SÍ, Jericó, tienes un nudo en la garganta y el corazón a mil. Todo, desde la tarjeta de Toni hasta la estrafalaria figura del individuo que te ha registrado hace un momento, es de una extravagancia inimaginable.
Pero antes de abrir la puerta decides preguntarle al tipo algo que te inquieta:
—Disculpe, ¿usted es francés?
—En absoluto, monsieur, soy catalán, natural de Osona —ha respondido con una cierta indiferencia.
—¿Entonces, por qué usa el monsieur?
Te incomoda la efímera sonrisa, pero más si cabe el tono de cancioncilla que acompaña la respuesta:
—¡Porque estamos en el Donatien, monsieur!
¡Te has quedado igual! ¡Déjalo correr, Jericó!
Le deseas «buenas noches» precedidas de un «gracias» para no enviarlo a freír espárragos. Aprietas el pomo dorado y notas la frialdad del metal en la palma sudada de la mano. Estás nervioso, amigo mío, ¡te tiemblan las piernas! Haces girar el pomo y abres la hoja derecha. «¡Dios santo!» Te reconoces intimidado. Ni siquiera te das cuenta de que retrocedes un paso.
La primera visión es asombrosa. Un urinario de porcelana blanca de grandes dimensiones —supones que en su interior cabría una persona acurrucada—, idéntico a los ready mades de la mansión de Gabo, cuelga en el centro de una pared, iluminado por las velas de siete lampadarios que lo flanquean. Dentro del urinario —y esta es la provocación que más te impresiona en esta composición escénica— hay un crucifijo, también imponente, que se apoya en el brazo derecho de la cruz y rodeado por una disciplina de pergamino y agujas.
Te ha conmocionado tanto que tardas en seguir registrando el local. Hay visiones que llevan al delirio. Caminas unos pasos y, entonces, suena el Personal Jesus de Depeche Mode, una de tus canciones de cabecera de la música de los ochenta.
Por fin te das cuenta de que no estás solo delante del altar de la orina artística. A la izquierda de la puerta hay unos sofás ocupados que rodean una mesa de centro y detrás del conjunto una especie de mueble bar. Lo distingues con dificultad, porque la luminosidad es más bien precaria. No hay más iluminación en la estancia que la de los cirios de los lampadarios que rodean el urinario. Te acercas a los sofás. A duras penas aciertas a disimular la sorpresa mientras Alan Wilder, el cantante de Depeche, invoca el «da un paso y toca la fe…».
Alguien te coge la mano derecha.
—¡Bienvenido!
Es Magda, la pareja de Alfred, el escritor con el que has compartido mesa hace unas horas.
—¡Hola! ¡Buenas noches!
Te aferra la mano y, sin mediar palabra, te guía hasta uno de los sofás, mientras tú te preguntas si te habrá reconocido. Solo habéis coincidido una vez, en la presentación de la novela de Alfred en Abacus.
Magda viste de una forma extraña. Jurarías que es una recreación de un vestido de época.
Cuando llegáis a los sofás, te invita a sentarte. Definitivamente no te ha reconocido, Jericó, al menos así lo deduces por su mirada.
—Siéntate, te serviré un Jeanne Testard.
Obedeces. No te queda más remedio que dejarte guiar.
El sofá es confortable. Observas con cierta pesadumbre que Magda se aleja hacia el mueble bar. No sabes por qué notas un cosquilleo en el vientre. Poco a poco, compruebas con satisfacción que la vista se acostumbra a la penumbra. Hay cuatro personas más sentadas en unos sofás como el tuyo. De momento, te ignoran.
—Tu Jeanne Testard.
Magda te ha ofrecido un vaso de tubo. Lo hueles. Destila un fuerte aroma a menta.
—Nunca he probado este cóctel.
—¡No me extraña! Es una receta inédita del Donatien.
El olor de la menta es ofensivo. Mojas los labios. «¡Ginebra!» Distingues la aspereza seca del licor. Bebes un sorbo. Demasiado exuberante para tu paladar, excesivo para los sentidos.
—¿Te gusta? —Magda te mira con curiosidad. Se ha sentado en el sofá vecino de la derecha. Va ceñida, a pesar del disfraz.
—¡Demasiado exuberante!
Tu apreciación la ha hecho reír. La carcajada se ha contagiado al resto de la parroquia, que ahora parece pendiente de ti. Son tres hombres y una mujer.
—Explícanos eso de exuberante —te ha interpelado la chica rubia de facciones angulosas y cabello corto que se mantiene en punta con la ayuda de alguna espuma o gel de fijación.
—No lo sé, quizás es la menta, pero transmite una excesiva sensación frutal.
Es como si hubieras pulsado el botón de las risas de una emisión radiofónica. Tu frase ha provocado el mismo efecto en el grupo.
—¿Te parece excesiva, también, la fruta de mis pechos?
Ha sido la muchacha rubia. Se ha levantado del sofá, se ha acercado a ti y te ha acosado —literalmente— con la pechuga indisimulada en una blusa azul.
Por las carcajadas de fondo, has comprendido que se trata de una provocación. Una afrenta ordinaria que merece una reflexión. Bien mirado, la chica proyecta la esencia del escándalo. Estás a punto de soltarle cualquier tontería, pero te contienes. Si estás aquí es para alguna cosa más provechosa que sacar el mal genio. Un paso en falso y puedes poner en peligro la experiencia.
Le devuelves del desafío con una sonrisa fingidamente ingenua y le clavas las astas de una mirada reservada para situaciones similares:
—Pues verá, señorita, las peras me gustan más bien verdes y justas de calibre.
Han vuelto a apretar el botón de las carcajadas. Hay una especialmente estridente, masculina. Procuras identificar al propietario y, al hacerlo, un cubo de agua fría te cae encima. Bien plantado, esbelto, cabello sedoso negro y largo, va disfrazado con unos harapos de época. Lo has reconocido enseguida, porque se trata de alguien que ya forma parte de la familia y dormita en tu inconsciente. Es el tipo que se tira a Shaina, tu mujer.