EL escenario ha cambiado desde que has oído el nombre de Donatien de sus labios. Has superado el impulso de contárselo todo a Alfred, de mostrarle la tarjeta, obedeciendo a un instinto perspicaz y a la vez morboso. Una actuación secreta, un lugar enigmático en el Raval, una chica —Magda— con la que te acostarías sin pensártelo dos veces…

Sorprendentemente, esta casualidad ha proscrito al joven genio de las letras. Lo miras de otra manera. Lo ves como un pobre bobo que se toma el café resignado a los reveses de la vida. Tú no eres así, a pesar de estar en manos del fracaso. Tú, Jericó, incendiarías el mundo si supieras que alguien te mira con esa mezcla de asco y conmiseración. Tú no te resignaste a ser un cornudo estoico al descubrir el adulterio de Shaina. Su infidelidad te la ha revelado como una furcia, sin más, y lo cierto es que nunca antes disfrutaste tanto follándotela como ahora que sabes lo que es realmente: una zorra y una adúltera.

Te comes los sándwiches deseando que Alfred, todavía explayándose sobre su última novela, se largue confiando en la suerte, en el sentido germánico del término «suerte», el alemán glück, como algo que se presenta de forma inesperada. Sabes que coincidirás con una persona conocida en el Donatien, Magda, y alimentas un deseo que te arrastra a reírte para tus adentros de ese moscón de escritor que, pese a saber hilvanar magistralmente las palabras, demuestra ser tan burro en la vida.

Gracias a Dios, se despide antes de que puedas saborear el café y la copa de coñac. Te levantas y le palmeas la espalda infundiéndole ánimos. Podrías haberte ahorrado perfectamente el «estoy convencido de que dentro de unos años, quizá meses, leeré tu nombre entre las listas de éxitos», porque intuyes que Alfred no te hará ningún caso. Un tipo que deja extraviar a su parienta en la bruma de un misterio y se resigna a reencontrarla una vez que se disipa la nebulosa, un capullo así, aunque sea el mismo Shakespeare, nunca llegará a nada. Y si lo hace, si alguna de las cualidades que atesora sobresale, nunca se lo tendrá en consideración, porque el esperma, por mucho que el feminismo haya querido exhibir con orgullo el resurgimiento del ovismo, el esperma es el motor de la sociedad. Basta con echar un vistazo al aparador de machos famosos y preguntarse: ¿cuántos de ellos lucen cuernos o planea sobre ellos la sombra de la sospecha de infidelidad conyugal? Quizás, algunos, llevan más cuernos que la medalla de oro que cuelga de la sala de estar de tu amigo Joan —un cazador de bestezuelas salvajes y también de mujeres—, pero la imagen que proyectan es de machos.

Autoconvencido del fracaso de Alfred, miras a tu alrededor para hacer volar el tiempo. No hay nadie más que coma solo. Te sientes solo observándolos. Te sientes rejodidamente solo disfrutando del espectáculo multicolor de la raza humana. ¿Por qué? ¿Por qué te encuentras tan solo, Jericó?

Antes, cuando todo iba como la seda, no tenías tiempo de preocuparte por ello, ni de sentir los colmillos de la soledad. Intentas eliminar este sentimiento abrumador y piensas en Isaura. Pasea por los pasillos de los Uffizi con ese chaval de la mano y le hablas, desde tu silla: «Mira, hija mía, ¡cuánta exhibición de talento hay a tu alrededor! Pero seguro que el secreto de los creadores radica en el fuego que te quema el pecho caminando de la mano de Borja. Sin este fuego no hay pincel que se mueva, ni cincel que esculpa. El secreto, Isaura, créeme, está en el amor. ¡No hagas como tu padre!»

¡Bravo, Jericó, bravo, bravo, bravo! Ahora resulta que te has entregado al romanticismo. ¿Ya no te acuerdas? «El romanticismo siempre ha sido para los decadentes.» Así lo pregonabas. Incluso se lo soltaste a Gabo cuando te invitó a su refugio de Siracusa. En aquella estancia de dos días, te confesó que se había enamorado de una monitora de un gimnasio treinta años más joven que él. Tú no pudiste contenerte. «¿Enamorado, Gabo el conquistador? ¿Enamorado usted, el hombre que ha desvestido a más bellezas de Barcelona?» Medio se ofendió y entonces dudaste de si realmente estaba enamorado, porque, en ese caso, ¿por qué iba a molestarse? En medio de la pequeña discusión que se creó, le dejaste caer tu aforismo sobre el romanticismo: «El romanticismo siempre ha sido para los decadentes. Casi todos los románticos de la historia han acabado destrozados en el despeñadero de la realidad.»

Ha llovido mucho desde entonces, lo suficiente para comprender que apostaste a la ruleta del éxito, menospreciando totalmente el amor. Acuérdate, Jericó, acuérdate de que también habías experimentado la dulce punzada del romanticismo. Acuérdate del escalofrío que te provocaba ver bailar a Blanca en el pub Zona, el bar de tu juventud…

Cuando el cuerno de la abundancia te vomitó riquezas, ella desapareció; ella y todo lo que parecía puro y dulce. Mientras el cuerno vomitaba, cerraste las puertas al pasado hasta el punto de que te parecía que no lo habías tenido, que tu vida había comenzado en la biblioteca de Gabo, en su casa adornada con mingitorios. Piénsalo bien, Jericó. ¿Dónde conociste a Shaina? ¿Dónde aprendiste a admirar los ready made? ¿Dónde te iniciaste en la ostentación banal?

Sí, ya sé lo que me responderás. De hecho, lo repites constantemente: que el éxito te había narcotizado. ¿Y no es un narcótico maravilloso? Escucha bien esto: si no estuvieras en la cuna del fracaso, no te habrías detenido a cavilar todo lo que últimamente piensas. Te lo garantizo yo, Jericó, que te conozco bien. Olvídate del otro, del Jericó nostálgico que suspira como una mujercita: «¡Ay, si tuvieras una segunda oportunidad!»