En la calle se extiende una niebla pegajosa, una humedad salobre que intensifica los olores decadentes, los tufos de la calle que nunca dormitaba, la antigua calle Conde del Asalto. Con los dos relatos de Alfred en las manos, el corazón cansado y la mente excitada, te encaminas hacia la Rambla.
Nunca habrías supuesto que vivirías una situación como esta. Nunca habrías imaginado que el marqués de Sade y el tenebroso mundo del sadomasoquismo entrarían en tu vida. Cuando leíste Justine, en tu época universitaria, el libro te extrañó. Opinabas que era una versión apócrifa del libro de Job —otro de los episodios bíblicos muy citado por tu padre— precocinado con erotismo cínico. La adolescencia y primera juventud fueron muy prolíficas en cuanto a lecturas. Quizá —piensas ahora, desde la atalaya del tiempo— querías escapar del estigma fingidamente piadoso de tu progenitor, su abnegación religiosa y su «jobismo», tan presentes en ti a pesar de la ausencia paterna. Seguramente buscabas refugio en otros lugares menos duros. Anhelabas nuevas fuentes donde beber. Probablemente te entregaste tan fácilmente a los cantos de sirena de la fascinación y del oropel para dejar atrás el mensaje duro y contundente del sufrimiento, la abnegación, la virtud y toda esa ensalada de ascetismos que formaron parte de tu educación.
¿Y si todo lo que te ocurre fuera un castigo divino? ¿Y si desde el momento en que conociste a Gabo hasta el día de hoy, inmerso en el juego de Sade, todo fuera el peaje que se cobra tu escepticismo religioso?
«¡Ay, ojalá tuviera una segunda oportunidad!», suspiras entre la niebla, con la esperanza de que el pegajoso aliento de los dioses primitivos les haga llegar a este deseo.
¡Lo sé, Jericó, lo sé! Si consigues liquidar tu patrimonio y saldar las deudas, si rompes con tu desgraciada relación con Shaina, si el análisis del laboratorio te confirma que estás sano, si consigues salir del juego de Sade sin ninguna mácula inculpatoria…, entonces comenzarás otra vez, vivirás siguiendo los dictados de tu corazón, que alimentarás con aquello que lo nutre: Isaura, tu hija, y alguna compañera de viaje para lo que te quede de trayecto, ¿quizá Blanca?
Sin darte cuenta has llegado a la Rambla. Escenas de la madrugada de un sábado menudean en las calles húmedas bajo las luces fantasmales, efecto de la mortaja brumosa. Amor, furia, ebriedad, risas, llantos… Estampas de toda clase, reflejo de la poliédrica naturaleza humana. Pero tú avanzas absorto hasta la parada de taxis. Aún mascas los últimos descubrimientos del juego de Sade y te preguntas por qué en ningún momento, pese a conocerlos a ambos desde hace años, descubriste el nexo entre Gabo y Eduard. ¡Es paradójico, Jericó! Aunque tampoco recuerdas que hayas mencionado el nombre de uno en presencia del otro.
No sabes por qué, pero intuyes que el asesinato de Magda tiene algo que ver con la historia de Jota. Tanto Gabo como Eduard han apuntado a Alfred como el posible asesino. Y lo cierto es que el chico no tiene coartada. Debes fiarte del testimonio de Ivanka para descartar su culpabilidad. Gabo no ha faltado a la verdad excepto en su relación de cliente de La Cueva de los Amos, en el piso de Ivanka.
Además, ¿qué motivo iba a tener Gabo para matar a Magda? Por más vueltas que le das al asunto no se te ocurre ninguna respuesta. Y finalmente, Eduard. Si has de creer a Ivanka, ha mostrado una perversa inclinación por el uso de los zorros de sacudir el polvo, primero con su hijo y después con un paciente. Pero la última información que has obtenido, gracias a la señora Margalida, lo desmiente. Según los rumores que, según ella, habían circulado por el barrio, atribuían una relación ilícita entre Soledad y Eduard, y no un abuso del chaval por parte del terapeuta. La gentil anciana hablaba con la voz del pasado —no te olvides, Jericó, del ambiente rancio en que vive la señora— y quizás entonces, en plena dictadura, la gente no podía asimilar la pederastia, de ahí que el conflicto se asociara con un amorío entre la madre y el médico.
Asimismo, Ivanka te ha revelado que Eduard se entendía con Magda, paciente suya, que conoció a Alfred precisamente en la consulta del padre de este. ¡Qué engañado te ha tenido Eduard! Le considerabas un hombre de sanas costumbres, intachable y modélico. Y resulta que, detrás de la máscara de hombre ejemplar, por lo visto se oculta un depredador sexual, un libertino y un pederasta. El hecho de que, muy probablemente, él sea el marqués apócrifo del juego de Sade lo dice todo. El genuino marqués había dejado escrito en la carta de la Bastilla que quien encarnara a su personaje debía ser un hombre disoluto. El honorífico título iría de libertino en libertino. Sin embargo, te desconcierta que el encargo de los dos relatos de la vida de Sade lo haya realizado Gabriel y no Eduard, el probable marqués de Sade del juego.
¿Y qué me dices del dietario, de la anotación en la Moleskine negra? Alfred se mostró sincero ante la ingeniosa trampa literaria que le has tendido, empleando a Faulkner como cebo, para descubrir si llevaba un diario. Lo más probable es que la entrada donde se te mencionaba la escribiera Eduard. ¿Por qué? La única respuesta es: para inculpar aún más a Alfred.
Sin embargo, todo ello son meras suposiciones basadas en los testimonios de diferentes personas. Jericó, solo cuentas con el grado de credibilidad que otorgues a cada una de las fuentes. Así las cosas, la sombra de la sospecha del asesinato recae, cada vez con más claridad, sobre Eduard.
Entras en el primer taxi de la parada y le proporcionas la dirección de casa. El seco «de acuerdo» del conductor, un hombre gordo de edad avanzada, te vaticina que el trayecto transcurrirá en completo silencio. Y así es. Mientras tanto, sigues pensando en los acontecimientos que te acechan. Pero ahora has dejado a un lado el asesinato de Magda y te has centrado en Shaina, en su papel en el juego de Sade. Continúas dudando de que haya sido Eduard, el marqués actual y responsable de organizar la partida, quien la haya escogido, porque mantienes serias dudas de que la conozca tan a fondo como para asignarle el pecado de la pereza. Es una de las piezas del juego que aún te desconcierta. Eduard probablemente conoce a Víctor, Jota, Josep, Anna y Magda como pacientes. En cuanto a ti, sobran explicaciones de por qué te ha otorgado el título de Lucifer, el soberbio. Rezumas soberbia por todos los poros de la piel. Por lo que parece, Gabo y Eduard se conocen desde hace muchos años —aún no dispones de suficientes detalles de este vínculo—, pero la señora Margalida los ha conectado a través de Soledad y su hijo con trastornos, Jota.
¿Y Shaina, Jericó? ¿Cómo ha llegado a la conclusión que es una banal perezosa?
Suspiras. El taxista ha sintonizado una cadena de música clásica. El Adagio de Albinoni, que casa perfectamente con el espectáculo que contemplas por las ventanillas, un amanecer violáceo y encapotado. Aturdido por la solemnidad del momento, experimentas la ligereza humana, la fugacidad de todo. Y entonces te sobreviene la tragedia de Paula, la madre de Alfred, una mujer a la que admiras, exilada en casa de sus padres, consumida por el cáncer.
¡Un momento, Jericó! ¿Has mencionado a Paula? ¡Claro que sí! Dios sabe los secretos que guarda si son ciertas las sospechas que recaen sobre Eduard. ¿Por qué no hablas con ella? «Es una buena idea, pero ¿cómo? Solo sé que el pueblo natal es Capçanes, un pueblo que únicamente me sugiere vino.» Podría llevarte Alfred… «¡No! Debería conversar con ella a solas. Nadie debe estar al corriente, ni su esposo ni siquiera su hijo. Una mujer como Paula, con el aliento de la muerte en la nuca, podría ayudarme a desentrañar definitivamente esta historia.»
Son casi las seis de la mañana y la fatiga comienza a hacer mella en ti. La excitación sucumbe al cansancio. Te desnudas en el vestidor, dejas la Black cargándose en el despacho y te dispones a acostarte. Marilyn ha erguido las orejas y ha esbozado un ladrido ahogado de aviso. Shaina se revuelve entre las sábanas y pregunta, con voz cavernosa:
—¿Eres tú?
—Sí, duerme, es muy temprano.
Se vuelve en el lecho, dándote la espalda, y se cubre la cabeza con la almohada.
¡Perfecto! No te ha preguntado qué hora era, ni qué has estado haciendo hasta estas horas de la madrugada. Menos mal. Te echas en la cama procurando no tocarla, también de espaldas a ella, y notas que el sueño te reclama…
Cuando te despiertas al día siguiente, estás solo en la cama. Puedes estirarte sin temor a tropezar con ella. La luz se filtra con lujuria por donde puede, como si quisiera ocupar el dormitorio y adueñarse de él. Presagio de otro día radiante y soleado. El reloj digital de la mesilla de noche anuncia la una y media.
Te diriges a la cocina con la intención de beber agua. Tienes la boca seca. Después, un café para despejarte. Descubres una nota —con letra de Shaina— en la puerta del frigorífico, sostenida por un imán en forma de manzana, regalo de la frutería de la que tu esposa es clienta habitual. Es una de sus aficiones predilectas, jugar a escribir ridículas notas y pegarlas en el frigorífico. «¿Y no puede coger el móvil?», te preguntas. ¡Cómo eres, Jericó! ¿Ahora resulta que cuando intenta ahorrar, siendo como es la viva imagen del dispendio, te enfadas con ella?
Admites que al menos así no gasta con el móvil y lees la nota: «No vendré a comer. He quedado con Berta. Nos vemos por la tarde.»
«Muy bien —le respondes en voz baja—, que te vaya bien la jodienda.» Jurarías que Berta es, en realidad, el atractivo dependiente de ropa, aunque a estas alturas eso te trae sin cuidado. Lo único que te continúa incomodando de este adulterio es tener que sufragarles los hoteles y los restaurantes. Amén de los regalos que ella debe de hacerle, como cinturones, corbatas y demás.
Resoplas mientras abres el frigorífico. Confías en que todo acabe muy pronto y puedas olvidarla para siempre jamás. ¡Será fácil, Jericó! Te lo digo yo.
La frescura del agua te reconforta. Cargas la Nespresso y conectas la radio mientras pones en marcha tu disco duro.
Ayer noche, Jericó, se te ocurrió la idea de tener una charla con Paula. A la luz del día lo ves aún más claro: tienes que hablar con ella. Se impone comprobar si realmente Eduard es como parece. Debes pasar de las simples suposiciones basadas en testimonios a los hechos demostrables. «¡Espera! Paula no deja de ser otro testigo, ¿no?» Es su esposa, Jericó, la madre de un hijo del cual abusó o la cornuda estoica, lo mismo da. Su testimonio es el más contundente de todos. ¿Y quién te dice, además, que no te aportará alguna prueba irrefutable de la depravación de su esposo?
Tomas el café decidido a visitar a Paula hoy mismo, aprovechando que es domingo y nada te lo impide, aunque sabes que quizá será una misión imposible y tendrás que volver de las tierras del sur con las manos vacías.
Conoces Capçanes por su reputación enológica, por la pertenencia a una denominación de origen vitícola de la cual eres seguidor y cliente reincidente: los Montsant. Para llegar allí, sabes que debes pasar por Falset. Desde la capital del Priorat a la pequeña población de Capçanes es un paseo.
En tu despacho, buscas por Internet la ubicación exacta y el itinerario para llegar al pueblo. Como intuías, es muy fácil. Es una población muy próxima a carreteras importantes.
Te duchas y vistes con diligencia, decidido a emprender el viaje hacia las tierras vinícolas. Pero antes, Jericó, ¿no deberías asegurarte de que Paula continúa allí? ¿No deberías, por prudencia, comprobar que Eduard no está con ella, pasando el domingo? Recuerda, Jericó, que tu amigo ha apuntado que la visitaba semanalmente.
Coges la Black, resuelto. Buscas el móvil de Eduard y lo llamas.
—¿Eduard? Soy Jericó.
—¡Hola, Jericó! ¿Cómo estás?
—Bastante bien, me he levantado tarde, pero muy descansado.
—¡Eres un dormilón! Aprende de un viejo deportista. Hace dos horas que estoy en el club de tenis y he terminado hace muy poco. Ahora una ducha, una sauna y comeré algo aquí mismo, en el restaurante del club. Después iré al despacho, tengo que repasar algunos informes de unos pacientes. En fin, ya lo ves, la actividad me mantiene en forma.
—Y que lo digas —asientes satisfecho, porque no te ha hecho falta mentir ni simular para sonsacarle si estaba con su esposa.
—¿Quieres algo?
—Sí. Una pequeña consulta —le mientes ahora—: las píldoras que tomo para dormir, el Datolan, me producen algunas molestias de estómago y ahora mismo tengo irritadas las hemorroides, ¿no será también por las pastillas?
—¿No habías dejado ya el Datolan?
«¡Mierda!» No caíste en que ya le habías consultado la conveniencia de dejar los somníferos.
—Sí, pero hace unos días estaba nervioso y volví a tomarlo.
—¡Mal hecho! Ya sabes que estoy en contra de la automedicación. En cuanto a las molestias, en efecto, es posible que se deban a ellas. En cualquier caso, no las tomes. Trata de relajarte, practica algún deporte… Prepárate una infusión antes de ir a dormir. Y no te preocupes por el asunto de los análisis. Ya te comenté que la probabilidad de contagio era muy baja. En cuanto tenga los resultados, espero que mañana mismo, te llamaré, y entonces dormirás tranquilo.
—Gracias, amigo.
—Y la próxima vez que la metas: con sombrero, ¿entendido vaquero?
—Sí. Por cierto, ¿cómo está Paula?
Un breve silencio.
—Mal, amigo mío, pero muy animada. La admiro. No sé de dónde saca las fuerzas. Esta mañana la he llamado para decirle que no podría ir, que me esperaban unos expedientes atrasados de la consulta, y me ha explicado que había salido a pasear por las viñas con su hermana.
—Mejor así, ¿no?
—Sí. En fin, te dejo. Te llamaré en cuanto sepa los resultados, ¿de acuerdo?
—Muy bien, adiós.
¡Genial! Vía libre para zarpar en dirección a Capçanes, cuanto antes mejor. Miras el reloj. La una y cuarto. ¡No has comido nada! «Ya comeré algo por el camino.» Te sientes excitado. Intuyes que, en medio de las viñas, la confesión de una moribunda ejemplar te proporcionará todo aquello que necesitas para descubrir la verdad. Además, Jericó, recuerda: «El vino es honesto, nunca miente. No puede disimular los aromas ni el sabor.»