Por fin llegas a casa. El aroma del hogar te reconforta. El silencio holgado te complace. No hay nadie. Shaina ha salido de compras o a vete a saber qué. Te trae sin cuidado. No te disgusta en lo más mínimo que no esté, porque después de lo que has vivido necesitas estar solo y asimilar los acontecimientos.

Lo primero que haces es ir hasta el mueble bar. Coges la red label de «Juancito el Caminante» —nombre con el que Gabo se refería al whisky de la marca Johnnie Walker— y te lo sirves en un vaso ancho y corto. Repites un par de veces más la operación allí mismo, ante el mueble bar, de pie, sediento de olvido, hasta que enardecido por la bebida te encaminas al baño.

Necesitas una ducha, te sientes sucio. Es como si la atmósfera pesada del edificio de la calle de Aragó donde vivía Magda se te hubiera pegado a la piel y quisieras quitártela de encima. Te desvistes. Abandonas la ropa en el cesto de la ropa sucia y entras en la mampara. ¡Qué bienestar te produce el agua! Una buena ducha y el whisky, dos cosas sumamente importantes para ti, últimamente.

Bajo el chorro, recuerdas la expresión desconfiada del inspector de los Mossos. Tú no has mentido en ningún momento. De hecho, no tenías nada que ocultar en cuanto a tu presencia en la escena del crimen. Te habías ofrecido a acompañar a un amigo en una situación grave. La pregunta del millón ha sido si conocías a la víctima. Y no has mentido. «Sí. Era la compañera del hijo de un buen amigo. Habíamos coincidido en la presentación de la novela de su compañero Alfred, que es escritor, en la librería Abacus.» Pero no has confesado todo lo que sabías de ella. Has silenciado una información posiblemente crucial para la investigación.

¿Ya sabes que la ocultación también es un delito?

«¡Sí, lo sé! ¿No entiendes que no podía contárselo? Habría puesto en peligro mi honorabilidad. ¡Además, ya tengo bastantes problemas!»

Sales de la ducha y te secas con la toalla. Tratas de no pensar más. Practicas eso de dejar la mente en blanco, concentrado en lo que haces. Desodorante, colonia fresca y espuma fijadora en el pelo. Te lo peinas hacia atrás, mirándote en el espejo del baño. Te pones el albornoz de seda china y te encaminas hacia el comedor con la intención de continuar conversando con «Juancito el Caminante».

No has acabado de servirte, cuando una voz femenina, procedente del sofá, te provoca un susto de muerte:

—¿Me sirves una copa, semental?

Al volverte bruscamente has soltado la botella de la mano y se ha estrellado en el suelo. Es Anna, la chica rubia del cabello en punta del Donatien.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has entrado?

Está sentada con las piernas cruzadas. Viste de látex negro y luce un color de labios rojizo eléctrico.

—¡Voy a llamar a la policía! —la amenazas, dirigiéndote al teléfono fijo.

La intimidación no ha sido bastante convincente. La chica ni se ha inmutado.

—¡Harás el ridículo! —exclama, sonriente—. Les contaré que me has invitado a tu casa y que, de repente, te pusiste pesado. No he forzado ninguna cerradura ni he roto ningún vidrio. He entrado con las llaves. —Y levanta la mano derecha para mostrarte un llavero que conoces muy bien.

Te detienes.

—¿Cómo es que tienes el llavero de Shaina?

—Venga, semental, siéntate conmigo, que tenemos que hablar. ¿Sabes que estás muy atractivo con ese albornoz?

Todo te parece una locura, pero acabas cediendo y te sientas en la punta de un sofá, cara a cara con Anna.

—Ponte cómodo, no te quedes ahí en el filo . ¡Estás en tu casa!

Colérico, la obedeces y te acomodas. Su tono es sereno e insolente a la vez.

—¿Cómo es que tienes el llavero de Shaina? —vuelves a preguntarle.

—Shaina está con Josep, ese chico tan guapo que hacía de La Grange en la representación, ¿te acuerdas? Estaban tan atareados que me ha sido muy fácil cogerle en préstamo las llaves del bolso. De hecho, Josep la tendrá ocupada hasta muy tarde, o sea que no tenemos prisa, semental, podemos estar muy tranquilos.

La insolencia de la chica te irrita.

—¿Qué buscas? ¿Quieres pasta? ¿De qué va todo esto?

—Solo queremos jugar —afirma con picardía.

—¿Jugar? ¿Jugar a qué?

—Al marqués de Sade.

—¡Tú estás chalada! No tengo la menor intención de jugar al marqués de Sade ni a nada de todo eso, ¿me entiendes?

Se ha adelantado y, acariciándose los pechos, te pregunta:

—¿Tan mal lo pasaste ayer por la noche? ¡Yo diría que te gustó bastante metérmela por el culo!

Resoplas, exasperado por esta insensata situación.

—Escucha, por favor, deja las llaves sobre la mesa y lárgate o avisaré a la policía. ¡Quizá puedas explicarles algo de Magda!

¡Has dado en el blanco, Jericó! Se le ha borrado fugazmente la sonrisa del rostro.

—Nadie te obligó a venir al Donatien. Mordiste el anzuelo, entraste en el juego y ahora debes continuar. Además, nos mentiste con el nombre. Así que Miquel, ¿eh? Te llamas Jericó. Un nombre ciertamente extraño.

—¿Morder el anzuelo? Sí, Toni, el camarero, me habló de eso. ¿Quién es el hombre misterioso que le dio la tarjeta para mí?

—¡No sé de qué me hablas!

—¡Basta! ¡No quiero seguir! No tengo ganas de continuar jugando a nada. Me olvido del Donatien, de ti, del jodido marqués y del imbécil que se tira a mi mujer. ¡De todos! Y se acabó la broma, ¿de acuerdo?

Ha acompañado el gesto negativo que esboza con la cabeza con unos chillidos suaves.

—No funciona así, semental. Cuando alguien entra en el juego, ya no puede salir de él hasta que el marqués lo decide. Son las reglas.

—Ya veo que eres tozuda como una mula. Muy bien, llamaré a la policía. Le explicaremos lo que pasó en el Donatien y de paso dejaremos caer que posiblemente alguien del maldito juego se entretuvo montando una estampa macabra con la pobre Magda.

La chica se levanta y se dirige hacia ti con decisión. Se sienta en tu regazo. La aceptas con impasible perplejidad.

—Nosotros nunca habríamos hecho una cosa así a Magda. El divino marqués no se excitaba matando. Disciplinaba a sus víctimas, las sodomizaba, las escandalizaba, las humillaba, hacía que disfrutaran…, pero no mataba a nadie.

Acerca sus labios a los tuyos.

—Continúa jugando, semental, y no te arrepentirás. ¡Tengo muchas cosas excitantes que enseñarte!

Te besa. Sientes el ardor de sus labios en los tuyos y, en contraste, la frialdad del piercing en la lengua.

—¡Se te ha puesto tiesa! Noto cómo se endurece debajo de mis nalgas.

¡Estás acabado, Jericó! No sabes qué te pasa, pero no reaccionas. Anna tiene razón: estás empalmado.

La chica se levanta poco a poco, premeditadamente erótica, y te sonríe mientras se separa de ti.

—El martes por la noche nos encontraremos otra vez y recrearemos los hechos de Marsella, un nuevo juego del divino marqués. Te he dejado sobre la mesa —extiende el brazo derecho señalando la mesa del comedor— un sobre con todas las instrucciones. Ya lo leerás. Llama al móvil que figura en la tarjeta, pero hazlo el mismo martes a partir de las ocho de la tarde. Ahora me marcho, te dejo solito. Antes de pelártela, recoge los cristales del suelo. No vaya a ser que te cortes. Tengo que volver a dejar las llaves en el bolso de tu mujer.

Te lanza un beso con la mano y te guiña el ojo.

—¡Espera! ¿Dónde está Shaina?

Te sonríe lascivamente.

—Además de semental, eres un cotilla. Shaina y Josep están bien instalados en un hotel de la ciudad, sufragado por ti. No te preocupes por ella. ¡Es una guarra! ¿Sabes cuál es la especialidad de Josep que más le gusta?

—No.

—¡Que la penetre por detrás! Deberías oír sus gemidos de placer.