escena, y afilas los sentidos, afinas el recuerdo…
Cuando vivía Parker, tu gato, salíais al jardín comunitario y mirabas cómo se acurrucaba en el césped, exhibiendo su instinto felino de cazador, persiguiendo a cualquier insecto. ¡Añoras a tu gato! Lo echas mucho de menos. Parker atendía tus lamentos mientras le acariciabas el lomo y te correspondía con roces de complicidad, como si lo comprendiera todo.
¿Recuerdas, Jericó, el primer día que Shaina aterrizó en casa con Marilyn, la perra caniche? Aquello fue una respuesta conyugal a la molesta complicidad entre Parker y tú. La recién llegada lo rondó, lo increpó, y Parker, inmutable, se erizó tan solo una vez con un bufido de advertencia que hizo retroceder a la hembra insoportable. Él tampoco la soportaba, pero optó por ignorarla. ¿Y qué me dices de Parker y Shaina? El gato no permitía que tu esposa lo rozara siquiera. Por eso ella siempre se quejaba de los pelos que ensuciaban los sofás. Parker la odiaba. Y eso mismo hacía que tú lo amaras aún más, lo sentías más cómplice, un alma gemela…
Abres la puerta y te asalta el efluvio del ambientador de limón. Enfilas el corredor hasta el ascensor y saludas a David y Laocoonte, las dos réplicas en mármol de dos esculturas míticas, la primera de Miguel Ángel y la segunda de tres escultores de Rodas. Te detienes unos segundos delante de la segunda y te quedas embobado. El espasmo de dolor y el grito ahogado del sacerdote, Laocoonte, te atrapa. «¡Qué belleza más sutil para representar el dolor!»
¿No te imaginas, Jericó, un par de urinarios de R. Mutt colgados aquí, en lugar de las dos esculturas? ¿Por qué? ¿No es adecuado? Claro, lo olvidaba, la mayoría de los vecinos son personas respetables. Comparten un cierto aire de clan. Y no se trata únicamente de la ropa de marca que visten, procedente de las mismas tiendas, sino también de su forma de hablar y la gestualidad. Casi todos ocupan cargos importantes y algunos, incluso, emanan cierto tufo a incienso religioso.
¡Ay, atontado! ¡Las apariencias engañan! ¿Las apariencias engañan? ¿Y acaso crees que ellos no piensan lo mismo de ti? ¡Cuando tú, sin ir más lejos, hace solo unas horas se la has metido por el recto a una depravada, y además sin goma! Sí, sí, Jericó, el vecino del ático segunda, el elegante y atildado promotor inmobiliario que todas las mañanas lleva a su encantadora hija a ese prestigioso colegio del paseo de la Bonanova.
Al recordar el asunto del preservativo te quedas hecho polvo. Ya dentro del ascensor, te miras al espejo, que te vuelve la imagen de un desconocido. Ni siquiera te das cuenta de que se ha abierto la puerta automática. Si no fuera por el dring de aviso, continuarías tratando de descubrir quién es el tipo del espejo. ¿Quién será este imbécil que puede haberlo echado todo a rodar en una noche loca? Porque te lo has pasado muy bien tirándote a aquella furcia, pero, ¿qué me dices de la posibilidad de un contagio? El placer y el dolor, Jericó, ya lo irás descubriendo, no se mezclan.
La casa está absolutamente muda. El silencio reconfortante de las cinco y pico de la mañana. Procuras evitar cualquier ruido inculpatorio. Movimientos sigilosos. Te desnudas en el vestidor y te pones el pijama. Te haces el remolón en la cocina, sentado en un banco largo, con un vaso de leche fresca en la mano, para retrasar la entrada en el dormitorio donde sabes que encontrarás a Shaina y su perrita acurrucada. ¿Qué le contarás si, adormecida, te pregunta qué horas son estas de volver? Lo ensayas. Una de tus mentiras.
Sí, lo sé. Sé que te gustaría contárselo todo, sin rodeos, que has pasado la noche con el tipo que se la tira. Disfrutarías relatándoselo con toda clase de detalles, aceptando que no tiene mal gusto y preguntándole si es verdad la apreciación de Anna: ¿es su verga una verdadera obra de arte?
No lo harás. Voy a decirte lo que sucederá: te acabarás la leche, dejarás el vaso boca abajo en el fregadero, caminarás de puntillas hasta el dormitorio, abrirás la puerta con el mayor sigilo y te acostarás con más cuidado, si es preciso, sentándote primero en la cama, evitando hundirte y acomodando las piernas y después el tronco. Con un poco de suerte, solo Marilyn se dará cuenta de tu presencia y se acurrucará más contra Shaina, observando en la oscuridad con sus ojillos aburridos.
—¿Jericó? ¿Qué hora es? —Shaina enciende la luz de la mesilla de noche y mira el reloj despertador—. ¿Cómo llegas tan tarde?
«¿Un poco de suerte, decías? ¡La suerte me volvió la espalda hace tiempo!»
—Duerme —le murmuras—, mañana te lo cuento todo, ha sido una noche muy provechosa.
¿Provechosa? ¡Esa si que es buena, Jericó! ¡Te superas cada día! Provechosa, dice…
Shaina está adormilada. Con un bufido previo, se cubre la cabeza con la almohada al tiempo que, a tientas, apaga la luz de la lamparilla.
Mantienes los ojos abiertos en la oscuridad, rememorando la experiencia vivida en el Donatien, pasando diapositivas imaginarias. Te sientes como una momia egipcia en un sarcófago, rígido, evitando el contacto con una esposa con la que sigues conviviendo por meros motivos económicos.
Entonces, piensas en el proverbio que el gran Gabo te repetía a menudo: «Un sabio puede llegar a sentarse en un hormiguero, pero tan solo un necio es capaz de quedarse en él.»