Cuando Shaina regresa con Marilyn de casa de Joan, ya casi lo has ordenado todo. Desde que se lo monta con el guaperas suele dejar a la perrita con los porteros. Los hijos del portero están locos por jugar con ella y de esta manera Shaina puede acudir a las citas con las manos libres. De todas formas, no entiendes por qué no quiere dejarla sola en casa. Aquí tiene el cesto, el plato de comida, el sofá… Pero Shaina se ha acostumbrado a dejársela a Joan, un buen hombre. Incluso se molestó cuando le preguntaste el precio de este servicio extra. «Nada, Jericó, no tiene que darme nada. Lo hago con mucho gusto. Es una buena perrita y en casa están todos muy contentos de tenerla un rato.» Te sentiste un monstruo después de aquellas palabras. «¿Cómo es que yo no le veo ninguna gracia a este animal?», te preguntaste. La reacción de Joan te hizo reflexionar si realmente el problema con Marilyn no sería tuyo y solamente tuyo.

Coincidís un rato en el comedor. Shaina se ha duchado y está tumbada en el sofá, haciendo zapping, con Marilyn encima. Te acercas.

—¿Has encontrado algo para Isaura?

—No, al final no he comprado nada. Ni para Isaura ni para Berta. No he encontrado nada que me convenciera.

«¡Maldita mentirosa! ¡Qué jeta!» Pero debes reconocer que está progresando en el arte de la mentira. ¡Cada vez balbucea menos!

—Mañana por la mañana volveré a salir. A ver si en otras tiendas hay algo que me guste.

Sonríes y te quedas mirándola, embelesado. No puedes evitar estremecerte al pensar que la han sodomizado y magreado hace tan solo unas horas.

Ella se inquieta con tu actitud de pasmarote.

Más que nada por molestarla, modulas la voz y le dejas caer:

—Hace tiempo que no estamos juntos. ¿No tienes ganas, Shaina?

Te dirige una mirada de contrariedad. Una mirada de enojo e incluso de asco.

—Hoy no, Jericó, estoy muy cansada. Llevo todo el día de acá para allá. Estoy agotada.

Sonríes. Pero esta vez sonríes sin pudor.

—¿Qué te parece tan gracioso? —te interroga con suspicacia.

—Nada, pensaba qué diferentes somos los hombres y las mujeres. Vosotras podéis estar dos meses sin mantener relaciones sexuales, y no pasa nada. Nosotros…, nosotros nos morimos empachados de esperma si no lo hacemos

—¡No exageres! Es cierto que las mujeres no pensamos siempre en lo mismo, como hacéis vosotros.

¡Bravo, Jericó! ¡Una de tus actuaciones más estelares! ¡Bien hecho! La has dejado desconcertada con tu comentario tópico sobre los hombres, las mujeres y el sexo. ¿Qué significa eso de que las mujeres no tienen tanta necesidad como los hombres? Ella misma, Shaina, se ha follado al dependiente de ropa al menos seis veces en lo que va de mes. Y ahora tiene los santos cojones de fingir, casi piadosamente, que no están pensando siempre en lo mismo… ¡Hay que ser cara dura!

¿Por qué no le preguntas si le gustaría que lo hicierais por detrás? Qué nos apostamos a que te saldría con otra tontería tópica como: «¡Me da pánico! ¿Tú sabes lo que dices? ¡Debe de hacer un daño insoportable!»

Te despides con la excusa de que has de responder un correo electrónico importante y te diriges al despacho, te sientas, enciendes el portátil y das una vuelta por el Facebook. Curioseas los muros de algunos amigos, pero enseguida lo dejas porque la carcoma del juego de Sade te está royendo el inconsciente de forma sediciosa.

«Si ella puede ser guarra y mentirosa, ¿por qué no voy a poder yo jugar?»

¡Ya era hora, Jericó! ¡Claro que puedes jugar, es más, yo te aconsejaría que lo hagas! Anna te pone, te lo pasaste como nunca con ella. Y eso que no estabas del todo desinhibido. ¡Imagínate cómo puede llegar a ser si te liberas de todos los prejuicios! ¡Imagínatelo!

Convencido, sacas de un cajón el puñado de folios cosidos y reanudas el relato de los hechos de Marsella en el punto donde lo habías dejado. Vuelves al juego de Sade…

Rose Coste, la más risueña de las cuatro, entra en la estancia con la cabeza gacha.

—¡No me haga daño, señor marqués! Mariette y Marianne me han contado cosas terribles de vos.

Sade hace un gesto a Latour, que asiente. Entre criado y señor se comunican mediante algún tipo de código.

—Desnúdate y no tengas miedo. Como eres la más simpática y risueña de las cuatro, no habrá castigo para ti.

La chica se quita la última prenda y el marqués le pide que se vuelva para que los dos hombres puedan admirarla.

Tiene la cintura demasiado estrecha y los pechos demasiado pequeños para el gusto del señor. El culo, en cambio, es respingón y gracioso.

Sade la invita a sentarse en la cama, al lado de Latour, y este le dedica una serie de caricias, mientras la besa por todas partes. El criado la prepara hábilmente, la excita hasta que las partes íntimas de la chica se lubrican lo suficiente para alojar su miembro grueso y venoso. Latour está follándosela bajo la atenta mirada de Sade, que se estimula. Rose gime de placer, unos gemidos que podrían confundirse con tímidas risitas. El juego erótico se interrumpe a capricho del marqués. Importuna a la chica y le solicita que su tumbe de costado y entonces, con la disciplina de pergamino, le azota las rosadas nalgas.

—¡No, por favor, me habéis prometido que no me haríais daño!

—¿Eso he dicho? ¡Ya no me acuerdo! No te muevas y acabaré enseguida.

Latour se coloca al alcance del señor y le ofrece el pene. Al marqués le faltan manos, porque con la derecha azota a la chica y con la izquierda masturba al criado.

Los gemidos de Rose no tienen nada que ver con los que soltaba antes: ahora son de dolor. El marqués ha contado en voz alta el número de azotes y, satisfecho, exclama:

—Ya está, ya he acabado contigo. Pero ahora falta la última parte: deberás dejarte penetrar por detrás por mi criado.

—¡No! No me gusta.

—¿Eso significa que lo has hecho alguna vez?

—Sí, pero no me gusta.

—Si lo haces, te daré un luis adicional.

Rose se lo piensa. Un luis es mucho dinero, y ella lo necesita.

—De acuerdo, pero que lo haga despacio.

Sade guiña el ojo a Latour. El criado se acerca a la chica, le limpia los hilillos de sangre de las nalgas con su propia camisola y la acaricia como había hecho al iniciar el juego. Con tacto, la hace poner de cuatro patas sobre la cama y, poco a poco, introduce el miembro en la angosta caverna de la mujer, que no reprime las quejas de dolor.

Sade se complace con la estampa y, sobre todo, lo excita el gemido de placer de Latour al llegar al orgasmo.

Con el consentimiento del marqués, Rose se viste deprisa. Ya no sonríe. Ni tan solo ha esbozado una minúscula sonrisa cuando el marqués le ha entregado el luis de oro.

Detienes la lectura y rápidamente metes el pliego de folios bajo una pila de tasaciones de tus propiedades pendientes de embargo. Has oído el crujido del parquet bajo los pies descalzos de Shaina. No tarda en asomar la cabeza por la puerta del despacho.

—Voy a acostarme, Jericó. Buenas noches.

—Buenas noches, que descanses.

¡Desde luego que descansará! Después de una jornada de acaloradas diversiones de cama dormirá como un tronco.

Se retira al dormitorio seguida por la perrita faldera y te felicitas porque ya tienes el comedor libre para tu uso y disfrute.

Esperas un tiempo prudencial y te encaminas hacia él. Vuelves a visitar el mueble bar. Vuelves a dialogar con «Juancito el Caminante». Te sientas con el vaso de whisky en la mano y enciendes el televisor. No ponen nada que te interese en el centenar de canales que sintonizas. Entonces te das cuenta de que Shaina se ha dejado el bolso sobre un sofá. Lo miras con curiosidad. Lo escrutas, medio abierto, desde la distancia hasta que decides fisgonear. Antes te aseguras de que, en efecto, estás solo. Revuelves el contenido.

¿A qué viene eso, Jericó? ¿Por qué andas husmeando en el bolso de tu mujer? ¿Qué esperas encontrar?

Aunque es cierto que Shaina ya no te importa, te pica la curiosidad.

No hay nada fuera de lo común, aunque nunca dejará de sorprenderte la cantidad de cosas que las mujeres necesitan llevar en el bolso.

Abres el billetero de piel, un regalo de Isaura para su cumpleaños. Mantiene ordenadas la colección de tarjetas Visa que le has proporcionado —ahora con los límites muy recortados—; la foto de sus padres, un matrimonio marroquí que se instaló en Barcelona a mediados de los años setenta —el padre de Shaina, Hassan, es un prestigioso médico jubilado—; una foto de Isaura en bañador, del año pasado; otra de vosotros dos en una cena de amigos, diez años atrás —esta no está a primera vista—, y toda una avalancha de tarjetas de restaurantes, dietistas, tiendas, etc., etc., etc.

El corazón te da un vuelco cuando abres uno de los departamentos interiores y descubres una tarjeta. Estaba bien escondida. La sacas y la examinas, tembloroso. Es la misma que tienes oculta en el cajón del despacho. Idéntica a la que Anna te ha entregado, juntamente con el relato de los hechos de Marsella, en el interior de un sobre. La que te invita el martes que viene a disfrutar de otro espectáculo del juego de Sade.