El Velódromo está lleno hasta los topes. La fauna habitual de un sábado por la noche. Lugar de encuentro para emprender, después de una copa, la peregrinación nocturna por los lugares de culto musical o estético.

No has tardado mucho en llegar. Te has despedido de Shaina, a quien esta vez has contado la verdad: que el hijo de Eduard quiere verte con urgencia. Estás seguro de que ella no podrá atar cabos ni entender nada excepto que algo le ocurre al hijo de uno de los pocos amigos —entre comillas— que te quedan. Decides dejar tu todoterreno en el párking y coges un taxi, que ha aprovechado el escaso tráfico.

No te cuesta localizar a Alfred entre la fauna multicolor, porque él estaba muy atento a la entrada de gente, esperándote. Con un seco «Gracias por venir», te coge por la manga de la chaqueta y te guía hasta una mesa donde está instalada una chica a la que no conoces. Tiene un aura especial que la distingue del resto de la gente. Un aura que parece repeler las partículas de luz que circulan por el local.

—Ivanka es una amiga búlgara —explica Alfred.

—Encantado —la saludas, estrechando la nívea mano cubierta de tatuajes que siguen escalando por el brazo hasta desaparecer bajo la manga de la blusa negra.

—Jericó es el amigo de mi padre del que te he hablado —le comenta Alfred—. Por cierto, ¿quieres beber algo, Jericó?

—Whisky con hielo, ¡si puede ser Johnnie Walker, mejor!

Alfred va hacia la barra a buscar la bebida y te quedas absorto con la mirada fría y desvaída de Ivanka.

—¿A qué te dedicas? —le preguntas para romper el hielo.

—Soy puta.

Te ha dejado KO. Más que nada por la naturalidad y la frialdad con que ha respondido, porque el aspecto físico y la forma de vestir no lo desmienten.

—¿Y tú?

Buena pregunta. Sonríes antes de responderle. No sabes por qué, la chica te inspira franqueza.

—Soy un fracasado, un mentiroso y un cabrón. Además de cínico, encubridor y no sé cuántas cosas más.

Ni se ha inmutado.

—Conozco a muchos como tú.

—¿Sí? No me extraña. ¡Con los tiempos que corren!

No cabe duda de que, a pesar de la franqueza, la chica intimida. Es como si ese cuerpo níveo y fantasmal, adornado de tatuajes, no albergara un alma.

—¿Habías sido alguna otra cosa antes que puta? —le insistes.

—Sí.

Como no precisa más, juegas a adivinar. Te cuesta imaginar qué podría haber sido, así que le apuntas lo primero que te viene a la cabeza:

—¿Dependienta de tienda?

—No.

Es como una escultura de hielo. Vuelves a probar suerte:

—¿Maestra?

—No.

Ha conseguido ridiculizarte. Por fin comprendes que eso es precisamente lo que pretendía. Desde el primer momento, has intentado hacerte el simpático y ella te ha atraído con su actitud indiferente y glacial: «No me atosigues, idiota.» Y ahora, cuando te tiene contra las cuerdas de tu propia simplicidad, el directo de gracia:

—Antes que puta, he sido hija de puta.

Tiras la toalla. ¿Cuándo aprenderás, Jericó, a ser prudente y analítico? ¡Si la mirada apagada y sin vida de la chica habla por sí sola! ¿Eres tonto o qué?

Esperas a Alfred sin mediar palabra, molesto porque Ivanka no ha esquivado tu mirada ningún momento, al contrario, parece complacerse en tu incomodidad.

Por fin, llega el escritor con el whisky en una mano y una Voll Damm en la otra.

—Johnnie Walker, como habías pedido —te confirma, dándote el vaso.

Seguidamente, tiende la Voll Damm a Ivanka, que la coge por el extremo con el dedo corazón y bebe un largo sorbo echando la cabeza hacia atrás. Entonces descubres el extraño collar: una cadena de acero con un candado. Te recuerda el que llevaba un enfant terrible de la música, Sid Vicious, el bajo de los Sex Pistols.

Alfred se sienta a tu lado. Está muy flaco y demacrado. Tiene los ojos hundidos en las cuencas y su cháchara es nerviosa.

—Siento haberte molestado a estas horas, pero necesitaba contártelo todo. No puedo callar más. Estoy jodido, Jericó, pero que bien jodido.

—Tranquilo, Alfred, trata de relajarte y cuéntame lo que necesitas soltar. Tengo todo el tiempo del mundo.

La chica lo interrumpe.

—Este tipo no es de fiar, Alfred. Ve con cuidado.

Los dos os quedáis mirándola, pero ella bebe un sorbo de cerveza, completamente indiferente.

—Ivanka y yo nos conocemos desde hace tiempo…

—Si estás seguro de querer confiárselo —corta ella—, ¡ve al grano!

—De acuerdo, de acuerdo —asiente Alfred levantando las manos abiertas en actitud de tregua—. Ivanka es una prostituta experta en sadomasoquismo y yo soy cliente suyo desde hace tiempo…

—¡Ni ha pestañeado! Olvídate de él. Yo me largo. —Esta vez la chica se ha levantado. Es muy alta y delgada, con curvas donde corresponde.

—¡Claro que no he pestañeado! —te apresuras a intervenir antes de que ella se marche—. Sé que recibes a tus clientes en la calle Pelai y también que atiendes a algunos amigos míos, además de a Alfred.

¡Buen golpe! La has parado, Jericó. Alfred te mira sorprendido.

—¿Qué clientes? —te pregunta ella.

Estás a punto de mencionar a Anna, pues sabes que la ha visitado, pero un daimon interno te empuja a pronunciar otro nombre:

—Gabriel Fonseca, por ejemplo.

Esta vez se le ha iluminado fugazmente la mirada desvaída. Vuelve a su asiento y, sin quitarte los ojos de encima, interpela a Alfred:

—¡Adelante, imbécil, suéltalo todo!

Has arriesgado y dado en el clavo por una especie de intuición fortuita. ¿Gabo, sadomasoquista? El asunto se pone interesante.

—¿Y cómo sabes que Gabriel es cliente mío?

¡Deprisa! ¡Piensa rápido o echarás a perder el golpe de suerte! No se te ocurre nada y si mientes mal lo estropearás todo. Así que optas por la vía del misterio:

—No puedo decírtelo, pero lo sé.

El silencio que sigue quema. Alfred la observa desconcertado. Los ojos de Ivanka no desvelan nada.

—¡Confía en mí, Alfred! Cuéntame lo que tenías previsto explicarme —le solicitas, observando de reojo a Ivanka.

Alfred vuelve a mirarla. Ha descifrado algo en el rictus indiferente de la chica, porque se aclara la voz con un sorbo de cerveza y empieza:

—Ivanka me llamó hace cuatro semanas porque le habían hecho un encargo que en su opinión podía interesarme. Un cliente habitual le había preguntado si conocía a algún escritor dispuesto a escribir relatos sadomasoquistas. Un trabajo bien pagado. Ella pensó en mí. Me preguntó y yo le contesté que necesitaba pasta y que, por tanto, me interesaba. Se ofreció a hacer de intermediaria en su propio piso de la calle Pelai a cambio de un porcentaje, porque ella jamás hace nada por nada.

Ivanka lo detiene en este preciso instante:

—Ya te he comentado que, antes que puta, fui hija de puta. Aprendí mucho de mi madre.

—Nos encontramos al cabo de dos días —continúa Alfred—, en su piso. El cliente era Gabriel Fonseca, el acaudalado financiero y coleccionista de arte moderno que, según dices, es amigo tuyo, ¿no?

—Más o menos —contestas, aún desconcertado por la relación entre Gabo y la chica.

Como si te hubiera leído el pensamiento, ella interviene:

—¿Te extraña que un hombre de la posición social de Gabriel Fonseca me visite? Soy la mejor esclava que un amo haya tenido nunca. No siento el dolor, nada me espanta. Mi cuerpo es el molde perfecto para un amo exigente.

Te ha asustado. No parece del todo humana. Físicamente da la impresión de ser frágil, la palidez de su piel realza esta apariencia frangible. Pero su mirada y su inexpresividad resultan horripilantes. Alfred, molesto, reclama tu atención:

—Gabriel me preguntó si era capaz de escribir dos relatos de contenido sádico ambientados en la época del marqués de Sade, el gran maestro de los libertinos. «¡Ha dado con la persona idónea!», le aseguré. «Soy escritor profesional, ferviente admirador de la pluma del marqués, cuya vida y obra conozco bastante bien.» Se alegró sobremanera. Le dedicó un par de piropos a Ivanka por la elección y se centró en el encargo. Consistía en escribir dos relatos de no más de veinte folios que ambientasen algunas de las ocurrencias libertinas del marqués y que se pudieran leer en público, porque tenía pensado que un lector los leyera mientras unos actores representaban con mímica los hechos narrados.

Alfred se detiene para beber un sorbo de cerveza.

—Acordamos un precio y me dio cuatro días para tenerlo todo listo. Ivanka le exigió un adelanto sobre el precio.

—Si no tienes inconveniente, ¿cuánto te ofreció por los relatos?

—Diez mil. Tres mil por aceptar el encargo y el resto a la entrega de los relatos.

—No está nada mal.

—¿Tal como está el mundo de la escritura? ¡No! El caso es que esa misma tarde me encerré para escribir y en solo tres días confeccioné dos relatos en torno a dos actos libertinos del marqués siguiendo un orden cronológico: la humillación de Jeanne Testard y los hechos de Marsella.

¡Dios mío, Jericó! Ya sabes quién es la pluma responsable de los relatos del juego de Sade. Estás sorprendido y cautivado a la vez por el descubrimiento, pero más aún por un hecho que no puedes preguntarle sin traicionar tu participación en el juego y el conocimiento de los relatos. Si Alfred escribió el texto de Jeanne Testard, sin duda tuvo que reconocer la escenografía que el asesino de Magda había exhibido en el cadáver de la chica.

—Gabriel los leyó en el piso de Ivanka y me felicitó por el trabajo. Le habían gustado mucho, tanto en lo referente al aspecto literario como porque se adecuaban a sus necesidades. Me entregó los siete mil restantes, me hizo jurar que sería discreto y se marchó visiblemente satisfecho. El caso, Jericó, es que si hubieras leído mi escrito de Jeanne Testard… ¡El cuerpo sin vida de Magda representaba a Jeanne!

¡Aquí querías ir a parar! Finges no entenderlo, con mucho cuidado, porque Ivanka no te quita ojo.

—El marqués de Sade —se explaya Alfred— abusó de Jeanne Testard, una trabajadora de una fábrica de abanicos, la sodomizó y humilló. ¿Recuerdas el abanico entre los brazos de la pobre Magda? ¿Recuerdas el vibrador en el culo?

Asientes con la cabeza, midiendo cuidadosamente tus movimientos y escogiendo las palabras.

—No entiendo adónde quieres ir a parar.

—Pues, parece obvio —interviene ella—: si el cadáver de la chica representaba una escena que había escrito Alfred, entonces es que el asesino la había leído.

—Eso nos conduce a dos personas: a ti, Alfred, o a Ga- briel.

Al chico le tiemblan las manos y se le desencaja el rostro después de tu intervención.

—Yo no he sido, Jericó. Te lo juro por lo que más quieras.

Jericó: ¡qué laberinto! Ya no sabes qué pensar. Gabo y Anna apuntaban al chico y ahora el chico e Ivanka señalan a Gabo. Alguien miente. Pero ¿quién?

También te viene a la mente la conversación de hace unas horas con Eduard, la revelación de las fotos de humillaciones y la anotación que Alfred hizo acerca de ti en la Moleskine. Todo se centrifuga en tu mente y te marea. Necesitas beber. Apuras el vaso de un sorbo y chupas uno de los cubitos mientras procuras pensar ordenadamente.

¡No te des por vencido, Jericó! Intenta aclarar algo sin revelar tu posición privilegiada y comprometida a la vez.

Tientas nuevamente a la suerte:

—El día del encargo de los relatos, Gabo vino acompañado por aquella chica rubia de facciones angulosas, ¿cómo se llamaba? ¡Vaya, hombre! ¡Ahora no me sale!

Los dos se miran con extrañeza. Te fijas bien en sus reacciones.

—Una chica muy sexy y desvergonzada que trabaja de enfermera. ¡Ay, Dios, qué memoria la mía! Tengo el nombre en la punta de la lengua…

No caen, al menos eso deduces por la expresión de su cara, aunque en el caso de Ivanka es imposible saber lo que piensa.

—No importa, da igual. Pensaba que también le iba el rollo sado y, como es una amiga muy especial de Gabo, había pensado que tal vez te había hecho alguna visita con ella para montar algún trío o algo así…

—Eso es imposible —sentencia Ivanka.

—¿Por qué?

—Ni soy bollera ni me gusta hacérmelo con mujeres. Nunca he recibido a ninguna mujer. Ninguna hembra ha puesto jamás los pies en La Cueva de los Amos.

Esbozas un gesto estúpido e infantil de incredulidad y le dejas caer:

—Venga, tampoco seamos taxativos, si es una clienta dispuesta a pagar bien o una reportera que busca un artículo sensacionalista y suelta mucha pasta…, harás una excepción, ¿no?

Te fulmina con su mirada de escarcha.

—¡No! ¿Es que no me has oído, idiota? Cuando digo que no es que no. Nunca miento.

No lo verbalizas, Jericó, pero lo piensas: «El que nunca se encerraría contigo en La Cueva de los Amos soy yo, ¡ni por todo el oro del mundo!» ¡Menudo elemento! Y eso que confiesa ser esclava. ¿Cómo serán los amos?

Has conseguido descubrir que Anna posiblemente te ha mentido. Nunca ha puesto los pies en La Cueva de los Amos. Y te lo ha comentado delante de Gabriel que, por otra parte, es quien ha encargado los relatos a Alfred. Te relames de felicidad, como los gatos, y decides continuar adelante con tu particular comedia para ver si puedes extraer algún otro dato de interés.

—¿Eduard está al corriente de todo esto, Alfred?

—No, no sabe nada.

—¿Y tu madre?

Su caída de párpados ha sido suficiente para ti. No era necesario que te explicara lo que ya sabes:

—Mi madre está muy enferma y se está recuperando en casa de los abuelos en Capçanes. Bastante tiene ya con la enfermedad…

Te animas a arriesgarte más.

—¿Estás escribiendo algo ahora, Alfred?

—Sí, pero con los últimos acontecimientos me he quedado bloqueado, en blanco.

—Sí, supongo que debe de resultar difícil escribir cuando uno se encuentra mezclado en situaciones de este tipo.

El muchacho asiente, relajado. Entonces decides entrarle con un embuste de los tuyos, una mentira a medida, una de las especialidades de la casa:

—No recuerdo qué escritor era…, tal vez Faulkner… Creo recordar que cuando perdía el hilo de un relato, la inspiración literaria, no se preocupaba y continuaba escribiendo, pero un dietario.

—Desconozco esta faceta de Faulkner. Para serte sincero, únicamente he leído Santuario, una obra siniestra. No es de mis escritores de cabecera.

—¿Tú escribes algún dietario?

—Actualmente, no. Lo dejé hace unos años. Entonces sí que escribía en un bloc de notas con una cierta regularidad. Pero lo abandoné. Me fastidiaba la obligación de escribir a diario, de encerrarme por la noche en el estudio y rendir cuentas al tiempo. No soy hombre de obligaciones ni de convencionalismos, Jericó. Soy muy diferente a mi padre.

—Ya veo —le aseguras con una sonrisa preocupada, porque aún masticas sus supuestas palabras del dietario, entonadas por Eduard.

—Mi padre sí que es un dietarista organizado. Tiene buena pluma, a pesar de que no quiera reconocerlo y se defina a sí mismo como un hombre de ciencias. Escribe cada noche en la Moleskine, sin excepción.

¡Ufffffff! La cosa se complica, Jericó. O sea que Alfred no lleva ningún dietario, pero en cambio tu amigo Eduard escribe un diario en una Moleskine, la misma marca de bloc de notas donde aparecía tu nombre. ¿Y si la entrada la escribió Eduard? No, eso es absurdo. ¿Cómo iba a saber Eduard que su hijo y tú os habíais visto y el contenido de vuestra conversación? Solo cabe una posibilidad: que Alfred se lo haya contado. Tratas de constatarlo:

—Por cierto, Alfred, ¿le mencionaste a tu padre nuestro encuentro en el bar de tapas el jueves por la noche?

—Sí. Y le dije que te había gustado mucho mi novela.

¡Menudo fregado! Resoplas interiormente. Desorientado y abatido, miras el vaso vacío con desagrado. El hielo se ha fundido. Ivanka, muda pero atenta, lo capta.

—¡Alfred, tu invitado quiere otro whisky! —comenta en tono autoritario.

—¿Lo mismo? —te pregunta.

—Sí, gracias, pero esta vez pago yo —le respondes, tendiéndole un billete de veinte euros.

El chico lo rechaza y va hacia la barra. El ambiente es bullicioso. Comprendes que es un lugar idóneo para mantener una conversación como esta, porque casi nadie está pendiente de los demás, la gente va a lo suyo y apenas se oye la conversación de las mesitas vecinas.

—Él no lo ha hecho, no tengas ninguna duda —te ratifica Ivanka, impertérrita.

—¿Seguía viéndote mientras vivía con Magda?

—Sí.

Haces un gesto de no comprenderlo.

—Alfred quería a Magda, pero ella no podía proporcionarle el tipo de placer que le doy yo. Les pasa a muchos hombres. Además, ella también hacía la suya.

—¿Qué quieres decir? —te extrañas—. ¿Le era infiel?

Vuelves a vislumbrar una cierta luz en sus ojos desvaídos.

—Sí.

—¿Él lo sabía?

—Es un pobre diablo que ha vivido eclipsado por un patriarca triunfador.

Chasqueas los dedos y le señalas:

—¡Estoy de acuerdo! Debe de ser difícil vivir a la sombra de un padre que es médico, psicólogo, sociólogo, deportista, seductor…

Ivanka te interrumpe:

—Y un cabrón mentiroso, maltratador y un montón de cosas más.

—¿Cómo dices?

Esboza una efímera e insignificante sonrisa.

—Antes me has preguntado si Magda le era infiel, ¿no?

Asientes en silencio.

—Eduard también se acostaba con ella.

Te has quedado más helado que su mirada. «No puede ser —te repites—. ¿Eduard poniéndole los cuernos a su propio hijo?» Ivanka esperaba tu sorpresa monumental, porque enseguida añade:

—¿Aún no has descubierto que la hipocresía humana no tiene límites? ¿Has visto la película Blade Runner?

—Sí —respondes, desconcertado.

—Imagínate que soy Rutger Hauer, el replicante, en la famosa escena de las lágrimas en la lluvia. —En este punto la chica deja perder la mirada en la lejanía y remeda la entonación—. En La Cueva de los Amos he visto cosas que vosotros, los engañados, no creeríais. He observado a obispos con el látigo en las manos, golpeándome y renegando de Dios como unos bárbaros. He contemplado a hombres respetables con los ojos desorbitados mientras me escupían, desnuda y atada. He gozado con el dolor que me procuraban vuestros héroes y he vislumbrado lo que llamáis cielo, más allá de la realidad ilusoria. Y todos estos recuerdos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.

Todo esto es de locos, Jericó. ¡Cómo tienes que verte! Escuchando el delirio glacial de una zorra sadomasoquista búlgara un sábado por la noche, jugando a Blade Runner

—No podrías llegar a creer lo que he visto —continúa Ivanka—. Por ese motivo me repugna la raza humana. Alfred es un pobre desgraciado que necesita humillarme para sentirse algo, como casi todos los amos, pero el chico es incapaz de matar a nadie. Te lo digo yo, que soy experta en estos asuntos.

Miras hacia Alfred. Está pagando la cuenta al camarero en la barra. Tú también lo ves poca cosa. Habían sido Gabo y Anna los que te habían infundido esta opinión distorsionada del escuálido escritor. Aparte de la charla con Eduard, su padre.

¡Lo que te faltaba, Jericó! ¿Harás caso a una furcia? «Pues, mira por dónde, hay algo de auténtico en Ivanka. No sabría explicarlo, pero no me parece una impostora.»

Antes de que llegue Alfred con las bebidas, te atreves a formularle una pregunta:

—Como experta: ¿ves capaz a Gabo de cometer un asesinato así?

—¿A Gabriel Fonseca?

—Sí.

—¡Ya lo creo! Ese hombre es completamente amoral, capaz de todo. Con ello no pretendo afirmar que haya sido él, aunque por los detalles de la escena del crimen que me ha descrito Alfred no cabe duda de que el asesino es un exhibicionista. Tú lo conoces bien, ¿no? Entonces, ¿sabes de alguien más exhibicionista que Gabriel?

Conoces a un buen número de exhibicionistas. De hecho, últimamente has pensado que el narcisismo conduce al exhibicionismo. El narcisismo, tan extendido en nuestros días, es más antiguo que el mito griego que lo explica, y el mito —y muy posiblemente también el primer germen—, ya estaban viciados de Ilustración.

Pese a todo ello, si tuvieras que otorgar el premio Nobel del exhibicionismo a alguien, probablemente, sí, tiene razón Ivanka, el ganador sería Gabo.

—¿Y por qué querría Gabo matar a Magda? ¿Acaso se entendían?

—Te lo repito —insiste con un cierto fastidio o cansancio—, no sé si ha sido él o no, pero un tipo como él es muy capaz de actuar así.

Meditas en silencio. ¿Quién miente? Está claro que alguien está falseando la realidad. ¿Ivanka y Alfred? ¿Gabo y Anna? ¿Tal vez Eduard? Se te pone la carne de gallina al poner a tu respetado amigo médico en el mismo saco que a toda esta tropa.

Alfred está a dos metros escasos, avanzando con esfuerzo con las bebidas en las manos. No sabes muy bien por qué formulas la pregunta a Ivanka, quizá porque te estás dando cuenta de que vives en un mundo de posibilidades extremas.

—¿Y qué me dices de Eduard? ¿Podría el padre de Alfred haber perpetrado una cosa así?

Ivanka mira fugazmente hacia Alfred antes de responderte:

—Lo conozco por lo que su hijo me ha contado y no me parece un dechado de virtudes.

Alfred deja las bebidas sobre la mesa y se sienta.

—Escucha, Jericó, tú que eres un hombre sensato, ¿crees que debería revelar todo esto al inspector de los Mossos?

¿Un hombre sensato? ¡Esta sí que es buena! Un hombre realmente sensato no habría hipotecado su vida como has hecho tú. No estaría con la mierda hasta el cuello. Claro que Alfred únicamente conoce la epidermis social de Jericó, lo que ha oído en casa.

Aparcas el tema de la sensatez para valorar el consejo que puedas darle. ¿Y qué vas a aconsejarle, si llevas desde el principio haciendo lo mismo: silenciarlo todo?

—¿A ti qué te dicta el corazón? —lo interrogas, enviando la pelota a su tejado.

El chico no puede ocultar su nerviosismo.

—Por un lado, quisiera explicárselo todo, pero admito que me da miedo.

—¿Miedo de qué? Tú simplemente has atendido un encargo literario. Pero resulta que este encargo de alguna forma conecta con la puesta en escena del asesinato de tu pareja.

—¡Caramba! —irrumpe Ivanka—. Y, si tú fueras el inspector, ¿qué pensarías? Escribe una cosa que después se escenifica en un crimen. Alfred sería el sospechoso número uno.

—Sí, es cierto, pero el hecho de contarlo, sincerarse, jugará a su favor.

Una breve tregua marcada por unos sorbos. El bullicio del local va en aumento. Es la una y media. El alcohol caldea los espíritus y reaviva las cuerdas vocales.

—Si canto y me creen —presupone Alfred—, todas las sospechas recaerán de momento sobre Gabriel Fonseca.

«El chico tiene razón, tirarán del hilo y descubrirán el juego de Sade.» ¿Te preocupa? De lo único que pueden acusarte es de encubrimiento. «¿Y te parece poco? Además, hay incógnitas que querría desvelar por mí mismo, y el encuentro del martes, para rememorar los hechos de Marsella, podría ser una excelente ocasión.» Tienes una posibilidad: ofrece colaboración a Alfred para descubrir algo más. Eres amigo de Gabo. Utiliza esta carta para ganar tiempo, al menos unos días.

—Antes de la opción de los Mossos, si te parece, procuraré acercarme a Gabo y sonsacarle alguna información valiosa. Si veo que en una semana no saco nada, te lo comento y entonces hablas con el inspector. ¿Te parece bien?

Alfred mira a Ivanka como si buscara su consentimiento.

—¡De acuerdo! —exclama.

Apuráis las bebidas charlando de otros temas. Os habéis detenido especialmente en los relatos de Sade que Alfred había escrito por encargo. Te admira el grado de conocimiento que el chico tiene del marqués y, procurando no evidenciar tu lectura de los manuscritos como participante del juego, tratas de ilustrarte aún más sobre el personaje y los episodios en concreto que forman parte del juego. Alfred se explaya ampliamente en los argumentos de los relatos.

—¿Y de dónde viene esta simpatía por el marqués de Sade? ¿Cuándo descubriste a este personaje? —le preguntas, admirado.

—Lo descubrí en la biblioteca de mi padre. Tiene prácticamente todas sus obras.

¿Quién dijo que «las apariencias no engañan, solo son apariencias»? Te esfuerzas por recordarlo. ¡Fuster, Joan Fuster! Un escritor excesivamente lúcido para ser famoso…

Anda ya, Jericó, no me vengas ahora con tonterías literarias. ¿Qué es aparente y qué es real en esta historia? «¡Buf!» Estás hecho un lío. Eduard, Gabo, Alfred…

Y esta prostituta búlgara que parece tan auténtica como el vino. Blanca te lo ha dicho: el vino nunca miente. No puede disimular ni el aroma ni el sabor. Con Ivanka ocurre algo similar. No puede disimular lo que realmente es.

¿Qué me dices de Eduard? No sé cuántas licenciaturas, deportista y sano, hombre de misa, lector de La Vanguardia, perfume Tabac, trajes oscuros de Conti, etc., etc., etc. Y no obstante, tiene en la biblioteca todos los libros de Sade, se tira —bueno, se tiraba, desgraciadamente— a su nuera, le gusta meterla por detrás y quién sabe qué otras cosas. ¿Qué me dices ahora, Jericó, de lo que es apariencia y realidad?

Alfred no se ha dado cuenta de tu inmenso desconcierto, pero Ivanka es sabia como una serpiente y espera al momento de despediros para entregarte la última perla de la noche. Todo sucede deprisa. Ya en la calle, Alfred te estrecha la mano y la chica se detiene antes de hacer lo propio.

—¿Por qué no vas a buscar el coche, Alfred? Hace fresco y no tengo ganas de caminar. Mientras tanto, tu amigo me hará compañía, no vaya a ser que algún depravado quiera dominarme aquí mismo.

El chico accede. Tiene el Golf a doscientos metros, como mucho.

Cuando está a una distancia prudencial, Ivanka suelta:

—No sé si estabas atento cuando te he dejado caer que su padre es un maltratador. Alfred me confesó que abusó de él hasta que tuvo once años.

—¡Un momento! ¿Me estás diciendo que su padre lo violaba?

—No exactamente. Los abusos no eran sexuales. Más bien era una violencia erótica. Me contó que cuando su padre se enfadaba con él le ordenaba que se bajara los pantalones y con los zorros para sacudir el polvo le azotaba las nalgas hasta que se las enrojecía.

Irremisiblemente, la escena que refiere Ivanka te conduce a Marsella, al piso de la Rue Aubagne, al interior del cuarto donde Marianette, Mariette o cualquiera de las otras dos chicas está tumbada de espaldas y es azotada por el marqués con una escoba de brezo. La camisola blanca desabotonada disimula las calzas de seda del señor de Sade, a quien tú, en tu visión, has puesto el rostro de Eduard…

Ivanka mueve la mano delante de tus ojos, de mirada ausente:

—¡Eh! ¿Estás aquí?

—Sí, acabo de tener una visión.

—Y eso no es todo —añade—. Paula le prohibió que pegara al niño de aquella forma tan poco ortodoxa. De hecho, lo amenazó con abandonarlo si volvía a ponerle a Alfred la mano encima. Tu amigo tuvo que aceptarlo. Pero lo llevaba dentro y poco después del encontronazo con Paula por este asunto surgió el caso de Javier.

Javier Mas era un niño humilde al que Eduard atendía en la consulta por un trastorno disgregativo infantil. Aprovechó la enfermedad del niño y el tiempo de que disponía en las visitas para jugar con las correas de sacudir el polvo con él. Al principio, la madre del niño, Soledad, no dio crédito a su hijo cuando este se lo contó. Hasta que, desconcertada, la mujer le tendió una trampa. Fingió que salía de la consulta y se ocultó detrás de unas cortinas. Así pudo corroborar de primera mano lo que Javier, el niño trastornado, le había explicado…

La interrumpes:

—No es que quiera parecer un escéptico, pero ¿no me estarás tomando el pelo? ¿No os habréis confabulado todos para hacerme enloquecer?

—Ya te he dicho que no soy de la clase de personas que bromean y que nunca miento. ¿Quieres que continúe?

Suspiras.

—Sí, claro, discúlpame.

—Soledad lo aprovechó para sacarle pasta. Era madre soltera y necesitaba el dinero para llevar una vida normal. Dejó limpia la cuenta corriente de Eduard y el asunto no trascendió.

—¿Alfred está enterado de esto?

—No, nunca se lo he revelado.

—¿Por qué?

—El jueguecito de su padre con las correas le dejó una profunda huella. ¿De dónde crees que le viene la afición al sado?

—No tiene por qué. Era un niño y quizá ni se acuerda.

Ivanka ha sonreído abiertamente por primera vez en toda la noche. Le descubres los dientes pequeños y afilados, de una tonalidad amarillenta.

—¿Crees que soy esclava porque sí, porque ya nací así?

—No lo sé.

—Me hizo puta mi madre, sus vejaciones y abusos. Sí, ella me hizo así. Hasta el punto de que no sé disfrutar de ninguna otra forma más que con el dolor.

Tienes el corazón en un puño. Todo esto, Jericó, es durísimo. Tu padre era un autoritario fanático religioso, pero nunca te puso la mano encima. Tan solo tienes dos malos recuerdos suyos: aquella sonrisa fingida mientras te sermoneaba y tu nombre de pila. Pero era un buen hombre a quien el fanatismo ascético le jugó una mala pasada…

Se oye un claxon. Es el Golf de Alfred, que está detenido en doble fila y reclama a Ivanka.

—¡Ya voy! —le grita ella.

—Aún no me has explicado cómo sabes eso.

—Javier Mas, el niño con un trastorno disgregativo, creció y superó su problema psicológico. Lo que no llegó a superar ni asimilar, como nos ocurre a muchos de nosotros, son los abusos. Con el tiempo se ha convertido en uno de los amos de sado más respetados de la ciudad. Se hace llamar por su nombre de guerra: Jota.

¿Jota? El corazón te da un vuelco. ¿No se tratará del chico del Donatien?

—¡Espera! ¿Qué edad tiene este chaval? —le preguntas, turbado.

—Unos treinta y pocos.

—¿Es delgado, pero atlético, y tiene tatuajes en el cuello?

—Sí —te responde, sorprendida—. ¿Lo conoces?

—Me parece que sí. ¿Y él te lo ha contado?

—En el submundo del sado todos nos conocemos. Si antes había presumido de ser una de las esclavas más solicitadas de la ciudad, Jota es uno de los amos de más renombre. Nos conocemos bastante bien y, además, compartimos un amigo común.

Alfred toca el claxon otra vez e Ivanka levanta la mano derecha con el dedo corazón estirado sin mirarlo.

—Jota tiene un pasado oscuro, como la mayoría de los que estamos en el sado, pero en su caso se añade el hecho de ser hijo de madre soltera, aunque, por lo que dice, su padre está vivo y él lo conoce, pese a que nunca lo ha reconocido públicamente. Quid pro quo. Aún me debes una respuesta. ¿Cómo sabías que Gabriel era cliente mío?

Sin vacilar, decides no mentirle. Te has convencido de que es como el vino.

—Sinceramente, no lo sabía. Estoy involucrado en un juego extraño en el que también participan Gabriel, Jota y otros. Esta misma tarde Gabriel me ha contado que Alfred es un depravado, cliente tuyo adicto al sado, para convertirlo en sospechoso del asesinato de Magda.

—¡Cerdo! —exclama Ivanka.

—Lo siento, no quería aprovecharme de ti.

—No, no te lo digo a ti, me refiero a Gabriel. En La Cueva de los Amos, mi negocio, existen normas. La más importante es la discreción.

Alfred se ha cansado de esperar y avanza a toda prisa para buscar a Ivanka. Lleva algo en las manos. Cuando llega cerca de donde estáis, descubres que se trata de un fajo de folios.

—Ivanka, estoy en doble fila, démonos prisa. Toma, Jericó, si quieres distraerte con el marqués de Sade aquí tienes los dos relatos que escribí para tu amigo. No dejes que nadie los lea. ¿Entendido?

—¡Gracias, Alfred! Si descubro algo me pondré en contacto contigo.

Coges el pliego con la mano derecha y le das la izquierda a Ivanka a modo de despedida. La frialdad de su mano te ha calado hasta los hombros.

—¡Ve con cuidado! El mundo del sado, donde te has adentrado, está lleno de trampas y peligros. No te fíes de nadie —te aconseja Ivanka antes de partir.

Te quedas observándolos mientras ellos suben al Golf negro con las luces de estacionamiento parpadeando y te sientes extrañamente reconfortado por la última mirada en la oscuridad de Ivanka, desde la distancia.

Ay, Jericó, por la forma en que la miras, diría que esta chica ha pasado de la nada al todo en cuestión de minutos. ¿No será que estás aprendiendo a valorar lo que es auténtico? A pesar de tratarse de una puta. A pesar de su aspecto.

En medio de la calle echas un vistazo al fajo de folios. Los dos relatos llevan su correspondiente título. Compruebas que, efectivamente, el que leyeron en el Donatien y el que tienes sobre los hechos de Marsella coinciden con los que te ha entregado Alfred. ¡Si supiera que ya los conoces!

Vas a buscar un taxi, pensativo. Las dudas se acumulan. Pero ahora ya dispones de pistas muy valiosas para ordenarlo todo.

Asegurarías que Gabo ha mentido, y también Eduard. Ambos apuntan con sus mentiras hacia Alfred. ¿No estarán compinchados? A priori, no tienes motivo para creer que se conocen. Sin embargo, es sumamente revelador que ambos quieran hacerte creer que Alfred es el posible asesino de Magda.

¿Y Jota? ¿Qué me dices de este descubrimiento? Jota está en el juego y, repasando los datos de que dispones, lamentablemente la única persona que estuvo en contacto con él antes de iniciarse el juego de Sade fue Eduard. ¡Y menudo contacto!

«¡Un momento! No me digas nada. ¡Escúchame! ¿Y si el nexo entre todos ellos es precisamente Eduard? Presta atención y sigue mi razonamiento: Gabriel dijo que cada participante en el juego, por expreso deseo del verdadero marqués en la Bastilla, debía encarnar uno de los siete pecados capitales. Un vicio que muy bien podría ser también una especie de patología psicológica. ¿Me sigues? Bien, continuemos: Jota es la ira, Ivanka lo ha definido como un amo bien conocido en el mundo del sado. Anna, la lujuria. Víctor, la gula. Magda, la codicia, y así sucesivamente hasta llegar a los siete. Siete pecados capitales, siete vicios, siete patologías, siete pacientes en definitiva que acaso acudían al mismo psicólogo…»

¡Alto, Jericó! ¡Eso es imposible! Anna te ha mencionado que no se conocían de antes. Los citaron en aquel piso de swingers e intercambios. Allí los presentaron…

«¿Y qué? Los pacientes de un psicólogo no tienen por qué conocerse, salvo que participen en terapias de grupo. El que los conoce es el que me interesa, la persona que ha redactado los informes y los ha estudiado. ¿Quién mejor para orquestar el juego? ¿Quién mejor que este psicólogo para asignar a siete jugadores un pecado capital?»

¡Esta vez tengo que felicitarte, Jericó! Además, Alfred nos ha concretado que tenía la obra completa de Sade en la biblioteca. Ivanka, su turbio pasado, la relación sexual con Magda…

«¡Basta! ¡Vamos a salir de dudas!»

¿Qué haces?

«Estoy recuperando el móvil de Alfred, su llamada. Necesito hablar un momento con él.»

Aprietas el botón cuando estás situado encima del último número de la lista de llamadas.

—¿Alfred?

—Sí.

—Soy Jericó. Solo una cosa que no he podido preguntarte para ir armando el rompecabezas. ¿Magda era paciente de tu padre?

—Sí. Había sufrido unas crisis de ansiedad y había acudido a su consulta. Así la conocí.

—¡Gracias, Alfred! —le agradeces con entusiasmo antes de colgar.

Imaginas la cara de desconcierto del chico, pero en este momento eso es irrelevante. Tu tesis se va confirmando. Ahora ya puedes decir, con toda probabilidad, quién es el marqués apócrifo. Te jugarías el brazo izquierdo a que el marques de Sade del juego actual es Eduard.

Te concentras en el recuerdo del Donatien y el personaje del marqués sodomizando a Magda en el escenario. La figura del actor enmascarado coincide con la de Eduard. Te felicitas. Estás cerrando el cerco.

Pero, de golpe, un jarro de agua fría te cae encima y apaga el fuego ilusorio con que vives tus descubrimientos. Es el efecto de un terrible presentimiento:

—¿No será Eduard el asesino?

La escena del marqués apócrifo sodomizando a Magda en el Donatien, bajo del urinario gigantesco, te convulsiona. El decrépito y extravagante local, juntamente con la tarjeta entregada por Toni, son el inicio de todo. Recuerda, Jericó, que Gabo te ha explicado que el local era una especie de escenario itinerante, que ahora ya no encontrarías. Mañana es domingo, no tienes ningún compromiso, y ahora mismo estás desvelado y muy excitado con los descubrimientos…

«¿Y si vuelvo?» Es una ocurrencia disparatada, ¿no? «En casa, Shaina y Marilyn deben de dormir a pierna suelta. Isaura está en Florencia. Nadie me espera. No hay ningún impedimento. Son horas intempestivas, pero estoy sobre ascuas.»