Eduard se levanta y te tiende la mano izquierda, porque la derecha la tiene ocupada sosteniendo el vaso.
«¿Qué hace aquí?» No ha sido necesario preguntárselo, porque él mismo se apresura a explicártelo:
—He venido a visitar a un paciente que vive dos números más arriba, en el edificio Els Argonautes, un chaval con esquizofrenia, y me he dicho: «Voy a pasarme a saludar a Jericó y Shaina.» —Te hace un guiño, volviendo la cabeza hacia ti, sin que ella se dé cuenta—. Tu encantadora esposa me ha invitado a una copa de whisky y, mira por dónde, nos has pillado in fraganti, chismorreando sobre el mundo del corazón.
Te duele comprobar que han profanado tu botella de «Juancito el Caminante», destapada encima de la mesa auxiliar de Valentí, y también tu mullido sofá. Aunque se trate de Eduard, hoy por hoy una de las pocas personas en las que puedes depositar unos gramos de confianza, te irrita.
—¡Qué día! ¡No podéis imaginaros el día que he te tenido! —exclamas, lanzándote en uno de los sofás y estirando las piernas.
—Pero, ¿en el laboratorio bien? —te pregunta Eduard, con una sonrisa a medio camino entre el cinismo y la coña.
—¡Ni me hables! Me ha tocado la enfermera más inútil de la ciudad y me ha cosido el brazo a pinchazos.
Shaina sonríe. Ya no sabes si se trata de una percepción tuya, pero jurarías que la ha divertido y satisfecho que te hayan torturado con la aguja.
—Por cierto, deberíamos conversar un momento tú y yo —te expone Eduard con una sonrisa postiza.
—Si os molesto, me voy a la sala de estar —se ofrece ella.
—No será necesario, Shaina. Iremos al despacho. Hay una cosa que quiero enseñarle desde hace tiempo.
—¡Ah! ¡Ya sé! —prorrumpe Eduard—. Se trata de la foto que me mencionaste de aquella cena en la Barceloneta. Eso fue en la prehistoria, cuando aún estábamos de buen ver, ¿verdad?
Eduard también es hábil mintiendo. Se ha sacado de la manga una foto que no existe y ha dejado caer la excusa con una naturalidad sorprendente.
Le sigues el juego y os levantáis los dos para dirigiros al despacho, en la otra punta de la casa. Pero, antes de partir, enroscas el tapón en la botella de «Juancito el Caminante», la agarras por el cuello y le pides que coja un par de vasos limpios del mueble bar, al pasar por delante.
—¡Tengo malas noticias! —te murmura Eduard, siguiéndote por el pasillo.
—¿El análisis?
—No, aún es pronto para tener los resultados. Se trata de Alfred.
Estás a punto de detenerte en medio del corredor, pero no lo haces. Precisamente querías hablarle de él. Aceleras el paso y, cuando llegáis a la puerta del despacho, le indicas que entre y cierras.
No es necesario que le invites a sentarse, porque lo hace en una de las dos otomanas de lectura mientras tú sirves el whisky y le ofreces uno de los vasos. Con el otro en la mano, ocupas el segundo diván y bebes un par de sorbos. No has comido nada desde que has acompañado a Blanca con la tostada de ibérico en el Andreu. El alcohol no acaba de caerte bien en el estómago vacío.
—¡Tú dirás! —le sueltas con una mueca debida al efecto del whisky.
—Estoy muy preocupado por Alfred.
Ha suspirado y ha eludido tu mirada. Le cuesta empezar, es como si no supiera bien qué contarte. Tú no intervienes, te limitas a esperar dando sorbos cortos y seguidos.
—Mi cerebro ha estado bullendo desde el asesinato de Magda. No quiero que me malinterpretes, pero la actitud de Alfred, ya antes de la desdichada muerte de su compañera, ha sido muy extraña. Al principio lo achaqué a una frustración personal. El chaval había depositado muchas ilusiones con la novela y la escritura, pero después intuí que había algo más.
Lo escuchas impaciente.
—Antes de la desdichada muerte de Magda, el desengaño de Alfred era total. Estaba totalmente falto de ilusión, de esperanza… Un desencanto mórbido lo acompañaba. Creo que ni tan solo ella, Magda, le importaba. A veces su comportamiento me llevaba a temer que hubiera perdido de vista la realidad.
El rictus de Eduard es claramente severo. Hace una pausa para paladear el licor, sin mirarte, y después de dar dos vueltas al vaso entre los dedos continúa:
—Revolviendo entre sus cosas, estos dos últimos días, he descubierto algo que me ha horrorizado. Un montón de revistas pornográficas de contenido sadomasoquista y unas asquerosas fotos reales de humillaciones en las cuales aparece él.
Se detiene. Lo miras con cierta indiferencia, a pesar de tratarse de tu amigo, a pesar de la gravedad de la revelación. Te tragas un «Ya lo sabía y empiezo a pensar que él mató a la chica», porque no quieres cortarle el hilo.
—Pero no es solo eso lo que me ha asombrado. Lo más sorprendente ha sido el hallazgo de una especie de dietario repugnante en que cita constantemente al marqués de Sade.
¡Ahora sí que has erguido las orejas como un perro perdiguero, Jericó! Te cuesta disimular. Atento a su reacción, objetas:
—No hay para tanto. Alfred es escritor. Quizá prepara una novela sobre el marqués de Sade, instigador del sadomasoquismo, de ahí que se documente incluso con revistas para entenderlo. Es bastante plausible.
—¿Y las fotografías de las humillaciones en las que aparece él? ¿También forman parte de la documentación de un escritor?
—No sé qué decirte, Eduard. ¿Has hablado con él de esto?
—No. Primero quería comentarlo contigo.
—Disculpa, pero no te sigo. ¿Por qué conmigo?
—De hecho, estás involucrado de alguna forma que no acabo de entender, por eso he venido en persona; lo de la visita al paciente esquizofrénico solo era una excusa.
—¿Entonces? —le preguntas, intrigado.
—En el asqueroso diario figura tu nombre, Jericó.
¡Si te pinchan, no te sacan sangre! La tienes toda en los pies. Como el ánimo. Como la esperanza. Como la ilusión…
—¿Que yo figuro en un dietario escandaloso escrito por tu hijo?
—Pues sí. Y créeme que he vacilado en revelártelo, porque me repetía que quizás era una cábala literaria. Ya sabes cómo son la mayoría de los escritores: unos mentirosos e inventores compulsivos.
Eduard saca una Moleskine negra del bolsillo de la americana. Quita el elástico y busca una página. Mientras tanto, te explica que tu nombre aparece en el último párrafo de la entrada correspondiente al jueves 24 de mayo. Te mira arqueando las cejas y lee:
Pero la luna en forma de hoz siega mis miedos nocturnos. Apurando un café repugnante en un bar de tapas he escuchado de unos labios infectos halagos hacia mi pluma. Jericó, amigo de la casa y lector fingidamente objetivo, me ofrece la fragancia de su jardín intelectual. Bajo el perfume de cada flor, una serpiente enroscada me miraba. Mentiras edulcoradas, así son los servidores de la falsa virtud, los esclavos de la hipocresía. Todos ellos caerán bajo el azote del señor de Sade. Toda esta inmundicia humana lamerá las suelas de los zapatos del divino marqués mientras él se lamerá los labios mojados de lujuria con su lengua afilada.
—Es la última entrada que ha escrito —explica Eduard, aturdido—. Las entradas diarias correspondientes a los aproximadamente seis últimos meses son desalentadoras para un padre. Mi hijo, Jericó, es malvado y violento.
Respiras hondo y le preguntas.
—¿Crees que fue él quien mató a Magda?
—No lo descarto. Después de lo que he descubierto, sí, cabe la posibilidad. Cualquier colega mío vería indicios de patologías en este dietario.
La sinceridad de Eduard te anima a contárselo:
—Coincidimos en un bar de tapas el jueves por la tarde. Yo hacía tiempo para acudir a un local privado, el Donatien. En el curso de nuestra conversación, me explicó que Magda iba a actuar precisamente en ese local. No le comenté que coincidiríamos, porque de hecho no le mencioné que estaba invitado a la actuación.
—¿Por qué? —te pregunta con cara de extrañeza, mientras guarda la Moleskine.
Suspiras. ¡A ver cómo sales de esta, Jericó!
—Porque se trata de un local clandestino de erotismo y sexo colectivo donde solo se puede acceder con invitación.
Eduard te observa boquiabierto. Mueve la cabeza y sus labios esbozan una especie de sonrisa. Recupera el vaso y toma un sorbo.
—¿Me estás diciendo que Magda actuaba en un local de erotismo donde coincidiste con ella? ¿Debo entender eso?
—Sí.
—Entonces, ¿fue allí donde tuviste ese encuentro sexual sin protección con una chica? Porque debo suponer que era una chica, ¿no?
—Sí.
Eduard gesticula afirmativamente con la cabeza y murmura:
—¡Muy bien, Jericó, perfecto!
—No me vi con ánimos de explicártelo así…
Te interrumpe alzando la mano con un gesto autoritario:
—Solo una cosa. Un detalle sin importancia, a estas alturas. ¿Te acostaste con Magda?
—¡No! ¡Claro que no!
—Pero ¿participó ella en algún acto sexual?
—Actuó. Interpretaba el papel de una víctima femenina del marqués de Sade en un minucioso relato sobre unos hechos que tuvieron lugar en un arrabal de París…
Te detienes. Se te hace un nudo en la garganta antes de contárselo. Eres consciente de la gravedad del asunto y sabes que te caerá encima el peso recriminatorio de tu silencio.
—En un momento de la representación, Magda era sodomizada públicamente por el protagonista, el marqués de Sade.
No tienes fuerzas para ver cómo se frota el rostro de estupor. Decides acabar soltándolo todo:
—Magda encarnaba a una mujer del pueblo, Jeanne Testard, y la escena del crimen que presenciamos ambos en el piso de la chica reproducía justamente la interpretación en el Donatien: el abanico, el vibrador en el culo…
Eduard ha intervenido más deprisa de lo que esperabas:
—¿Debo suponer que Alfred se hallaba presente?
—¡No! Él no sabía exactamente el papel que iba a representar Magda, al menos es lo que me dio a entender.
Por fin, llega el reproche que esperabas:
—¿Cómo no me lo has contado antes? ¿Por qué?
No le respondes.
—¿Te das cuenta de que esta información es crucial para aclarar el asesinato de Magda? ¿Lo declaraste al inspector de los Mossos?
—No.
Se hace un silencio que aprovechas para beber y acomodarte. Tan solo le has contado una parte de una historia que te arrastra por la inmundicia. No le has mencionado el juego de Sade, la trama…
—¿Y ahora qué? —te pregunta.
Te quedas atónito porque ibas a preguntarle lo mismo. Improvisas:
—Creo que deberías hablar con Alfred de todo esto, de su afición al sado, de las fotos, del dietario donde figura mi nombre e, incluso, dejarle caer lo del Donatien, la actuación de Magda como Jeanne Testard para ver cómo reacciona.
—¡No lo entiendo! Si él no estaba presente en la representación, ¿cómo podía escenificar el relato con el cadáver?
Resoplas disimulando una dosis de satisfacción. Habéis llegado al nudo gordiano. Eso mismo es lo que os inquieta a Gabo, a Anna y a ti.
—¿Y cómo podemos estar seguros, Eduard, de que Alfred ignoraba la actividad secreta de Magda?
La luz de tonalidad anaranjada del despacho disemina la pregunta por la habitación. La inflexión de tu voz al formularla, suave pero resuelta, ha sumido a Eduard en el mutismo. Te felicitas en silencio porque estás encontrando la posible explicación de lo que buscabas sin haberte esforzado. La montaña ha ido a buscar a Mahoma y eso siempre resulta un alivio. Ahorra mucho esfuerzo.
—¡Dios mío! —exclama Eduard—. ¡Cuando te persigue una mala racha, no hay forma de escapar! El otro día me preguntaste por Paula y quizá te sorprendió mi silencio. Me cuesta hablar de ello. Está muy grave. Tiene un tumor cerebral con metástasis.
—¡Cuánto lo siento! —le respondes con sinceridad. Aprecias a Paula. En ocasiones incluso te la has puesto como modelo de mujer frente a Shaina, cuando te has jurado que si tuvieras una segunda oportunidad empezarías la vida con una compañera como ella.
—No podemos hacer nada. La metástasis le afecta la arteria aorta hasta el corazón, el pulmón izquierdo… ¡En fin, un drama! Ha dejado el trabajo de enfermera y está descansando en casa de sus padres en el pueblo de su infancia, Capçanes, alejada de todo en la casa familiar. Yo voy cuando puedo. No puedo abandonar a los pacientes. Además, ella no lo quiere. Alfred está muy afectado, tanto que se niega a aceptar la realidad y ha decidido ignorarlo.
El abatimiento de tu amigo se contagia al entorno y de pronto todo te parece menos agradable y más sombrío. Quisieras sincerarte y decirle que ya sabes lo que es estar a la sombra de la desgracia y no poder escapar de ella, pero al final decides no hacerlo.
—¿Shaina sabe algo de lo que hemos hablado? —te pregunta, recomponiéndose un tanto.
—No.
—¿Alguien más está al corriente?
—No, que yo sepa.
Lo has negado con contundencia para no levantar el polvo de la duda. ¡Si Eduard supiera que Shaina también está en el juego de Sade! ¡Si supiera que hay otras personas que tienen en el punto de mira a Alfred!
—Está bien, Jericó, te diré lo que vamos a hacer: no se lo cuentes a nadie. ¡Ni una palabra! Yo intentaré hablar con mi hijo y sonsacarle algo, ¿de acuerdo? Entonces, decidiremos. ¿Puedo confiar en ti?
Te tiende la mano para sellar la respuesta afirmativa. Se la estrechas y a continuación apuráis los vasos de whisky.
Mientras os dirigís al salón para que él se despida de Shaina, piensas en las extrañas vueltas que da la vida. Hace solo un par de años, estabas sentado entre el público de una librería, en la presentación de la novela de su hijo. Paula lo contemplaba, radiante y feliz, acompañada por Eduard, no menos satisfecho. Alfred tenía la ilusión en el rostro y Magda lo miraba con afecto. El editor de la obra —un poco pedante y misántropo— alabó su narrativa y lo presentó como una joven promesa a la que se debía tener muy en cuenta. Todo parecía encaminado a acabar bien. Todo parecía apuntar a un desenlace feliz. Pero la vida es imprevisible y caprichosa.
—¿Ya te vas? —le pregunta Shaina, que se ha levantado con cuidado para no dejar caer a Marilyn.
—Sí. Me alegro mucho de comprobar que sigues tan guapa como siempre —la galantea a la vez que la besa un par de veces.
—Recuerdos a Paula.
—De tu parte —le responde con una sonrisa fugaz.
Lo acompañas hasta la puerta del ascensor, ambos con cara de preocupación. No debéis fingir la gravedad del caso. Se abre la puerta y él entra. Antes de pulsar el botón para bajar te reitera:
—¡Hasta pronto, Jericó! En cuanto lleguen los resultados del laboratorio, te digo algo. Y ni una palabra a nadie de lo que hemos hablado. Es cosa mía. Te mantendré informado.