Pese a estar tan inmerso en el relato, pese a la magnífica representación de los actores, no olvidas que el criado, La Grange, es el amante de Shaina y que hace solo un rato Anna ha proclamado que su pene era una verdadera obra de arte. Tampoco te olvidas de Magda, de su compañero escritor, hijo de un buen amigo tuyo.

La atmósfera del Donatien te excita. Sade sacude, pero no hasta el extremo de borrar los vínculos con el otro mundo, el real, el que está ahí fuera…

Jeanne oye, desde su rincón, el chirrido de la llave. La han encerrado de nuevo. Está prisionera. Ella no se mueve durante el rato que La Grange tarda en acudir con un par de candiles y una bandeja con alimentos: un panecillo, una loncha de tocino, unos higos secos y unos bombones de azúcar y miel. En la bandeja también hay una jarrita de vino tinto y unas servilletas azules.

La Grange acomete la tarea de iluminar la habitación. Coloca una de las lámparas de aceite sobre la mesa, entre las pistolas y la lavativa, y la otra la cuelga de un gancho de la pared donde se exhiben las disciplinas. No ha vacilado a la hora de escoger los puntos donde dejar los candiles. Lo tenía previsto desde el momento en que ayudó a su amo a ornar la habitación para aquella representación. La bandeja de comida la dejó en el suelo, delante mismo de la mujer.

—Come, mujer. Hazme caso. Llena el estómago hoy que puedes, y no tengas miedo. Mi amo no es ningún asesino, para él todo es como una representación teatral. Déjalo hacer, acepta su guía y todo saldrá bien.

Es el consejo de La Grange antes de cerrar otra vez la puerta.

Pero Jeanne no le hace caso. No se atreve a probar nada de la bandeja, aunque los bombones de azúcar y miel la seducen. Pero desconfía. «¿Y si quieren envenenarme?»

El candil que el sirviente ha colgado del gancho proyecta la sombra siniestra de las disciplinas. Las paredes blancas de la habitación se revisten de unos trasluces amarillos y sombras angustiantes. Jeanne no tiene ánimo suficiente para mirar hacia el lugar, en el suelo, donde están los dos crucifijos de marfil maltratados por el señor marqués. Desea con todas sus fuerzas ser liberada y huir lo más lejos posible de ese lugar.

Al cabo de un buen rato, una hora aproximadamente —pero Jeanne no puede saberlo, porque no tiene forma de medir el tiempo en esa habitación—, el marqués vuelve a la escena de sus manías, con idéntica vestimenta que antes, pero con un librito en las manos. Se siente renovado, ya que ha ingerido algunos alimentos y ha bebido un par de copas de vino. Contempla con satisfacción el efecto de estabilidad de las lámparas de aceite, pero se irrita al comprobar que la prostituta no ha probado ni un bocado de lo que él le ha ofrecido.

—¡No has comido nada! —observa con acritud.

Jeanne le responde con la voz debilitada.

—Disculpadme, señor, pero no tengo hambre.

—Tú misma —le dice mientras se acomoda en una silla al lado de la mesa—. Si no quieres comer, peor para ti. Los bombones son exquisitos, provienen de una de las mejores confiterías de París y no cuento con que tengas demasiadas ocasiones más para probarlos.

El marqués se acerca al candil que hay encima de la mesa y aparta una de las pistolas para colocar encima el libro que lleva en las manos.

—Este libro que he traído es un poemario que ha escrito un amigo mío, hábil con las palabras y las rimas. Los versos que podrás escuchar en exclusiva no son las habituales alabanzas a la vida, la naturaleza y el amor. Son fruto de una mente lúcida que entiende el mundo como un lugar donde el crimen es la expresión soberbia de la naturaleza y la amoralidad, su ley. Son versos magníficos que claman los infortunios de un mundo de virtud como transgresión de la propia naturaleza. Presta atención, Jeanne, y escúchame…

El marqués comienza a recitar. Ella recibe aquellas rimas con indiferencia, aunque no lo demuestra. Son versos que blasfeman, describen hechos indignos y alaban actos aberrantes como la sodomía. Pisotean la virtud religiosa y masacran la fe. Todo ello, piensa Jeanne, una locura más. Pero le sorprende la emoción que pone el lector, el alma con que recita. No sabe nada de letras, pero se atrevería a afirmar que quien lee y quien lo escribió son la misma persona. De vez en cuando, el señor marqués levanta los ojos del papel y, con la mirada perdida, sigue recitando, como si se lo supiera de memoria.

El acto literario se alarga hasta el aburrimiento de la mujer. La única persona de la habitación que saborea los versos es el lector y, de pronto, se le ocurre preguntar a la mujer qué le han parecido.

—Convendrás conmigo, Jeanne, en que el autor de estos versos es un genio de una lucidez superior a cualquier otro autor que hayas podido escuchar —espeta el marqués, dejando el libro sobre la mesa.

—Son unos versos extraños, pero muy bonitos.

Esto sí que lo enfurece de verdad. La hipocresía lo pone enfermo y la esa mujerzuela finge para no perturbar su deleite. Hipocresía revestida de ignorancia y astucia barata. El marqués siente que la sangre le bulle en las venas y se dice a sí mismo que ya ha sido bastante cortés con esa zorra.

Se levanta bruscamente y comienza a desabrocharse los pantalones.

—Venga, maldita, gánate los dos luises de una vez. ¡Desnúdate!

Jeanne comprende que ha dado un mal paso con su fingida apreciación, porque el señor es presa de un ataque de rabia.

—¡Levántate y desnúdate! Ha llegado la hora de que hagas bien tu trabajo. Hazlo o esta vez sí te atravesaré la garganta con la espada —grita el marqués, fuera de sí.

Ahora ella vuelve a sentir que el terror la paraliza. Ni cuando el señor pisoteaba el crucifijo ha mostrado una ira semejante. Se levanta, sacando fuerzas de no sabe dónde, y comienza a desnudarse.

Él la contempla con el pene erecto. Un pene grueso encorvado hacia arriba.

—¡Apresúrate, zorra, que es para hoy! —le grita con la satisfacción que le provoca la percepción del miedo de la mujer.

Jeanne ha tardado unos minutos en desnudarse completamente. Las dos piezas del vestido, el corpiño, las bragas… Completamente desnuda y de pie, tiembla como una brizna de hierba expuesta a la brisa y mantiene los brazos cruzados ante los pechos menudos.

¡Te has quedado sin aliento! Magda tiene un cuerpo sensacional, más del que te habías imaginado desnudándola con la imaginación. Las formas redondeadas están más cinceladas de lo previsto y tiene un tatuaje en la nalga derecha que le sube hasta el arranque de la columna, un dibujo que no has tenido tiempo de identificar, porque se ha vuelto demasiado deprisa.

La deseas, ¿eh, Jericó? Está más buena de lo que creías, ¿no? ¡Pero también te pone la chica rubia! ¿No te lo montarías con las dos? Ja, ja, ja, ja. ¡Este es mi Jericó! ¡Míralo bien! ¡Disfruta! ¡Contempla cómo la amenaza el surtidor erecto del divino marqués!

El señor se ha estado estimulando mientras ella se cubría con los brazos la desnudez de su cuerpo.

—¡Ven aquí, a la mesa, y agáchate!

La mujer avanza con paso inseguro hasta la mesa donde el marqués la espera y, cuando la tiene al alcance, la agarra por el brazo y la obliga a apoyar el torso sobre la mesa.

—Abre bien las piernas —con una patada en los gemelos la fuerza a separarlas— e inclínate bien. —Con el brazo derecho le ha empujado la espalda contra la mesa. Cuando le parece que la mujer está en la posición idónea, se coloca detrás de ella. Le roza el terciopelo del sexo con la mano y a continuación le asesta dos azotes en las nalgas.

—¡No te muevas o te pegaré un tiro en la cabeza! —la amenaza.

Jeanne, que se había resignado a dejarse poseer en aquella postura, se estremece al sentir la punta del pene del señor acariciándole el orificio del culo. «¡Quiere sodomizarme! ¡Este loco me quiere sodomizar!»

No piensa consentirlo. Nunca lo ha hecho por detrás, ni tiene la intención de hacerlo contra natura, porque sabe que es un pecado imperdonable. Espoleada por la aversión, se zafa de su presa y se encara al señor marqués.

—¡No, por el culo no, eso jamás, es contrario a la naturaleza!

El marqués tiene los ojos desorbitados. Alarga el brazo hacia la mesa y aferra una de las pistolas. Carga el gatillo y le apoya el cañón en la frente.

—Solo tienes dos opciones: o te la meto por el culo o te meto un tiro en la cabeza y te entierro en un bosque.

Jeanne comprende que no le queda más remedio que aceptar la sodomía si quiere salir viva de tan infausta situación. El señor tiene los ojos inyectados en sangre.

—De acuerdo, señor marqués, de acuerdo, me ofreceré, pero sed cuidadoso, nunca me han poseído por detrás —acaba con un suspiro de desesperación y vuelve poco a poco a la postura que el marqués le ha exigido.

El marqués no deja la pistola, introduce el pene en el culo de la mujer, totalmente ajeno a los gritos de dolor de ella, y la sodomiza hasta el orgasmo.

Llegados a este punto, el narrador se detiene unos minutos y deja solos, en medio del escenario, a los dos actores principales. La escena es del todo real. Magda se ha inclinado hacia delante y el actor la ha penetrado por detrás. Con un movimiento de caderas impecable, la gruesa verga entra y sale del ano de ella, que finge un desagrado nada convincente hasta que, llegado el clímax, el actor eyacula sobre el tatuaje de la nalga derecha.

¡Me parece que tú también te has corrido en los slips, Jericó! ¡O casi has estado a punto! ¿Te gustan estas nuevas sensaciones? Esto es muy diferente del Bagdad o de otros locales donde habías presenciado sexo en vivo. El relato de Sade, la atmósfera misteriosa, el morbo añadido de conocer a algunos de los actores… ¿no es mirífico?

Conmocionado, vuelves a escuchar la voz del narrador, que ha recuperado su lugar en la escena.

Jeanne llora desconsoladamente de dolor y rabia, mientras el marqués se friega las mejillas en las nalgas de la mujer humillada.

Cuando se ha restablecido del placentero azote, el marqués sale de la habitación sin decir ni una palabra, dejando la puerta abierta.

Jeanne se sobrepone, recoge su ropa del suelo y comienza a vestirse. Entonces, La Grange asoma la cabeza por la puerta. Tiene una sonrisa sombría en el rostro.

—¡Puedes estar tranquila! Mi amo ya está satisfecho por hoy. Vístete y te dejaremos marchar. Pero antes quiere despedirse de ti en la planta baja. Cuando estés lista puedes bajar.

Jeanne tiene tantas ganas de salir de allí que se afana por vestirse lo más rápidamente posible.

Magda se viste deprisa, ocultando sus encantos, mientras tú te preguntas si Alfred, aquel buen muchacho que escribe, se merece una mujer así.

¿Así? ¡No te entiendo, Jericó! ¿A qué te refieres? «Una zorra así, incapaz de contarle que en realidad hace de actriz porno, nada de realities privados.» Esta chica, Jericó, sobrevive como puede. Si no hay ningún director artístico capaz de captar su habilidad interpretativa, que la tiene —reconócelo, Jericó—, debe tomar un camino distinto, algo tendrá que hacer para pagar el alquiler, ¿no? «¿Y por qué no trabaja en otra cosa?» ¿Como qué? «Dependienta, vendedora, yo qué sé…» ¡Ya ha salido otra vez el Jericó tierno! ¡No jodas con que una chica con este talento y este físico deba terminar sus días mostrándole a una mujer gorda un vestido en una tienda! Y, encima, tirando su don interpretativo para fingir que le queda muy bien. ¡No me jodas, Jericó! Aquí, Magda ha actuado como una verdadera actriz, lo ha hecho maravillosamente bien y, además, ¡parece que no le ha desagradado la penetración del marqués!

Ignora los restos de sangre de la penetración anal en las bragas y el dolor que le ha dejado aquel acto indigno y sale, desaliñada, de la habitación de los horrores. Mientras baja las primeras escaleras, siente aún más el dolor, pero no se detiene, continúa hasta la planta baja, donde la iluminación es generosa.

El marqués está sentado a la mesa y escribe con una pluma que, de vez en cuando, moja en el tintero. Tiene una lámpara de aceite al lado. No se ha vestido del todo y parece absorto en su escritura.

—Siéntate aquí unos momentos; el marqués enseguida estará contigo.

Es La Grange quien se dirige a ella, ofreciéndole asiento en una silla próxima a la mesa donde el marqués escribe y que ella rechaza porque el dolor va en aumento.

—¿No quieres sentarte? —insiste el sirviente.

Jeanne tiene el rostro bañado en lágrimas y se muerde de rabia y dolor el labio inferior. Por toda respuesta, mueve la cabeza negativamente.

—¡De acuerdo! —le responde La Grange—. Aguarda aquí de pie.

La espera se le hace eterna. El señor escribe incesantemente en una hoja, ajeno a ella y a todo. Entonces la joven se da cuenta de que sobre la mesa hay dos monedas de oro, los dos luises que se le habían ofrecido por sus servicios. Los maldice en voz baja. Maldice aquel dinero y la bolsa de la que han salido. Ahora ya no siente pánico, ni miedo, ni terror. Ahora siente ira, rabia y dolor. Por unos instantes, se le ha ocurrido la idea de subir a la habitación con alguna excusa, coger una de las pistolas y pegarle un tiro en la cabeza al infame señor. Pero se lo quita de la cabeza y procura calmarse, aunque está en aquella casa siniestra a merced de los dos hombres.

Por fin el marqués le indica con un gesto que se acerque. Ella obedece, aunque la atormenta la sonrisa cínica del sodomita bajo la luz.

—Jeanne, espero y deseo que la lección que hoy has recibido te sea muy provechosa —explica el marqués sin abandonar su postura—. Mi intención era puramente educativa, hacerte comprender que la virtud no es el camino hacia la prosperidad. Sin embargo, puesto que no estoy del todo convencido de que lo hayas entendido, he redactado un documento de compromiso privado, entre nosotros, que me firmarás antes de salir de esta casa. Como sé, y lo has demostrado, que eres una mujer de fe, me jurarás que el próximo domingo acudirás a esta casa otra vez. He pensado que podríamos visitar los dos la parroquia de Saint-Médard, no demasiado lejos de aquí, e ir a comulgar juntos. No te alarmes, no me he vuelto loco, Jeanne. —El marqués ha emitido este último comentario después de ver la expresión de incredulidad de la mujer—. Fingiremos que comulgamos, pero no nos tragaremos las hostias consagradas. Las conservaremos y, una vez finalizada la eucaristía, regresaremos aquí con ellas para celebrar una particular liturgia privada. Te adelanto que a una de ellas le reservo un lugar privilegiado de tu cuerpo…

Jeanne soporta aquellos momentos como puede. El señor marqués es el mismo demonio. La tentación de ir a buscar una de las pistolas y matarlo la asalta de nuevo.

—En segundo lugar —sigue el señor—, y también está escrito en este documento, no confiarás a nadie lo que ha tenido lugar en esta casa. ¡A nadie! Y lo que es aún más importante: no revelarás mi identidad. Si lo hicieras, tu vida ya no tendría más valor que el polvo que cubre esta mesa. ¿Lo has entendido bien?

Jeanne emite un sí lacónico.

—¿Lo juras?

—Sí.

—Firma este documento.

El marqués le ha ofrecido la pluma —previamente la ha mojado en el tintero— y Jeanne estampa con caligrafía infantil su nombre de pila donde le señala al marqués. Al acabar, devuelve la pluma al señor, que mira con sorna la signatura.

—Coge los dos luises y márchate. Te espero el domingo que viene a las diez. Si no acudes, te buscaré y te mataré.

La joven aferra con rabia los dos luises, los aprieta con fuerza en el puño derecho y se dirige, sin despedirse, hacia la salida, donde La Grange la espera con la puerta cochera abierta. Desde un ventanal, el marques observa con curiosidad a la humilde muchacha mientras esta se aleja por el arrabal. No confía plenamente en el éxito de su crimen.

Mientras Jeanne se aleja de la casa, sin osar volverse, maldice a aquel demonio vestido de noble: «¡Algún día pagarás muy cara tu locura!» La débil luz de una de las casas del arrabal la atraen. Necesita ayuda, porque el dolor ha aumentado y no se ve con valor de llegar sola a casa. Solo entonces se vuelve para convencerse de que está fuera del alcance del señor marqués…

Se encienden las luces y aplaudes, siguiendo el ejemplo de tus compañeros. Después de saludar, los actores se retiran con el narrador de la peluca blanca por la puerta que da al vestíbulo.

El escenario queda vacío y el urinario reluce solemnemente en la pared. Hasta entonces, Jericó, no has reparado realmente en la casualidad que entraña ese hecho. Me refiero a que los mingitorios parecen marcar tus etapas vitales. Con las réplicas de Duchamp, propiedad de Gabo, comenzó tu idilio con la riqueza. Con este urinario gigantesco, idéntico a aquellos, quizá se iniciará tu camino hacia la lujuria, porque, Jericó, no te me despistes y fíjate en la chica rubia. Sí, sí, te está dedicando gestos obscenos; te invita, abierta de piernas, al sofá. ¡No lo dudes! ¡Adelante! ¿Cuánto tiempo hace que no estás con una mujer que no sea Shaina? ¿Seis años? Yo diría que incluso más. Si no me equivoco, la última vez que follaste con otra mujer fue en Siracusa, en el famoso viaje en que Gabo te confesó que se había enamorado de la monitora joven, preludio de vuestro alejamiento. Se llamaba Milene y era siciliana por parte de madre e irlandesa por parte de padre. Lucía la aridez morena de Sicilia en el rostro y el sentimiento trágico de la isla en la boca, de labios pálidos y fruncidos. Del padre, solo intuías las pecas diseminadas por el torso frágil. Un terciopelo angelical le protegía el sexo, la disfrazaba de virgine, una palabra que los sicilianos emplean con orgullo para matizar sus diferencias con Italia. Te reclamaba los labios constantemente, mientras la penetrabas, y te murmuraba dulzuras en italiano.

También ella, Milene, tenía unas magníficas dotes interpretativas. Por este motivo, según te enteraste después, era la prostituta favorita del capo de Palermo…

—¡Ven aquí, semental pichafloja!