EL comentario sobre el pene del tipo que se folla a tu mujer te ha intimidado, porque tú, Jericó, estabas convencido de que la tenías justita. Has contemplado con una mezcla de rabia y consternación el lengüetazo de Anna al maldito guaperas y te has imaginado que era Shaina. Si bien últimamente te recreabas en su infidelidad y te ponía pensar que se lo hacía con él mientras follabais, la escena que acabas de presenciar no te ha agradado en absoluto. ¿No será que ahora, al verlo de cerca, en carne y hueso, sientes más envidia que celos? Porque, desde luego, es un tipo muy atractivo.

La música cesa repentinamente y se hace la luz. Se encienden unas luces empotradas en el techo que no habías podido descubrir de ninguna manera y entonces te das cuenta del pastiche surrealista y grotesco. En el resto de paredes de la habitación hay diversos objetos diseminados. Desde un instrumento de flagelación, más contundente que la disciplina ligada al crucifijo, hasta un tapiz de grandes dimensiones, retrato de un hombre de época con una peluca idéntica a la que llevaba el portero que te ha registrado hace un rato.

Los compañeros de sofá son más extravagantes de lo que presagiabas amparados por el velo de la penumbra.

Le dedicas una señal de extrañeza a Magda, un «¿De qué va todo esto?», gestual.

Te devuelve un gesto de guardar silencio y te murmura:

—No seas impaciente.

No te consideras impaciente. Lo que ocurre es que no entiendes nada de nada. Entonces, un hecho te llama la atención. El tipo de la peluca blanca de la entrada ha aparecido para situarse justo debajo del urinario. Te das cuenta de que todo el mundo lo mira.

—Buenas noches, messieurs et dames, sean bienvenidos al Donatien. —La voz del hombre es más grave de lo que habías percibido en el vestíbulo—. Hoy reviviremos el encuentro del divino marqués con Jeanne Testard. Estos hechos que describiré a continuación están extraídos de la declaración de la ciudadana Jeanne Testard el 19 de octubre de 1763, en presencia del abogado y comisario del Châtelet de París, monsieur Hubert Mutel, y del auxiliar del inspector de policía de monsieur Louis Marais, monsieur Jean Baptiste Zullot. El juego del marqués tuvo lugar el día anterior a la mencionada declaración, el 18 de octubre, en el arrabal de Saint-Marceau de París.

«¿Divino marqués? ¿Jeanne Testard? ¿No se referirá a Sade, el marqués de Sade?» ¡Touché, Jericó! ¿No te acuerdas de Justine? «¡Claro!»

Leíste la novela Justine del marqués de Sade con casi veinte años. De golpe, se te aclara todo. Justine o los infortunios de la virtud. Este era el título completo. ¡He aquí la contraseña! Y Donatien…, ¡se trata del nombre de pila del marqués, Donatien de Sade!

El individuo de la peluca de época se sirve de una especie de libreta de notas encuadernada en piel negra para declamar. Ha pedido la presencia de Magda y del tipo que se lo hace con Shaina, Josep, mientras tú rememoras algunas cosas de Sade.

«¡Excitante!» ¿Lo ves, Jericó? ¿Lo ves? ¡Ya te había dicho que valía la pena enfrentarte al reto!

Las luces se atenúan y una especie de cañón ilumina la escena con el hombre de la peluca, Magda y Josep amparados por el prominente urinario. Entonces —no puedes asegurar de dónde ha aparecido, pero lo hace entrando por la derecha—, la figura de un hombre de mediana estatura, torso atlético, vestido de época impecablemente, como si hubiera salido hace un rato de Menkes, la famosa tienda de disfraces, se planta delante del reducido auditorio y saluda con una reverencia cortesana. Una máscara le oculta el rostro bajo una peluca similar a la del narrador.

El maestro de ceremonias extiende la mano y lo presenta: «¡Messieurs et dames: el divino marqués, Donatien de Sade!» Y a continuación, sin escatimar el énfasis empleado, presenta a Magda como Jeanne Testard, quien le corresponde con una reverencia similar, y después al guaperas como «La Grange, el criado del divino marqués». No puedes restar méritos a la reverencia de saludo de ese hijo de mala madre.

¿Dónde te has metido, Jericó? No podías imaginarte que te reencontrarías con Sade veintitantos años después de haber leído Justine. Pero no te disgusta. Pinta bien.

Comienza el espectáculo. El tipo de la peluca inicia la lectura de la libreta de notas y los actores empiezan su actuación…

París, 18 de octubre de 1763

Jeanne Testard tiene el cabello castaño liso y se lo recoge con una cola de caballo sujeta por un lazo rojo. Su rostro es ovalado. Tan solo el flequillo le oculta media frente rosada. Los ojos, de un azul pálido, reflejan más aflicción que desvergüenza. Las manos —y este es un detalle que nunca escapa a Donatien de Sade— son ásperas, manos de una mujer del pueblo, de trabajadora; condición de clase que la calidad del vestido que le ciñe el cuerpo bien esculpido pone en evidencia.

El marqués de Sade se felicita en silencio por este magnífico cordero pascual que Du Rameau —una prostituta y alcahueta de la calle Montmartre de París— le ha proporcionado. Él necesita víctimas virtuosas y, para él, el trabajo proporciona virtud, un infortunio destinado a la clase baja del cual la aristocracia, a la que él pertenece, queda exenta por linaje.

Jeanne, bajo la mirada del criado La Grange, saluda al marqués con una reverencia, después de que aquel anuncie a su amo en tono ceremonial. El marqués de Sade es un hombre elegante, de porte distinguido, con el cabello castaño claro más bien tirando a rubio y los ojos azules. La mujer se fija en la distinguida levita de tela azul, las bocamangas rojas, los botones de plata y el espadín reluciente en la cintura. Está de pie justo delante de la puerta abierta del carruaje verde y le devuelve con una sonrisa —que ella no sabe si interpretar como maliciosa o bondadosa— su reverencia. Acto seguido, monta en el carruaje invitándola a hacer lo propio. Por unos instantes, Jeanne vacila. No sabe si subir, conminada por la mirada azul del elegante señor y su maliciosa sonrisa. Entonces, como si hubiera leído el pensamiento de la mujer, La Grange le muestra dos monedas de oro: dos luises. «No vas a dejar que se te escapen, ¿verdad?» Jeanne sabe que tendría que trabajar muchos días en el taller de abanicos para ganar dos luises de oro. Y como el hambre acucia —últimamente ha comido muy poco porque las vicisitudes han hecho mella en sus ya sus escasos ingresos—, acaba subiendo al carruaje seguida por el criado, que cierra la puerta.

A pesar de no haber elementos físicos de la narración en la escena, los actores llevan a cabo una representación gestual de los hechos. No dialogan ni abren la boca, pero actúan en silencio, moviéndose con elegancia y actitud. La descripción del atuendo del marqués en el relato coincide plenamente con el vestuario del actor.

Jericó, ¡reconoce que los tres han actuado muy bien! ¡También el amante de Shaina!