Te has quedado hundido en el sofá, mirando a Anna mientras esta desaparece por la puerta de entrada y con el enojo de saber que a Shaina le gusta la sodomía.
¿Lo ves, Jericó? ¡Lo que te has estado perdiendo! Nunca te lo ha pedido, ni tú te has atrevido a proponérselo. Contigo se limita a ser una vagina receptiva y pasiva. Mientras tanto, con su amante, se ha entregado al juego erótico, se ha desinhibido.
¡Jericó, por Dios! ¿Eres idiota o qué? Una desconocida entra en tu casa sin avisar con las llaves de tu mujer. Te amenaza y te invita a seguir un extraño juego que hipotéticamente ha causado la muerte de una joven, ¿y lo único que se te ocurre es pensar en tu patética relación sexual con Shaina? ¡Te has vuelto loco! ¿No te das cuenta de dónde te has metido? ¡Jericó, por favor, sé sensato! Sienta la cabeza, aunque solo sea por Isaura.
«¿Y qué tengo que hacer? ¿No comprendes que este juego es una especie de jaula?»
¿Juego? ¡Aquí no hay ningún juego, Jericó! ¿O acaso estás tan enfermo que ya no disciernes un juego de una salvajada degenerada? Te recuerdo que hay un cadáver de por medio y, a pesar de las excusas de esta furcia, ¿cómo es que el cuerpo sin vida de Magda continuaba interpretando el juego? ¡Yo en tu lugar, Jericó, hablaría con el inspector de los Mossos d’Esquadra!
Hace rato que observas el sobre que ha dejado Anna sobre la mesa, mientras uno de tus yoes te interpela y te aconseja. Dudas. «¿Lo rompo o lo leo?» Decides leerlo.
¡Bien hecho, Jericó! ¡No escuches a este aguafiestas meapilas! Recuerda a Freud: principio de realidad. Si estás en el juego, juegas y punto. ¿Hasta dónde? Hasta donde haga falta. Ya no tienes nada que perder, ¿recuerdas?
El sobre es blanco, de medida DIN A4, de cierre triangular. Está lacrado en el vértice de apertura. En el lacre, hay estampado un sello redondo con la leyenda DAF.
¿DAF? ¿Dónde lo has visto antes? Te esfuerzas en recordar. Sí, claro, lo has leído en una web de Sade, esta misma mañana, cuando buscabas información sobre el marqués en la red. DAF son las iniciales del nombre completo de Sade: Donatien Alphonse François.
Lo abres cuidadosamente con la ayuda de un cuchillo, procurando conservar el sello. Dentro hay un pliego de folios cosidos por un extremo y una tarjeta idéntica a la que te había entregado Toni, el camarero, pero con un contenido distinto.
En ella aparece escrito: «Marseille, rue Aubagne.» Abajo, un número de teléfono móvil que, según te parece recordar, coincide con el de la otra. Detrás, con caligrafía afilada, está lo que sin duda es la contraseña: «Les bombons de cantaride.»
Buscas en el registro de llamadas emitidas de la Black el número de móvil correspondiente a la tarjeta del Donatien. Pues no, no coinciden. Se parecen, pero son diferentes.
Anna te ha ordenado que llamaras el mismo martes a partir de las ocho de la tarde. Pero la curiosidad te corroe. Marcas el número. Nadie responde.
Todo es una locura. Es rocambolesco y desconcertante, pero debes admitir que el cóctel de sexo y peligro entrañan cierto atractivo.
Vuelves al comedor, coges el pliego de folios y te sientas en el sofá. Los hojeas un rato. Se trata de una especie de relato similar al que el tipo de la peluca blanca empolvada leyó en el Donatien mientras los actores representaban la narración. Inicias la lectura…
Un momento, Jericó, ¿te das cuenta de lo que vas a hacer? Si lo lees…, ¡estarás siguiendo el juego! ¿De verdad quieres continuar con este desatino? ¿Quieres acabar mal? ¡Bueno, luego no me digas que no te avisé!
Marsella, 27 de junio de 1772
Son las nueve menos cuarto y en la Rue Aubagne reina el bullicio propio de un sábado por la mañana. El mar destila un fresco perfume fresco que los puestos de las pescaderas, que muestran en cajas de madera las capturas, profanan con el hedor de pescado pasado. El marqués de Sade —hombre refinado y muy atento a los asuntos sensoriales— se cubre la boca y la nariz con un pañuelo de encaje perfumado. A pesar del tropel que invade la calle, el gentilhombre no pasa desapercibido debido a la elegancia de su atuendo. La gente lo mira y, a él, le gusta exponerse. La levita gris, con forro azul, contrasta agradablemente con el rosado claro de las calzas de seda. Tocado con un sombrero de ala ancha que exhibe una pluma corta de ave, el marqués avanza por esa calle de mala nota con la barbilla levantada. Su sirviente, Latour, lo mira como si se tratara de su sombra. Latour no es excesivamente corpulento, pero la blusa marinera a rayas azules que viste y sus rudos andares encajan bien en el ambiente de la Rue Aubagne.
La presencia de Latour y el afilado espadín que Sade luce al cinto resultan lo bastante intimidatorios para mantener a raya a rateros y bribones. Además, el marqués lleva un bastón con un pomo dorado que eleva enérgicamente a cada paso.
El marqués se detiene en un punto de la calle donde el tráfico es fluido y, volviéndose hacia Latour, comenta:
—No recuerdo exactamente el número.
—El número diecisiete, señor marqués.
El señor calcula la distancia que falta para llegar a la casa en cuestión y sonríe satisfecho al comprobar que está tan solo a cuatro pasos. Hace bochorno y está cansado, porque la noche anterior ha estado cenando con unos comediantes de Marsella a los cuales quiere reclutar para sus representaciones teatrales en el castillo de Lacoste.
Se mira los zapatos de charol blancos y percibe con contrariedad que una de las hebillas doradas se ha descosido y está a punto de caerse.
Advierte de este hecho a Latour, que se agacha delante del marqués, deja en el suelo una especie de pequeño baúl y comprueba el estado de la hebilla.
—Me temo que se caerá, porque pende de un hilo. Le sugiero que me permita arrancarla. Me la guardaré en el bolsillo para que el maestro zapatero del señor marqués la arregle.
Sade se lo piensa antes de asentir, porque el asunto le disgusta. Todos los detalles son importantes para él, incluso los más insignificantes resultan indispensables para la solemnidad del acto global. Como en una representación teatral, las partes componen el todo. Finalmente acaba accediendo y contempla con gesto de contrariedad el zapato izquierdo sin la hebilla dorada.
—¡Cuidado con el baúl, Latour! Solo faltaría que rompieras la bombonera de cristal que hay dentro. Su contenido es esencial para el asunto que hoy nos ocupa.
El criado no sabe qué hay dentro del baúl. Tampoco sabe que los dulces de anís de la bombonera contienen cantárida. Se trata del polvo de un insecto carnívoro, la mosca española, a la cual atribuyen propiedades afrodisíacas. El marqués, que ha colaborado con la cocinera del castillo de Lacoste en la preparación de los confites, está impaciente por comprobar los efectos de la cantárida en unas furcias; quiere averiguar si, en efecto, las leyendas cortesanas que corren son ciertas y el consumidor del afrodisíaco acaba perdiendo la voluntad y se entrega a una voluptuosidad irrefrenable.
Tú, Jericó, ya habías oído hablar de la mosca española como afrodisíaco. Fue en una de las fiestas de Gabo. Los dos mirabais a la sobrina de Arquímedes Abreu, una chica de veinte años, un bomboncito. Sobre la chica planeaba una leyenda negra. No se le conocía ninguna relación sentimental ni erótica, y los pocos que habían intimado con ella aseguraban que era frígida. «Si no fuera por el afecto que me inspira Arquímedes, me encantaría embriagarla con la mosca española», te comentó Gabo. Entonces, le preguntaste qué era la mosca española y él te explicó que era un afrodisíaco obtenido de un insecto. Era el secreto alquímico erótico de grandes conquistadores, como Casanova. «¿Funciona, realmente?», lo interrogaste. Te sonrió, mirando por encima de las gafas retro y la barbilla apuntándole al pecho. «¡Sí, pero ni comparación con la cocaína o la mescalina!», te sentenció con convencimiento.
Aparcas la fiesta en la memoria y continúas leyendo…
Cuando llegan al número diecisiete bis, Latour llama la atención del señor marqués que, distraído, pasaba de largo. Sade se detiene al punto y echa un rápido vistazo a la fachada de una casa de cuatro plantas que no tiene nada de especial ni se diferencia de los demás edificios de la Rue Aubagne. La mediocridad lo irrita. «¿Por qué todas las casas tienen que ser tan similares?», se pregunta. De pronto advierte que, en uno de los cuatro ventanales del segundo piso, una jovencita pecosa y con el cabello recogido en una cola lo observa con curiosidad.
Latour se dirige a su señor:
—Es una de las chicas, se llama Rose Coste.
—¡Arriba, pues, ve delante!
El criado marca el camino hasta el piso de una prostituta muy popular en el barrio, llamada Mariette Borelly. Es una joven de la Provenza a quien Latour había visitado previamente para concertar, juntamente con otra mujerzuela de la misma calle, Marianne Laverne, la distinguida visita del señor marqués.
El marqués se sorprende de la pulcritud de la escalera. Después de ver el lamentable aspecto que ofrecían la calle y la fachada de la casa, supuso que el interior mantendría la atmósfera de fetidez. ¡Nada de eso! La escalera está limpia, la han barrido y regado.
Cuando están a punto de llegar al rellano, la puerta del piso se abre. Aparece una figura femenina de mediana edad que viste el delantal de las sirvientas de cocina, la señorita Lamaire, asistente de Mariette Borelly. Les da la bienvenida, dedicando una reverencia ensayada al marqués, y los invita a seguirla hasta el salón, una sala rectangular, amplia y ventilada por dos grandes ventanales.
Cuatro chicas se levantan al entrar los invitados, cuatro mujeres muy diferentes tanto en cuanto al aspecto físico como al atuendo, pero todas ellas —piensa Sade— con aire de prostitutas.
Tras una reverencia previa, se van presentando una a una. Mariette Borelly, la propietaria del piso; Marianette Laugier, la más atractiva físicamente; Rose Coste, la chica que miraba por el ventanal, y Marianne Laverne, la menos agraciada.
A Latour le corresponde hacer los honores de presentar a su amo, que se toca con el pomo dorado del bastón el ala ancha del sombrero, un saludo nada usual para las chicas. A Rose se le escapa una sonrisa.
Mariette ordena a la sirvienta Lamaire que abandone la habitación. El señor marqués se quita el sombrero y el espadín, y los deja sobre una mesa, juntamente con el bastón. Declina la invitación de Mariette para beber algo y pide a Latour que saque la bombonera del interior del baúl e invite a las chicas.
—Son dulces de anís, esmeradamente elaborados en la cocina de mi castillo de Lacoste. Disfrutad de ellos, por favor, seguro que nunca habéis probado nada tan delicioso.
Latour ha destapado la bombonera de cristal con el borde dorado y les va ofreciendo el contenido una por una. Después, vuelve a dejar la bombonera tapada dentro del baúl.
El marqués se anima poco a poco. Se pone la mano derecha en el bolsillo de la levita, coge unos cuantos escudos y con la palma abierta los muestra fugazmente a las chicas. A continuación cierra el puño para ocultarlos.
—A ver cuál de vosotras lo adivina: ¿cuántos escudos tengo en la mano?
Las chicas ríen. La más risueña, sin duda, es Rose Coste, que está chupando el dulce con aire infantil. La más adusta es Marianne Laverne.
El juego del marqués las entusiasma. Todas pronuncian una cifra en voz alta. Es Marianne quien la acierta, precisamente la menos agraciada de las cuatro. El marqués se felicita en silencio. La más fea comenzará el juego y a las más atractivas las reservará para los postres.
—¡Te ha tocado! Tú serás la primera en complacerme —le informa.
Marianne lo toma por el brazo y lo guía hacia un cuarto. Antes de entrar, el marqués reclama la presencia de Latour, que se ha demorado mirando con excitación a las otras chicas.
Los tres entran en el cuarto —austero, pero ventilado— y Sade solicita a la chica que se desnude antes de pedir a Latour que haga lo propio.
Marianne es ágil desvistiéndose. Sin ropa no es tan fea. Tiene los pechos prominentes y erectos, coronados por dos pezones amplios. Su sexo queda completamente oculto por una mata de vello castaño.
Cuando los dos están desnudos, Sade les pide que se acuesten. El criado está empalmado. Tiene el pene grueso, largo y venoso. El marqués rebusca en el baúl que el criado ha dejado en el suelo del cuarto y saca otra vez la bombonera de cristal. Ofrece algunos a la chica.
—Come unos cuantos dulces. Te estimularán el placer.
Marianne obedece y se traga dos confites mientras Latour le explora el vello púbico. El marqués se sienta en un extremo de la cama y pide a la chica que se ponga boca abajo. Entonces, el marqués le azota las nalgas, cada vez más fuerte. Hace un gesto de acercamiento a Latour y, con la mano libre, la izquierda, coge el duro miembro de su criado y lo masturba.
—¿Le gusta, señor marqués? ¿Le gusta que su sirviente Lafleur lo masturbe?
La actitud de Sade ha dejado petrificada a Marianne, que mira de reojo el movimiento de la muñeca del señor marqués mientras este masturba al criado. Latour asiente con la cabeza. Tiene los ojos encendidos. Mientras tanto, con la mano derecha, Sade continúa golpeando las nalgas de la chica, quien pese al incipiente dolor, procura no quejarse. La acción se prolonga unos minutos. Marianne está perpleja, pero aguanta, y Latour acompaña la masturbación de su amo con un movimiento de nalgas, sumido en el placer.
Detienes la lectura. ¿No te resulta impactante, Jericó? Las escenificaciones del marqués de Sade son de una perversidad apabullante. No es de extrañar que un aristócrata con estas desviadas aficiones acabara sus días en un manicomio.
«¿Qué juego era ese? ¿Qué pretendía Sade masturbando a su criado mientras lo llamaba «señor marqués»? ¿Por qué hacerse pasar por Lafleur, un criado imaginario? ¿A qué venía ese cambio de papeles en el lecho de una puta?»
No se te ocurre ninguna respuesta. Tal vez no estés preparado para entenderlo.
Entonces, ¿por qué te has resignado a continuar jugando este juego? ¿Por qué no te has negado? Yo no le veo la gracia a la actitud del marqués. Drogar a unas prostitutas, la bisexualidad… ¿No será que, en el fondo de tu inconsciente, hay algo en todo esto que te atrae?
Sade se detiene. Vuelve a coger la bombonera y ofrece más dulces a la chica, que permanece sentada en la cama, amedrentada por la lunática mirada del señor marqués y el pene a punto de explotar de su criado.
Marianne se come unos cuantos confites más, a instancias de Sade, hasta que finalmente rechaza más dulces, arguyendo que «ya tiene bastante».
—¿Quieres ganarte un luis de oro, Marianne?
Ella asiente en silencio.
—Deberás dejar que él te penetre por el culo. ¿O quizá prefieres que lo haga yo?
—Por detrás no, señor, no he admitido la sodomía a ningún cliente. ¡Otra cosa, pero por el culo no!
El tono ha sido bastante convincente y Sade no insiste.
—Entonces deberé castigar tu virtud —le advierte, a la vez que saca del baúl una disciplina de pergamino con finas agujas.
Marianne se espanta.
—Tranquila, no te alarmes. No es para ti. Quiero que cojas la disciplina y me castigues.
Sade extiende el brazo para ofrecerle el macabro instrumento. Ella duda.
—¡Si tú no me fustigas, lo haré yo!
Con mano temblorosa, Marianne coge la disciplina. Latour se está estimulando lentamente.
Sade se baja las calzas de seda y, agachado, ofrece el culo a la chica.
—¡Pégame!
El primer golpe es tímido.
—¡Más fuerte! —le conmina el marqués.
El segundo es más intenso, pero no lo suficiente para clavar las agujas dobladas en las nalgas del señor.
—¡Más!
El tercero pierde fuerza. Marianne grita un «no puedo» y deja caer el azote al suelo.
Sade se incorpora, visiblemente contrariado.
—¡Nunca entenderé vuestra moral! ¿Tan embriagadora te resulta la virtud que eres incapaz de vengar tu desdicha en el culo de un noble?
Marianne no ha entendido lo que le ha dicho. Se limita a repetir el «no puedo» apagado y tembloroso.
—Está bien, lo comprendo, seguramente se trata de las agujas de la disciplina. Lo arreglaremos. Llama a la sirvienta y pídele que nos traiga una escoba de brezo.
La chica obedece. La sirvienta no tarda ni un minuto en servirla.
El marqués la ayuda a coger la escoba del revés y la alecciona sobre cómo debe emplearla para golpearlo.
—¿Lo has comprendido, Marianne? ¡Ánimo, que es solo una escoba!
Sade se agacha otra vez con el culo en pompa y comienza a encajar los golpes de la chica. Siente que el dolor le endurece el pene y, excitado, la anima a pegarle más fuerte.
Llega un punto en que Marianne ya no puede más. Ya no puede soportar aquella salvajada. Sade tiene las nalgas al rojo vivo y los ojos embriagados de placer. Cuando ella le hace saber que está cansada, él asiente, le retira la escoba de las manos y la tranquiliza:
—¡Lo has hecho muy bien! Puedes ir a beber agua, si lo deseas. Dile a una de tus compañeras que venga.
Es Mariette la que entra a regañadientes. Seguramente Marianne le ha hecho un resumen de todo lo ocurrido, así que la propietaria del lupanar se escabulle hacia un rincón de la habitación, al lado de la chimenea que la caldea en los duros inviernos. Sade le ofrece confites, pero la chica solo come uno, claramente intimidada.
Le indica que se desnude. Es mucho más atractiva que la primera, más esbelta y de piel más fina. Le ofrece la escoba y le explica, como ha hecho antes con Marianne, cómo debe emplearla.
Mariette obedece. Satisface al marqués, pero se alarma cuando ve que, con la escoba en las manos, él le pide con aire amenazador que sea ella la que se agache.
Sade, loco de placer y con los ojos desorbitados, le propina unos cuantos golpes.
La chica aguanta estoicamente, pero luego contempla horrorizada el cuchillo que el señor extrae del baúl. Se calma cuando comprueba que no le está destinado y sigue atónita los números que Sade graba en la escayola de la chimenea. Cuatro números de tres cifras. Más tarde este le explica, con una sonrisa que parece de otro mundo, que son los golpes que ha recibido.
Le ordena que se tumbe en el lecho y, sin la menor delicadeza, la penetra por delante al tiempo que con la mano derecha masturba a Latour, el espectador pasivo —pero excitado— de todo el juego. Mariette no da crédito a lo que tiene lugar a continuación. El señor solicita al criado que lo sodomice mientras está dentro de ella. «Hágame suyo, señor marqués. El culo de su sirviente Lafleur es para vos», grita.
Mariette no comprende nada de lo que pasa. Es la primera vez en su vida que se encuentra en semejante situación. Sin ánimos para mirar al marqués a los ojos ni para contemplar cómo el criado lo posee, solo ruega en silencio que todo eso acabe.
El gemido sordo de placer de Latour le indica que el criado ya ha eyaculado. El marqués tiene los ojos en blanco —se ha atrevido a mirarlo— y de pronto nota su corrida dentro del sexo, aturdida por el grito, casi más de dolor que de placer, que ha soltado.
Las gotas de sudor del rostro del señor le caen sobre los pechos. Sade tarda unos segundos en retirarse y cuando lo hace es con brusquedad. La misma que emplea para despedirla y exigirle que haga acudir a la tercera compañera.
El politono de la Black te reclama. Te levantas para atender la llamada y te das cuenta de que se trata de un número oculto. Respondes.
—Hola, semental, ¿has comenzado la lectura?
Es Anna.
—¿Qué quieres ahora?
—¿Lo has hecho alguna vez con más de una mujer?
—¡Estás enferma! ¡Este relato es una guarrada!
—¿Ah, sí? ¿Y qué dice tu verga? ¿También lo considera una guarrada?
Te miras el pene y compruebas, estupefacto, que estás empalmado.
—Se te ha puesto dura, ¿eh, semental?
—¡Déjame en paz! ¡No quiero saber nada más de ti ni de tu asqueroso marqués de Sade!
—¡No me lo creo! ¡Eres un cerdo, igual que tu mujer! ¡Si hubieras visto cómo disfrutaba cuando he entrado furtivamente en la habitación del hotel para dejarle las llaves en el bolso! En fin, te espero el martes. ¡Tenemos una grata sorpresa para ti!
Ha colgado. La loca ha colgado y tú te sientes desolado y sucio.
¿No deberías acabar con todo esto, Jericó? ¿No crees que estás llegando demasiado lejos?