NO hace ni dos minutos que has bajado del taxi en la Rambla, muy cerca de la calle Nou de la Rambla. Has decidido caminar hasta el número 24. De hecho, Jericó, es un ritual habitual, porque siempre te apeas de los taxis unos metros antes del destino para recorrer el último tramo a pie.
Te miras de arriba abajo mientras caminas. Los mocasines, Sebago burdeos; los pantalones, Hugo Boss beis, y la camisa Ateseta de hilo blanca, adquirida en una camisería de Florencia, tu ciudad predilecta. Sí, el taxista tenía razón: no vistes como la fauna de estos lugares, pero tampoco ves motivos de alarma. ¡Ya hace unos días que no tienes miedo de nada, ni de la guadaña afilada de la muerte!
Hace una temperatura agradable. Además, sopla la brisa procedente del mar, tibia y salobre. Nunca antes habías paseado por esta calle de leyenda. Es la antigua calle del Conde del Asalto, la calle que nunca dormía. Putas, granujas, proxenetas, jugadores, yanquis de la Sexta Flota, policías… Aún se intuye cierto rumor de todo aquello.
Has recorrido muchas veces la Rambla de arriba abajo —la pisas cada vez que vas al Liceu—, pero no te habías extraviado en ninguna de las calles afluentes desde los tiempos de estudiante de arquitectura. Sin embargo, conoces muy poco la Barcelona del sur, tal como llamas a la zona de la ciudad que dormita por debajo de la Diagonal.
La calle está animada. Es jueves y, ya se sabe, mucha gente sale, sobre todo los nostálgicos del fin de semana. Cuanto más te alejas de la Rambla, más te acosa el ruido decrépito y la amalgama de olores: el de los suavizantes de las coladas que cuelgan de los balcones, el de las frituras de aceite que se escabulle de las cocinas, el tufo a orines en las esquinas…
Este último y desagradable olor te rememora los urinarios de porcelana blanca de Gabo. Y sonríes, Jericó, haces una mueca. Has vinculado a través del pensamiento asociativo dos espacios antagónicos: la flamante avenida del Tibidabo y la calle Nou de la Rambla. Orina - urinarios - ready made - Gabo = avenida del Tibidabo. Esta ha sido la secuencia en diapositivas mentales que ha reunido ambas calles antagónicas. Te maravillas del mecanismo mental.
¡Basta de tonterías, Jericó! ¡Me aburres!
Llegas plácidamente al número 24. No te sorprende en absoluto el aspecto deplorable del edificio. ¿Y qué esperabas? ¿No aseguraste a Toni que buscabas algo diferente? Tal vez deberías preguntarte: «¿Qué hace un tipo como yo en un lugar como este?» ¡Adelante, Jericó! ¿Qué puedes perder?
La puerta de la calle está abierta de par en par, una puerta del siglo pasado, desvencijada, con la mirilla adornada con motivos arabescos, el único vestigio de un ilustre pretérito. Te adentras un paso y constatas que la atmósfera exterior se perpetúa. La entrada es reducida y baja. Tan solo los buzones metálicos del correo, empotrados en la pared de la izquierda, llenan el hueco decadente. Débil iluminación proporcionada por unas bombillas que cuelgan directamente de los cables.
Notas que el cuero de la suela de los Sebago se pega al suelo. Echas un vistazo y descubres un vaso roto del que se ha derramado una bebida viscosa.
Las escaleras, empinadas y angostas, producen una sensación claustrofóbica. Te aferras al pasamanos de hierro de la pared y vas subiendo. Olores de refritos y tabaco se precipitan por la estrecha escalera. Subes, receloso. Pasas el primer piso y llegas al segundo. Una puerta similar a la de la entrada y una mirilla idéntica. Te parece percibir música, una melodía new wave.
Pulsas el timbre, anticuado, que emite un ring prehistórico. Alguien corre la mirilla.
—¿Contraseña, monsieur?
La forma de preguntar te ha dejado tan atónito que ni siquiera te acuerdas de la frase. Debes buscar la tarjeta en el bolsillo y leerla:
—Les infortunes de la vertu.
Una llave chirría en la cerradura. La puerta se abre y el individuo de la mirilla te da la bienvenida con una reverencia propia de atavismos cortesanos. Para mayor desconcierto, el tipo va tocado con una peluca blanca empolvada —supones que está empolvada, porque ha desprendido una especie de talco al realizar la acrobática reverencia— al estilo de Mozart.
Te pide la tarjeta y se la entregas. La examina y se la guarda en el bolsillo de la chaqueta.
—Ahora, si no es molestia, monsieur, ¡tengo que registrarlo!
«¿Tiene que registrarme?»
—¡No lo entiendo! —protestas, anclado en el reducido vestíbulo, aislado del resto del piso por una puerta de vidrios verdes y opalinos.
—Son las normas del Donatien, monsieur; debo velar porque nadie entre con ningún aparato de grabación o filmación.
—De acuerdo.
Como si tuvieras alternativa, Jericó.
El hombre de la peluca blanca —alto y fornido, con un traje gris— te registra. Te sientes verdaderamente incómodo, en especial cuando te palpa la entrepierna. Sigues oyendo la música que se cuela desde el interior del local. Te parece reconocer un single del grupo New Order.
—Tendrá que entregarme la Blackberry, monsieur. Las normas del local son claras: no se puede entrar con ningún aparato que pueda grabar lo que sucede dentro.
La situación te incomoda, el hecho de tener que desprenderte del móvil y entregárselo a un tipo como aquel. Pero son las normas del juego, Jericó, o las aceptas o… ¡puerta!
Resignado, accedes y contemplas con estupor cómo tu amada Black acaba dentro de una caja con otros móviles.
El tipo se ha apartado hacia un costado y te ha señalado la puerta de vidrios opalinos verdes. Un escalofrío te recorre el espinazo, instantes antes de abrirla. El hombre de la peluca se ha sentado en una silla de época, de aspecto confortable —te das cuenta de que, junto con una cajonera, es el único mobiliario del reducido vestíbulo—, con la mirada extraviada. Mientras tanto, tú, Jericó, con el pomo de la puerta en la mano, te sientes con el corazón en la boca.