Eduard se ha quedado absorto. Te observa fijamente. La mirada gris perla te desnuda y las facciones graves del rostro bronceado desdicen la sonrisa efímera que dibujan sus labios. Apoya los codos sobre la mesa, se adelanta y, con las manos cruzadas y los pulgares apuntando al cielo, te pregunta:
—¿Era una prostituta?
—No, que yo sepa. Era una chica liberal. Intuyo, por la escasa información que tengo, que muy promiscua.
—¿Las relaciones fueron normales?
La pregunta te deja desconcertado. Sientes cierto pudor de confesarle que la sodomizaste, pero llegas a la conclusión de que es un detalle de suma importancia por lo que hace al caso.
—No exactamente, de hecho la penetré por detrás… Sodomía.
El último término te ha salido cavernoso del pecho, como si se resistiera.
Los ojos de Eduard no ocultan su sorpresa. Yergue la espalda, une las palmas en actitud oratoria y apoya los dedos en los labios, seccionando el rostro en dos mitades. Sonríe, para tu perplejidad, y mueve la cabeza bajando la barbilla.
—¡Menudo golfante estás hecho, Jericó! ¡Sí que te lo tenías callado! ¡Sodomía!
«¿Bromea?» Por las dudas, no te atreves a añadir nada. Esperabas una amonestación.
—Por detrás es mejor, ¿no? El orificio es más estrecho, menos lubricado y el placer se intensifica. Cuando estás a punto de eyacular, cuando se te hincha el pene dentro del angosto orificio, entonces es… ¿sublime?
Ahora sí que te has quedado completamente dislocado. «¿De qué va Eduard? ¿Está poniéndome a prueba?»
—Para serte sincero, es la primera vez en la vida que lo he hecho contra natura.
¡Ya está! Ya te ha salido el Jericó asceta, el digno hijo de su padre. ¡Contra natura! ¿Contra natura? Eso mismo te inquiere él:
—¿Contra natura? Hacía mucho tiempo que no oía esta expresión. Dime, Jericó, ¿qué es natural y qué no lo es? Me temo, amigo mío, que ya tenemos cierta edad para relativizar algunas cosas, ¿no?
Te sientes intimidado. No esperabas la complicidad de un amigo al que suponías un hombre ejemplar, serio y de sanas costumbres.
—¿Tú también has sodomizado a alguien?
Demasiado tarde te das cuenta del alcance de la pregunta que acabas de formular. ¿Cómo puedes ser tan cretino? ¿Cómo se te ocurre preguntarle al médico confesor si él también ha pecado? Tú eres el paciente, y él, el médico. A ti te corresponde confiárselo todo.
La pose seria de Eduard te escama.
—Pues claro que he sodomizado a mujeres. Si no, ¿cómo iba a saber que la estrechez del ano y su escasa lubrificación intensifican el placer? ¡Eso, Jericó, no se aprende en los libros de medicina!
Os quedáis en silencio, examinándoos.
—¿Sorprendido?
—Pues, sí —le respondes, encogiéndote de hombros.
—¡Así es la vida, Jericó! No te preocupes, los números cantan que solo hay un nueve por ciento de probabilidad de contagio de sida en un caso así. Te harás un análisis completo en un laboratorio de confianza y, en cuanto tenga los resultados, te los haré saber. Te anotaré la dirección y el teléfono del laboratorio y les entregarás una nota mía. Mañana sábado está abierto hasta mediodía. Cuanto antes vayas, antes tendremos los resultados. Mientras tanto, evita a Shaina, aunque supongo que debe de ser difícil, ¿no?
¿Evitar a Shaina? ¡Si supiera que hace dos meses que no estáis juntos! No te será difícil evitarla, porque es justamente ella la que te esquiva. Eduard ignora que folla contigo porque no tiene más remedio, porque aún depende de tu pasta. Estáis juntos cuando tú lo pides, pero lo hace sin ganas. Se te entrega como una muñeca hinchable y cierra los ojos, no los abre en ningún momento mientras dura el jaleo genital.
Antes, cuando todo marchaba, se estimulaba el clítoris mientras la penetrabas —Shaina, como muchas mujeres, necesita la ayuda adicional de su dedo para llegar al orgasmo—, pero desde que la tirantez os acompaña, simplemente se abre de piernas, pasiva y entregada.
El politono de un móvil, una melodía clásica, llena la habitación. Eduard, que estaba escribiendo con una pluma la nota para el laboratorio, rebusca en el bolsillo de la americana hasta que encuentra un iPhone de última generación.
—¿Sí? —responde, mirándote con una sonrisa pícara.
Quien lo llama le está contando algo que le hace cambiar radicalmente de expresión. Eduard lo escucha con la mirada perdida y una mezcla de desaliento y desconcierto dibujados en el rostro.
—¿Dónde estás? ¡De acuerdo! Cálmate y no te muevas, que ahora mismo voy.
Cuelga y suspira. Está abatido y trastornado. Algo ocurre, de eso no cabe la menor duda. La llamada lo ha dejado fuera de juego.
—¿Qué ha pasado? —lo interrogas.
Con la mirada previa a su breve explicación te transmite el mal augurio.
—Era Alfred. Está en casa de Magda, su compañera. Dice que está muerta sobre la cama. Parece que la han asesinado…