Miras el reloj: casi las dos y ha refrescado. Te sitúas en el bordillo de Muntaner, pegado al carril del transporte público, para detener un taxi. Tienes suerte. No tarda ni dos minutos en pasar uno libre. Le proporcionas la dirección: calle Nou de la Rambla, número 24. La conductora —una chica de unos treinta años con una cabellera sedosa negra y una voz modulada— introduce las coordenadas en el navegador. Las uñas impecables, una manicura perfecta, pintadas de rojo oscuro. Hasta ahora no te has dado cuenta de que el coche es un Mercedes, casi nuevo, con un olor a ambientador de cítricos muy agradable.

Así da gusto viajar en taxi, ¿eh, Jericó? Pero no acabo de entender este arrebato de visitar el Donatien a estas horas. ¿Crees que encontrarás a alguien? ¿Supones que habrá alguien para atenderte?

Tú ni caso. Estás tan inmerso en la intriga del juego de Sade que no atiendes a razones. Además, tampoco te motiva demasiado llegar a casa. Ni tienes sueño. La emoción te ha inyectado una buena dosis de adrenalina y endorfinas a las arterias. Te halaga creer que has descubierto la identidad del marqués del actual juego de Sade. Si tu sospecha se confirmara, habrás de admitir que nunca habrías imaginado eso de Eduard. Nunca en la vida habrías supuesto sus tendencias sadomasoquistas, los azotes con las correas y todo lo que Ivanka te ha contado en el transcurso de una noche de sorpresas.

Te resulta esperpéntica la elección de pacientes con patologías que podrían considerarse vicios, o tu presencia y la de tu esposa, Shaina, como paradigma de la pereza.

Llegado a este punto, debes acabar con las suposiciones. Hay algunas notas que chirrían en esta sinfonía perversa. La primera es la elección de Shaina. No te explicas cómo Eduard la conoce tan bien. Una cosa es la imagen que tu banal esposa proyecta y otra es designarla como la pereza personificada. La segunda es la presencia de Gabo en el juego. Siguiendo la misma lógica, únicamente puede ser explicada por la voluntad del marqués apócrifo, es decir, Eduard. Pero no tienes constancia de su relación, no identificas ningún vínculo entre Gabriel y Eduard. Si este, el marqués apócrifo, lo ha designado como el intendente de los siete pecados capitales, el Baphomet, entonces significa que lo conoce tan bien como a cada uno de los otros escogidos. Y tú, Jericó, estás completamente de acuerdo: Gabo reúne los siete pecados capitales, y eso porque no hay siete más. Tal vez el pecado de la gula se manifieste en él de una forma más sublime. Recuerdas haberlo visto tragarse dos kilos de caviar de beluga en un banquete acompañándolos con un vodka frío…

El trayecto se te ha hecho brevísimo. La agradable voz de la taxista te pide nueve euros por la carrera. Le tiendes un billete de diez y vuestros dedos se rozan, con el billete como testigo mudo.

—Quédese con el cambio.

—Muchas gracias.

Te ha dejado prácticamente en el mismo lugar donde el jueves pasado se detuvo el taxi destartalado. Transcurridas cincuenta horas, sigues tus propios pasos. Hueles, nuevamente, la amalgama de olores —suavizantes, coladas, lejía, fritos, etc.— y descubres, otra vez, el rumor secreto de una calle con historia hasta llegar a la misma fachada decrépita. La puerta con la mirilla de lustres pretéritos está abierta de par en par. Continúa allí el vaso roto con el líquido viscoso que se pega a las suelas y el ambiente decadente resistiéndose a abandonar la angosta y empinada escalera.

Subes hasta el segundo piso. Una sensación de miedo y asco te sobreviene al observar la puerta del Donatien y sentirte como si te observara con el único ojo del Cíclope en forma de mirilla. Esta vez no se cuela ninguna melodía new wave desde el interior. De hecho, solo percibes un silencio pesado y te imaginas el urinario gigantesco sumido en las sombras, dormitando en la pared. Dejas pasar unos segundos antes de llamar. Lo haces con los pulmones llenos de aire y los nervios a flor de piel. Llamas. Esperas impaciente a que se abra la mirilla y alguien te pida una contraseña que, por otra parte, no conoces. Es en vano. Vuelves a llamar y esperas. Nada. Pegas la oreja a la puerta, tratando de cazar algún soni- do. Nada.

«¡A la tercera va la vencida!», confías. Esta vez alargas más el ring prehistórico. Tienes que rendirte, no hay nadie.

¿Y qué esperabas? Creías que iba a abrir aquel majadero con la peluca y las fingidas maneras cortesanas, ¿no? ¿Necesitabas admirar otra vez el urinario gigantesco y la ambientación sádica, sentarte en uno de los mullidos sofás y volver a aceptar un empalagoso cóctel de menta de manos de Magda?

«¡No, no sigas! Deja a Magda en paz, librada a los gusanos de la muerte, y olvídame. ¡No estoy para cinismos!»

Decepcionado y resignado, te vuelves sin moverte y el corazón te da un vuelco. La puerta del piso de enfrente está abierta y una silueta menuda se recorta en la penumbra.

—¿Busca a alguien?

Es una voz senil y estridente, femenina.

Te acercas. Entonces compruebas que se trata de una señora de edad avanzada, vestida con una bata de angora azul y el cabello gris ondulado prisionero de una especie de redecilla.

—¡Buenas noches, señora! Disculpe si la he molestado llamando a estas horas. Es que había quedado con unos amigos aquí, en este local, y he llegado tarde. Deben de haber salido.

La anciana te mira con aire suspicaz, con el cuello erguido y un gesto de extrañeza combinado con una actitud escrutadora.

—Aquí no vive nadie, señor…

—Disculpe, me llamo Jericó. —Le tiendes la mano.

Te corresponde. La tersura de su mano desdice su edad. Únicamente las venas hinchadas te habrían inducido a pensar que se trataba de la mano de una anciana.

—Soy Margalida, viuda de Pere Ballester.

—¡Mucho gusto, señora!

—¿Está seguro de que esta es la dirección correcta donde había quedado con sus amigos?

—Sí. De hecho, hace unos días, el jueves pasado, estuve aquí mismo, en una fiesta privada.

La anciana refunfuña. Puedes ver, detrás de ella, colgando de la pared, una reproducción ampliada de La vicaría de Fortuny, flanqueada por dos lámparas de pergamino con unas bombillas de escasa luminosidad.

—¡Una de las fiestas del nieto de Caridad! ¿Y cómo es que un señor educado y elegante como usted se trata con esa gentuza? —El tono ha sido acusador y hostil.

—¿A qué se refiere? No le entiendo.

—El nieto de Caridad es un sinvergüenza y un mal educado. Se ve que de pequeño tuvo una enfermedad de… —con el dedo corazón de la mano derecha, la anciana se toca la frente— y le dio muchos problemas a su madre, Soledad. Quizás el niño acusaba la falta de un padre, tener una familia completa es muy importante, ¿sabe? El chico es brusco y tiene todo el cuerpo lleno de esos dibujos modernos que llevan los jóvenes.

—¿Tatuajes?

—Sí, eso mismo. ¡Una porquería!

—¿Y cómo se llama este chico?

—Javier, como el difunto marido de Caridad, un hombre muy trabajador y serio. Hay una pandilla que viene con él de vez en cuando a emborracharse y —se te acerca sigilosamente— hacer marranadas. Lo llaman Jota. Gentuza, señor. ¡Se lo digo yo!

Javier, Soledad, Jota, una enfermedad mental esbozada con gestos por la anciana… ¿Te enteras, Jericó? Es la historia que te ha relatado Ivanka, la de Javier, el niño con una patología disgregativa sometido a los abusos de su psicólogo, Eduard. La madre soltera, Soledad, que lo descubre… El resultado final: ¡Jota! Cuerpo adornado con tatuajes, ambientes turbios, sado…

Te acercas a la señora, que retrocede un paso con desconfianza y cierra la puerta unos centímetros.

—No tenga miedo, por favor, solo quería preguntarle algunas cosas sobre ese chico, Jota, y su familia.

—¿Es usted de la policía?

Dudas. Intuyes que lo ha dejado caer con respeto hacia los uniformes. Pruebas suerte:

—¡Más o menos!

—¿Es detective privado? —te pregunta con sigilo.

—Sí, pero por favor no alce la voz, ¡es mejor que nadie lo sepa!

Te mira dubitativa, a pesar de que has empleado el tono de voz más suave de que has sido capaz y has gesticulado con movimientos muy plácidos. Finalmente, no muy convencida, te permite entrar en el pequeño recibidor presidido por una copia de La vicaría, ampliada al menos al triple de su tamaño original. El vestíbulo tiene una estructura idéntica al del piso de enfrente, el Donatien, con la misma puerta de cristales opalinos verdes que dan paso al comedor.

La primera intención de la señora Margalida era atenderte allí, pero con las distancias cortas tu aspecto acomodado se ha ganado su confianza y abre de par en par la puerta cristalera invitándote a entrar.

En la estancia reina un olor a rancio que cuadra con la decoración. Echas un vistazo a tu alrededor y es como si hubieras retrocedido cuarenta años. Todo perfectamente ordenado, pero anticuado, incluso el polvo que flota con los rayos de luz indirectos de las lamparitas de pergamino. Os sentáis en dos mecedoras encaradas hacia el televisor, un modelo antiquísimo que te despierta la duda de si funciona o no, y la anciana se balancea a la vez que se extiende en su narración, mirándose los pies enfundados en unas nórdicas a cuadros:

—Lo he oído llamar desde el comedor. Me había quedado medio dormida en la mecedora, me suele pasar, y cuando me despierto me voy a la cama.

—Son muy cómodas —le mientes con una sonrisa postiza, porque los cojines son duros con ganas—. Y bien, ¿me explica la historia de sus vecinos?

—¡Claro! ¿Qué quiere saber?

¡Buena pregunta, Jericó! Quieres saberlo todo, obtener alguna pista más que te ayude a entender dónde estás. Supones que Margalida es de esas personas mayores y solitarias a quienes tocándole una nota se les despierta una melodía entera y a partir de un pequeño detalle es capaz de desarrollar todo el relato. Así es que empiezas:

—¿Quién es el propietario?

—El piso era de Caridad y su marido, Javier. Lo compraron prácticamente como nosotros, a finales de los años cuarenta. Antes, el vecindario era decente, salvo por Juanita la Chula, una de las señoritas que fuman más populares de la calle, que vivía en el primero, y el señor Nicomedes Albiol, del tercero segunda, que se dedicaba a organizar partidas de cartas clandestinas. El resto era gente trabajadora, como Caridad, que limpiaba en una casa de ricos en la zona alta de la ciudad, en Pedralbes, o Javier, que por las noches trabajaba de sereno y de día de mozo de almacén en el puerto. ¿Sabe?, siempre traía tabaco rubio americano para mi marido, lo compraba barato procedente del contrabando.

Asientes con la cabeza y te resignas a escuchar la batallita que puede llevarte a donde te interesa…

—Cari —continúa detallándote— solo tuvo una hija: Soledad. Su marido quería más, pero por un problema de esos de mujeres no pudieron, usted me entiende, ¿no?

—Desde luego.

—Hija única, la malcriaron. Era una mimada, buena chica, pero demasiado consentida. La llevaban como una florecita y Pere, mi marido, que Dios lo tenga en su gloria, repetía: «Margalida, ¡esta niña les saldrá rana!» Y así fue, cuando se hizo pollita comenzó a salir más de la cuenta con chavales y que si patatín, que si patatán, la vida disoluta la marcó y acabó con un mozo del puerto que siempre andaba borracho. Caridad sufrió mucho y su padre… ¡No se imagina usted lo que sufrió Javier! Mi difunto marido, que Dios lo tenga en su gloria, siempre me aseguró: «Margalida, ¡el infarto de Javier fue provocado por los continuos disgustos de la niña!»

—Entonces, Soledad tuvo un hijo, Javier, ¿no? —le apuntas para que enfile la historia hacia donde te interesa.

—Sí, lo tuvo con aquel pendenciero del puerto que la dejó preñada y luego desapareció de la noche a la mañana. Aunque las malas lenguas señalaban que el verdadero padre no era aquel gamberro, sino un hombre muy rico… El caso es que a Caridad se le caía la cara de vergüenza. Ya casi no salía y Javier, el pobre, lloraba a todas horas. En aquel tiempo ser madre soltera no era como hoy en día, que la juventud está loca y todo parece loco y normal. Javier no llegó a conocer a su nieto, porque cayó desplomado de un infarto mientras trabajaba en el puerto. Cari tuvo que armarse de valor, hizo de abuela, madre, abuelo, padre, de todo. Nosotros la ayudábamos como podíamos: le dábamos comida, yo hacía la colada con ella, Pere le cambiaba las bombonas de butano y se ocupaba de las tareas más pesadas… En fin, ¡Cari se lo merecía todo!

—Claro, da mucha pena una situación así, pero, y el niño, ¿cómo era?

—Mire, señor…

—¡Jericó!

—Eso, Jericó, perdone pero su nombre es tan poco corriente…, en fin, ¿por dónde íbamos?

—Por el niño, el hijo de Soledad.

—¡Ah, sí! —La anciana remueve la dentadura postiza dentro de la boca y se mece con fuerza—. ¡Siempre llueve sobre mojado! Conoce ese dicho, ¿no?

—Sí.

—El niño nació con graves problemas, les puso las cosas muy difíciles. Sole acudió a un médico de la zona alta para tratarlo, el chiquillo no estaba del todo, me entiende, ¿no? —te pregunta simulando con el dedo índice sobre la sien que estaba chalado—. El médico era muy bueno, atendió al chico a través de la intervención de los antiguos amos de Caridad, los ricos de la zona alta, pero algo sucedió porque, de golpe, Soledad dejó de llevarlo y al cabo de poco tiempo se mudó a un piso nuevo en el barrio de la Sagrada Familia.

—¿Se sabe qué ocurrió? —te interesas, a pesar de que conoces la versión de Ivanka sobre los abusos.

La anciana baja la voz:

—Cari no me habló nunca de ello, pero según dicen las malas lenguas, Soledad, ligera de cascos como era, se entendió con el médico.

—¡Vaya! —exclamas, sorprendido.

—Sí, eso se decía por el barrio, y también que el médico le había pagado un dineral para que cerrara la boca. El caso es que la chica y el chaval se mudaron a un barrio mejor y Caridad se quedó aquí, aunque iba a menudo a casa de su hija. Cuando murió hace ya doce años, el día de la Inmaculada, el piso quedó cerrado. Soledad le regaló el piso a su hijo. Este se instaló en él un par de años. Era una cosa extraña, porque recibía a mucha gente y a veces organizaban fiestas hasta tarde. Después, de la noche a la mañana, se mudó no sé dónde, porque no nos tratábamos demasiado con ese tarambana. Ahora solo viene de uvas a peras.

—¿Y Soledad, la madre?

—A Soledad no la he visto desde el entierro de Caridad, día en que también conocí a los señores ricos a los cuales había servido, que insistieron en pagarle el ataúd.

—¡Qué detalle por su parte!

—Sí, la querían mucho. Caridad siempre hablaba muy bien de ellos. —La anciana vuelve a bajar la voz y se acerca a ti con aire confidencial—. Contaba que el amo joven de la casa, Gabriel se llamaba, era un poco raro, excéntrico, pero muy atento y educado. Mire si era raro que Cari me explicaba que colgaba urinarios de las paredes. ¿Se lo imagina usted?

¿Qué si te lo imaginas? Conoces sobradamente al mesías de los mingitorios.

—Disculpe, señora Margalida —la interrumpes—, ¿podría pellizcarme usted?

—¿Cómo dice, joven?

—Nada, nada, no me haga caso —respondes, aún turbado—. A ver si lo he entendido: Caridad, la abuela de Javier, ¿trabajaba de sirvienta para el señor Gabriel Fonseca?

—¡Sí! ¡Fonseca! Los señores Fonseca, sí señor, así se llamaban los patrones de Cari. Y usted, ¿cómo lo sabe? —te pregunta con un gesto de extrañeza.

—Soy detective privado, ¿se acuerda?

¿Detective privado? Tu desvergüenza no tiene límite, Jericó. Estás engañando a una pobre anciana. Sí, lo sé, no es necesario que me lo digas, sé que eso te ha proporcionado tres datos muy importantes para resolver el embrollado sudoku. La primera, que Gabriel Fonseca y Eduard se conocían, porque el primero le recomendó el tratamiento del niño de Soledad. La segunda, que Jota es el nieto de la sirvienta de Gabo, y la tercera, que las malas lenguas relacionaban a Eduard con Soledad.

¡Hay que ver! No sabes muy bien si con esta información todo se aclara o, por el contrario, todo se confunde más a medida que averiguas más datos.

—El chico está metido en algún lío, ¿no? —te interroga ella.

—Más o menos.

—¡No, si ya decía mi difunto marido que Cari había nacido con la soga al cuello! Parece mentira que, a la buena gente, de pronto, todo parezca volvérsele en contra.

—¡Qué va a decirme, señora! ¡Si supiera lo que estoy viviendo!

—No sé si debería revelárselo, pero parece usted una persona honrada y educada. Ni Sole ni el sinvergüenza de su hijo lo saben, pero tengo una copia de las llaves del piso de Caridad. Siempre he guardado una, por voluntad suya, claro, por si pasaba algo y ella no estaba, como una fuga de agua o un cortocircuito como el que acabó con la vida de Juanita la Chula, del primero primera…

La interrumpes.

—¿Usted tiene una llave del piso?

—Sí. Y le aseguro que nadie se ha molestado en cambiar la cerradura.

¡Estás de suerte, Jericó! Has acudido para echar un vistazo al Donatien y el destino te facilita esta oportunidad.

—Mire, señora Margalida, sería importantísimo para mi investigación que me permitiera entrar en el piso.

—Aún no me ha aclarado qué busca en concreto, pero me lo imagino. Se trata de un asunto de drogas, ¿no?

—Sí —al tiempo que le haces un gesto de silencio con el dedo sobre los labios cerrados—. No le puedo dar más detalles porque pondría en peligro la investigación, pero la felicito, ¡es usted muy perspicaz!

La anciana, visiblemente complacida con el halago, se impulsa con la mecedora y se levanta.

—Espere un momento aquí, señor detective.

Mientras se aleja, contemplas el museo de los años cuarenta que te rodea. Te atrae un gramófono con campana de madera sobre una mesita auxiliar. Te aproximas. Junto al artefacto, un montón de discos, algunos muy antiguos. Zarzuelas, Carlos Gardel, Raquel Meller o doña Concha Piquer, entre otros. Muy cerca de la «mesita musical» hay una máquina de coser Singer con las patas y el pedal de hierro forjado. Está en perfecto estado, igual que el gramófono, igual que todo lo que vas descubriendo, perplejo, digno catálogo de un anticuario.

La señora Margalida vuelve con la llave en la mano, bien visible, mientras tú examinas los personajes de una curiosa foto en blanco y negro, enmarcada, retratados en una playa.

—Somos mi difunto marido y yo en la playa de la Barceloneta, en 1957, con unos amigos. La foto nos la hizo un amigo. El que está delante de todos sosteniendo la caña de pescar es mi difunto esposo, que Dios lo tenga en su gloria, y la que está a su izquierda soy yo —te explica mientras se aproxima.

Debes reconocer que, a pesar del tiempo transcurrido, la señora Margalida y su esposo estaban de buen ver.

Vuelves a dejar el marco sobre la cómoda y le pides la llave con la palma de la mano abierta.

—Si no le importa, señor detective, lo acompañaré. No es que no me fíe de usted, pero entenderá que es una situación delicada, ¿no?

No te queda más remedio que claudicar. Al fin y al cabo, lo único que quieres constatar es si Gabo te ha mentido cuando te ha asegurado que el Donatien era tan solo un montaje itinerante.

Lo aceptas y sigues a la anciana hasta el recibidor. Allí, de un perchero, descuelga una toquilla de lana negra y se la echa sobre los hombros, encima de la bata blanca, y salís.

—¡Asegúrese de que no hay nadie en la escalera! —te ordena.

Lo haces. Asomas el cuerpo al hueco de la escalera y prestas atención a cualquier posible ruido. Nada. Tan solo te persiguen el olor decrépito del edificio y el silencio rancio.

La anciana introduce la llave en la cerradura y abre con diligencia. Su mano ha encontrado enseguida el interruptor de la lámpara del vestíbulo —seguramente en el mismo lugar donde está el suyo— y se hace la luz. Tú, mientras tanto, cierras la puerta con cuidado.

En el recibidor nada ha cambiado desde que estuviste allí. El escaso mobiliario que empleaba el tipo de la peluca empolvada está intacto. La anciana abre la puerta de vidrios opalinos y pulsa el interruptor. Un par de bombillas que cuelgan de unos cables se encienden.

Tu decepción es inmensa. El amplio comedor está casi vacío. No hay ni rastro del inmenso urinario, ni de las lámparas de araña, ni de los trastos que colgaban de las paredes. Únicamente quedan los sofás —has detenido un momento la mirada en el diván donde sodomizaste a Anna— y el mueble bar, nada más.

Das una vuelta, nervioso, buscando algún indicio del decorado del Donatien, pero es inútil. Gabo tenía razón: todo fue un mero montaje.

La anciana capta tu desencanto:

—¡Parece contrariado!

—¡Lo estoy, señora Margalida! Estuve aquí mismo el jueves y todo era muy distinto. Allí, en medio de la pared —señalas con el dedo—, colgaba un urinario gigantesco. Por todas las paredes había diseminados objetos extraños…

—Eso debe de ser lo que se llevaban ayer en unas cajas —refunfuña ella.

—¿Cómo dice?

—Ayer mismo, hacia el anochecer, vino un grupo de jóvenes y empezaron a llevarse cajas y más cajas. Me asomé a mirar por la ventana y vi que las cargaban en un par de furgonetas. No salí al rellano, pero por la mirilla distinguí al nieto de Caridad.

¡Tiene sentido, Jericó! Eso pone de manifiesto, por ejemplo, que el inmenso urinario, réplica del de Duchamp, estaba construido en piezas. ¿Cómo, si no, habrían podido hacerlo pasar por las angostas escaleras o las estrechas puertas? Todo era un decorado, montado para la ocasión, para escenificar el juego de Sade.

Te felicitas. Esta vez Gabo no te ha mentido. De pronto te asalta el recuerdo de su confesión de que él también había participado en el espectáculo desde una habitación contigua y que Shaina, supuestamente, le había efectuado una felación.

Examinas las paredes y descubres los tacos y los clavos que en su momento sostuvieron el decorado. Intentas situarte para ubicar dónde estaba el retrato mural del marqués. Te encaminas hacia allá y experimentas una enorme satisfacción al descubrir en la pared los dos orificios de los que te había hablado Gabo. Disimulados en los ojos del marqués de Sade, ofrecieron una vista privilegiada. En la estancia solo hay otra puerta, aparte de aquella por la que habéis entrado, y te diriges a ella para examinar el cuarto que está del otro lado de los agujeros.

La anciana te sigue, refunfuñando en voz baja. El distribuidor es oscuro y largo. Te ubicas rápidamente y entras en el cuarto que buscabas. Et voilà! La silla de la que te habló Gabo sigue allí, cerca de la improvisada mirilla, así como un sofá cama colocado contra una pared.

—¡Esta es la habitación de la plancha! —te especifica la señora Margalida, que te ha seguido con esfuerzo—. Cari planchaba oyendo la radio. Pero antes no estaba así, allí había una mesita con la radio, allá unos estantes…

La dejas a su aire, sin prestarle atención. Te importa muy poco cómo tenía dispuesto el cuarto la amiga de la gentil señora. Estás clavado contemplando la silla y una nube de imágenes te sobrevienen. Ves un cuerpo escultural envuelto en una capa negra que avanza hacia la silla donde se sienta Gabo, con sus delgadas piernas y el rostro excitado por el espectáculo. Unas manos tersas le bajan la bragueta y le buscan el pene, en plena erección. La misteriosa dama, arrodillada, inicia el masaje bucal…

—Disculpe —te interrumpe la señora Margalida—, antes no se lo he preguntado, ¿está usted casado?

—Sí —le respondes con un deje de nostalgia—, ¡pero por poco tiempo!

Cuando la señora Margalida cierra el piso, te sientes extrañamente desilusionado. Lo cierto es que te habría complacido volver a encontrar la atmósfera del Donatien, pero no ha sido así. Este hecho otorga al juego de Sade más verosimilitud. Como ya te han explicado, se juega constantemente, desde tiempos inmemoriales, pero las partidas que lo constituyen tienen un límite temporal. El Donatien únicamente fue un decorado para iniciar el juego y representar el relato de Jeanne Testard. Has conseguido algunos datos muy importantes gracias a la visita: el vínculo entre Gabo y Eduard, entre Gabo y Jota, entre Jota y Eduard, y en último lugar que Gabo posiblemente no te ha mentido en lo concerniente a su papel en esta primera representación. Has comprobado por ti mismo la presencia de los dos agujeros que hacían las veces de mirilla justo donde estaba ubicado el retrato mural de Sade, así como la silla del espectador clandestino, y te has imaginado la escena de la felación.

Te despides de la señora Margalida, que se ofrece a ayudarte en la investigación en todo cuanto esté en su mano y, con voz débil, dice:

—Por la memoria de Caridad, por favor, traten bien al chico. Su abuela, desde el cielo, debe de sufrir mucho.

Le prometes que lo harás, que lo tendrás en cuenta, sintiendo asco de ti mismo por haber mentido a una gentil señora.