El piso se ha llenado en cuestión de minutos. Una avalancha de gente uniformada recorre el pasillo arriba y abajo. Vosotros tres estáis sentados en los sofás del comedor. La estancia es austera, pero está decorado con acierto. Pequeños detalles, como las velas de colores o las figuras de madera africanas, le otorgan un sello particular.
Eduard está trastornado, pero Alfred, sencillamente, no está. De vez en cuando rompe a llorar y se seca las lágrimas con la manga de la camisa azul.
Hace un rato os ha contado —en presencia de un sargento de los Mossos— que habían quedado para salir de compras. Alfred había pasado la mañana en el archivo de la Corona de Aragón haciendo algunas investigaciones para su próxima novela y había comido un bocado en un bar próximo. Habían acordado que acudiría a las tres y media para salir juntos de compras y, al llegar, la ha encontrado así.
Lo cierto es que estás deseando marcharte. La atmósfera pesada de la escalera se ha colado en el piso y todo te asfixia.
¿No crees que deberías hablar con ellos y contarles el detalle de la sodomía y el abanico de Jeanne Testard?
«Pero ¿y si fuera una casualidad? ¿Y si Magda tenía el abanico para aliviarse del bochorno?»
¡Jericó, capullo, despierta! ¿El vibrador en el ano también es una casualidad?
«¡Quizá se masturbaba cuando entró el asesino!»
¡No fastidies! ¿Te parece verosímil la postura en que han dejado el cadáver?
Un hombre joven con el uniforme de los Mossos d’Esquadra entra en el comedor acompañado del sargento a quien habéis contado los hechos y confirma que sois los que la habéis encontrado. Se presenta. Es el jefe de la brigada de Homicidios, habla muy deprisa y con poca claridad.
Tiene que tomaros declaración individual completa y os solicita que salgáis del piso, porque la policía científica tiene que comenzar a trabajar antes de que llegue el juez para levantar el cadáver. Alfred le pregunta si puede coger el ordenador portátil, pero el inspector se niega. «El protocolo indica que no se toque absolutamente nada de la escena del crimen», ha argumentado. Te extraña la actitud de Alfred: «¿Cómo puede pensar en el ordenador portátil en estas circunstancias?»
Lo acompañáis escaleras abajo, sorteando el tráfico, bajo la mirada curiosa de los vecinos que han salido al rellano de la escalera advertidos por el trasiego de hombres uniformados.
En la calle también se ha formado un corro de gente curiosa, en torno al círculo de seguridad que los Mossos d’Esquadra han delimitado con cintas y hombres. Seguís al inspector hasta una furgoneta de atestados.
—Comenzaré por usted, señor Alfred Borrell, que es la primera persona que ha entrado en el piso y ha encontrado el cadáver. Ustedes esperen su turno. Si quieren beber algo o necesitan cualquier otra cosa, pueden dirigirse al agente Marrugat.
Miras la triste sombra que proyecta Alfred mientras sube a la furgoneta y te compadeces de él. Magda lo tenía engañado, es cierto, pero él la quería mucho. «¡Mejor que no sepa nada del Donatien ni de sus actuaciones!»
¿Y qué me dices de ti, Jericó? Sabes cosas que podrían aclarar la muerte de la chica. ¿Hablarás o callarás? Quisieras hablar, lo sé, pero no lo harás. De un tiempo a esta parte no tienes pelotas para coger el toro por los cuernos. Arruinado, cornudo, mentiroso, cínico y ahora encubridor. La situación te supera. Todo te supera. ¿Qué puedes perder? ¿Qué temes si cuentas al inspector la increíble mímesis entre la estampa del crimen y la representación del Donatien? A Shaina ya la has perdido. Se trata de Isaura, ¿no? Touché! Se trata de tu hija. No te gustaría nada que supiera que su padre frecuenta lugares de perversión. ¿Te das cuenta, Jericó, de que lo único que cuenta actualmente para ti es Isaura?
Eduard ha pedido agua al agente Marrugat y está bebiendo. Te ofrece la botella, pero la rechazas cordialmente. No tienes sed, ni calor, ni hambre. Solo tienes ganas de irte a casa y pensar.
—Qué situación, ¿no?
—Increíble —le respondes.
—Lamento haberte metido en este lío. Si lo sé, vengo solo, pero Alfred no me ha explicado con qué íbamos a encontrarnos. ¡Ojalá hubiera sido más explícito!
—No te preocupes, Eduard, es una situación absolutamente inverosímil.
—Me pregunto qué clase de persona puede perpetrar un acto de este tipo. Por mi consulta han pasado cientos de chalados, pero no he asistido a ningún paciente al que vea capaz de cometer una atrocidad como esta.
No añades nada. Estás de acuerdo. Se ha de ser una persona muy enferma para matar a una joven a sangre fría y escenificar con el cadáver una estampa tan macabra.
Tú mismo, Jericó, has llegado a un punto en que odias a Shaina. Alguna vez te ha sobrevolado la idea de estrangularla mientras duerme o envenenarla. Pero no serías capaz de hacerlo. El otro Jericó, el que los dos conocemos, no lo permitiría.
Alfred sale de la furgoneta cabizbajo, con el rostro cubierto de lágrimas. El inspector hace una señal a Eduard, que se cruza con su hijo y le da una palmada en la espalda para tratar de animarlo. El chico se dirige hacia ti, te mira y rompe a llorar.
Te sientes incómodo. No sabes qué decirle ni cómo consolarlo.
¡Deja que llore! Así libera tensiones emocionales.
De golpe, Alfred te habla:
—¿Sabes una cosa, Jericó? Ayer, al llegar a casa después de que nos encontráramos en las Ramblas, Magda y yo discutimos. Todo fue por la representación. No sé, pero es como si la hubiera cambiado, como si fuera otra mujer después de actuar. Adoptó una postura fría y esquiva, y le molestó que le preguntara qué le sucedía. Entonces le pedí que lo dejara y ella se puso hecha una fiera. «¿Cómo pagaremos el alquiler? ¿Cómo sobreviviremos?», me gritó. Me restregó por la cara mi fracaso literario y se burló de mí hasta tal punto que me sentí como un insecto. Hemos dormido en habitaciones separadas, pero esta mañana, antes de que yo saliera hacia el archivo, me ha oído y me ha llamado. Estaba desnuda sobre la cama. Me ha pedido que me acercara y la besara. Me ha rogado: «Perdóname, Alfred, nada de lo que te dije ayer por la noche es cierto. Eres un buen hombre y tienes mucho talento. Y en cuanto a las representaciones como la de ayer, tienes razón. Las dejaré.» Quedamos en ir de compras, queríamos instalar un aparato de aire acondicionado en casa, y me he marchado feliz. ¡Era el hombre más feliz del mundo, Jericó! ¡La quería tanto! Y cuando he llegado…, ¡la he encontrado muerta!
Cuando ves que Alfred empieza a llorar de nuevo se te encoge el alma. Te sientes un miserable y un cobarde. Ayer mismo te excitaste con ella, la deseaste. Ayer conociste a la Magda cuya existencia Alfred ignora y de la que ya nunca llegará a saber: la hembra que disfrutaba siendo sodomizada y que actuaba lascivamente. Eres un miserable y un cobarde, Jericó. Además de ser un voluptuoso cínico, si tú quisieras, podrías arrojar alguna luz sobre esta oscuridad angustiosa.